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domingo, 20 de enero de 2008

Retomar la casa

Es el primer día del mes en que me conecto, porque es el primer día en que, también, ha habido una señora tormenta, de esas que te niegan el sol y la playa • En este ciber donde estoy ni siquiera hay luz y un teclado como la gente, así que haré lo que pueda • Lo que sigue es un cuento, vagamente inspirado en el hostel donde estoy parando • Mucha lectura, mucha escritura, y un recital gratuito de la Bersuit en el medio... • Ya tendrán noticias, pronto, y quizás una bitácora de este viaje • Por ahora, el cuento


A Graciela, Natalia y Micaela, remotas alusiones en esta historia.

El sol caía a pleno cuando llegué a la Comarca. El viento enredaba las olas en el mar y las mezclaba con la arena arremolinada de la playa. Yo ocultaba mi rictus de nuevo rico contratista patagónico en ademanes de turista excéntrico y solitario, y cuando entré en aquella estratégica casa de familia me presenté como un porteño decepcionado por la gran ciudad. Íntimamente sabía que aquela gente desconocería, o intuiría vagamente, casi como nueva e inasible mitología, cuestiones esenciales de nuestra idiosincracia, tales como TV de plasma, MP4, notebook, spa y terapias Pilates; por ello en mis palabras dejé trasuntar, aunque sin humillar demasiado aún, estos saberes y la natural superioridad de la clase.

La casa era una digna construcción colonial que se esforzaba por permanecer. Años de empaches y añadidos, de ampliaciones innecesarias y nocivas, y de sabios retrocesos, no habían logrado cristalizar, por suerte, en un proyecto homogéneo, y por eso sus cimientos decimonónicos le conferían, definitivamente, su perfecta amalgama. No venía específicamente por ella, es cierto, ni venía por ninguna en particular: andaba detrás de mi proyecto, que suele ser lo importante, lo que siempre nos distinguió, y nos fortaleció. Sin embargo, su ubicación era estratégica, y ello colaboró en mi decisión. Sus moradoras, fatalmente, también fueron componente para confirmar mi capricho. La casa tenía que volver a ser mía. Nuestra, mejor dicho. Porque nunca actuamos solos, claro está.

Una niña con ojos profundos me balbuceó en su media lengua que podía pasar, y pronto estuvo su hermana atendiéndome, explicándome costos de alojamiento, servicios, beneficios. Tomé la última habitación y me di una rápida ducha. Poco después, estaba sentado a la mesa familiar, conversando con la mujer de la casa y sus hijas. La que me había recibido merodeaba los veinte años, deseosa de dejarlos sin saber bien para qué. La niña hablaba en un rincón, sola, con seres imaginarios, que su desarrollo detenido habría de fabricar deformados y felices; desde allí me escrutaba, indescifrable, en su mundo, con esos ojos, ay, que habrían subvertido la paz y mis planes, de no haber sido por su genética incapacidad. Los rasgos evidentemente europeos que las generaciones le habían heredado a esta familia no habían eliminado la ancestral inocencia mapuche, la confianza, el buen trato. Dialogábamos animadamente, y escuchaban embelezadas las excentricidades que les inventaba en retahílas inspiradas. De este sutil modo logré, apenas dos días después, ser un integrante más de esa familia sin padre, esa familia de dos mujeres solas y una niña mongoloide en el medio de la nada, ofreciendo hospedaje a un desconocido del que nada sabían (aunque podrían haberlo buscado en la Historia) en una casa que había sido pensada en grande, demasiado grande, para pocas personas que, así y todo, sobraban allí.

Mi dormitorio estaba al final de un pasillo, rodeado por otras tres habitaciones vacías, a la derecha; a la izquierda, el baño, y dos dormitorios para la familia. En el otro extremo del corredor había un comedor y a su lado, la cocina. La habitación que había elegido era un amplio espacio con todo lo necesario para recluirse y ser feliz: para cualquier turista desvariado y solitario eran suficientes esa cama, ese armario, esa mesa de luz, esa lámpara, ese baño, esa ventana al mar, esa intimidad familiar. P
ara cualquier turista; pero, se sabe: no para los dueños de la tierra. Como el General Roca entonces, yo ahora pretendía no ser un simple viajante y, fundamentalmente, desplegaba un plan, que poco a poco fue cumpliéndose: está en nuestra naturaleza, sin dudas, siempre conquistar y tener más.

Cierta mañana, la niña de los ojos profundos se despertó, y me encontró en la cocina. Ajena a la realidad y a la sumisión de su clase, balbuceó "tecito", espoloneando un vasito de plástico, rémora de algún juguete. Cuando la mujer y su hija se levantaron, se encontraron con un desayuno innominado para su cosmos, y con la niña jugando en un rincón, siempre ajena, siempre observándome con la rebeldía aletargada. Devoraron los alimentos sin preguntarse de dónde provenían esas dádivas exquisitas, a aquellas horas de la temprana mañana. Fue entonces cuando me sentí en condiciones de ocupar la cocina, con la promesa de proveerlas de futuros e inciertos manjares. Ellas accedieron gustosas, y fue así como expandí mis dominios desde la habitación hacia el ala norte, la de la cocina.

Una tarde, alabado sea Dios, pergeñé una guerra de guerrillas que anticipó, sin dudas, mi victoria. La mujer de la casa no estaba y su hija mayor lavaba ropa. Sólo tenía por testigo a la niña, pero sabía que no tomarían por ciertas las realidades que ella relatara, en su eterna irrealidad. Ataqué entonces en el baño: aflojé el botón de descargas del inodoro, obturé una canilla, desconecté los filamentos del cable de una lámpara. Cuando la mujer regresó, el campo de batalla que yo había propuesto la abatió, y maldiciendo a sus supersticiosas deidades (que quizás fuesen las mismas que las nuestras pero, se sabe desde tiempos inmemoriales, la Cruz y la Espada siempre estuvieron de nuestro lado), evaluó, estoy seguro, el costo de las reparaciones y comprendió, lo sé, que era más de lo que sumaba entre lo que yo le pagaba por mi hospedaje, el pequeño subsidio social de que se la proveía. Solícito, gentil, desprendido, me ofrecí a solucionar yo mismo los desperfectos, aunque aclaré que desconocía por completo dichas tareas y que, por lo tanto, no podía asegurarles cuánto tiempo me llevaría arreglarlos. Pedí, claro está, que nadie, excepto yo, utilizara las instalaciones, por lo que con telúrica resignación aceptaron gustosas ir a lo retirado del jardín, donde una pequeña pileta circular, algo así como la fuente de una plaza, les permitiría aliviar sus necesidades de higiene y refresco, allí donde la tierra arenosa no permitía crecer el pastizal.

Mis dominios confederados se extendieron, así, desde el fondo de la casa, recorriendo una bisectriz que dejaba aislados sus dormitorios. Yo vigilaba mis posesiones, y había establecido mi fuerte en el dormitorio, que ahora era el principal, la sede; había obtenido, del baño y otra de la cocina, que ya eran míos, sendas llaves, que nunca habría que haber arrojado a la calle, por supuesto. Faltaban sus dormitorios, apenas eso, el núcleo de las tolderías. Desde la ventana de mis fortalezas se veía cómo el mar refulgía y parecía lamer los médanos, arrancándoles orgasmosque llegaban a mi ventana, traducidos por los loros de las barrancas. La casa se enclavaba en el confín del desierto y se abarcaba, desde ella, toda la Comarca: era su puerta de acceso, mi caballo de Troya.

Restaban los dormitorios ocupados, ínfimos espacios de pertenencia, últimos terrenos de tiempos equívocos, cuando no sabíamos cómo. Ahora, claro está, con una mano amagamos y con la otra, la misma de siempre, embolsamos, pero aprendimos, cooptamos, aliamos. Quedaba, así, la avanzada más difícil de mi campaña, y supuse, acertadamente, que el de la mujer sería el terreno más vulnerable. El brillo en sus ojos marcaba, sin equivocación, la ausencia prolongada de un hombre en su vida, al menos en su lecho, y su deseo. Siempre tuvimos la habilidad de detectar la necesidad, y provocarla hasta límites vitales. Y con el tiempo aprendimos también que donde hay una necesidad hay un derecho, pero torcido. Por ello, obré como la estirpe lo indica, regalándole fatuas baratijas que estimó preciosas y justas a su valía, puesto que estaba carente de todo aquello que yo representaba y tenía, y que hábil, maliciosa, implícitamente, le prometía en silencios que ella creía comprender de modo cabal. Le hice el amor brutalmente, domándola, clavando en las ancas de su espíritu mis espuelas terratenientes, prodigándole placeres que excedían los del sexo, que simulaban borrar fronteras y acotar las distancias que siempre existieron y existirán, Cruz y Espada en mano. Antes de dormirme, orondo y saciado, le ordené que fuera a dormir con sus hijas, porque necesitaba pensar y estar solo. Lo comprendió, o no lo comprendió, poco importa, pero se alejó, cabizabaja y silenciosa. Antes que cerrara la puerta, le exigí la llave del dormitorio a que la había confinado, y pedí secamente que por la mañana no hubiera ruidos que alteraran mi descanso.

Cuando me levanté actué naturalmente, como el verdadero patrón que siempre fui, en una estancia que poco a poco estaba reconstruyéndonos. Temerosas, la madre y sus dos hijas no habían salido de su habitación, esperando mis indicaciones. Con un golpe seco abrí la puerta, y les dije que ellas comprenderían, seguramente, que lo mejor era que se mantuvieran allí, encerradas, hasta que yo decidiera qué sería de ellas, lo mejor para ellas, claro está. Di las dos vueltas de llave casi de modo automático, intentando no mirar los profundos ojos de la niña, del color de la generación venidera, rebeldemente adormecidos, los ojos que vociferaban "señor malo" y "tecito", con una voz sin emociones. Inmediatamente salí, y cambié el cartel que identificaba la casa: ahora habría de designarse con el portentoso "La Argentina" de antaño. Fui a mi cocina, a tomar unos mates. Cada tanto interrumpía mis cavilaciones algún sollozo seco, que provenía del interior. Alcanzaba, apenas, con un nuevo duro golpe seco, un puñetazo en la puerta, para que esas mujeres de negras cabezas quedaran en un prolongado y nuevo silencio. Más tarde decidiría su suerte, minimizaría aún más su mínima pero molesta presencia. Algo era seguro, aunque ellas todavía estuvieran físicamente allí: la casa nunca estuvo tomada. Siempre fue nuestra, desde los comienzos. Aunque en alguna ocasión, orondos y saciados como estábamos, nos hayamos descuidado un poquito. Unos infelices y equívocos, pero por suerte pocos, años en la Historia.