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martes, 25 de octubre de 2011

Me tienen las p...alabras por el piso,diciendo con suficiencia terribles p...avadas • La palabra "presidenta" es más correcta que, por ejemplo, "cantinela" (que casi todos usan) • Pero muchos/as siguen con la misma cantilena sin fundamento • Escribo esto para no tener que volver a responder una publicación de muro o similar, y directamente vincular desde acá


Desde 2007, cuando en la campaña presidencial la Dra. Cristina Fernández (casada con Kirchner, pero no de él [1]), pidió que se la llamara presidenta y, sobre todo a partir de 2008, cuando la virulencia opositora vacua comenzó su camino al paroxismo, se hizo fácil identificar a las personas: unos, partidarios, la mencionan como presidenta y otros, opositores, como presidente, concediéndole (o impugnándole) la marca de género. Entre los segundos, no obstante, figura Verbitsky, quien con los mismos pobres e inexistentes argumentos lingüísticos, en realidad pareciera estar queriendo esmerilar el uso opositor, legitimando desde un lado aquello que desde enfrente suena a ofensa o, al menos, a arrinconamiento.

Nombrarse —poder nominarse— es básico para la constitución de la subjetividad. Si yo no puedo decir "yo", si no me es permitido decir que soy "padre" o que soy "hombre" (o "mujer", o "madre", etc.) se me está aplicando, desde y en la lengua, el poder que otros ostentan y que se quiere simbolizar y por lo tanto, cristalizar en tal impugnación. La lengua es —y se sabe desde hace un tiempo—, el espacio privilegiado (o, al menos, uno de ellos) de las luchas de sentido ya que —también se sabe, como mínimo, desde Voloshinov— los signos no son sólo lingüísticos sino también —y fundamentalmente— ideológicos.

En cualquier lengua se pueden distinguir dos reglas que restringen la creatividad: las inherentes a sus (sub)sistemas y las que dicta la sociedad [2] Entre las segundas figura, por ejemplo, aquella que indica que el hablante debe nombrarse último en las series de apelativos («Fuimos Juan, María y yo»).  Esta regla es válida en español pero no, por ejemplo, en inglés, donde el orden es exactamente el inverso. Entre las primeras se encuentran las prescriptas por la lógica de la gramática: por caso, el hecho de que los verbos transitivos seleccionen necesariamente un argumento interno (principio que explica por qué es incorrecta la oración *Juan construye) Otro caso similar ocurre si quisiéramos usar cualesquiera de las dos marcas de flexión genérica (-o / -a) en palabras de una única forma (también llamadas de género inherente, en las cuales el género se resuelve por la marcación en el adjetivo: *árbolo / *árbola). Las reglas constitutivas hacen a la lengua; las regulativas vienen desde la sociedad y, por lo tanto, son más proclives a la variabilidad histórica y cultural.

Nadie espera recibir sal como paga a fin de mes por su trabajo ("salario"); si cierto vehículo tiene doscientos caballos de fuerza ninguno busca delante de ese coche los doscientos animales. Desde siempre, en las casas pudientes hubo sirvientas y sirvientitas, aun cuando sirviente es una palabra castellana que deriva de un participio presente latino (servĭens, -entis). Si la regla del español fuera respetar la invariabilidad genérica del latín —además de provocarnos más de un problema— desde siempre debería haberse rechazado la palabra sirvienta. No sólo esto no ocurrió sino que, además, vehiculizaba significaciones claramente diferenciadas: sirviente no recubría entonces el mismo campo de sentidos que sirvienta: aun hoy, en el imaginario, el sirviente es un tipo con guantes blancos y frac, mientras que la sirvienta es una mina toda roñosa, despeinada, arrodillada, mal entrazada.

El único argumento que se suele presentar (el de que los participios presentes latinos eran, en esa lengua, invariables) atrasa, cuanto menos, mil años (del año 977 d.C. parecen ser las Glosas Emilanenses) y no explica, además, casos como el que se consignó arriba. Por otra parte, el Diccionario de la Real Academia Española —que, bien se sabe, no inventa la lengua sino que la registra determinando usos válidos, inválidos, regionales, etc. [3]— incluye la palabra presidente como de doble forma, salvo acepciones específicas que sí son sólo másculinas. (Cfr. acá) El Diccionario Panhispánico de Dudas, en el parágrafo correspondiente al género, sostiene [4]:
3. Formación del femenino en profesiones, cargos, títulos o actividades humanas. Aunque en el modo de marcar el género femenino en los sustantivos que designan profesiones, cargos, títulos o actividades influyen tanto cuestiones puramente formales —la etimología, la terminación del masculino, etc.— como condicionamientos de tipo histórico y sociocultural, en especial el hecho de que se trate o no de profesiones o cargos desempeñados tradicionalmente por mujeres, se pueden establecer las siguientes normas, atendiendo únicamente a criterios morfológicos:
a) Aquellos cuya forma masculina acaba en -o forman normalmente el femenino sustituyendo esta vocal por una -a [...]
b) Los que acaban en -a funcionan en su inmensa mayoría como comunes [en cuanto al género] [...]
c) Los que acaban en -e tienden a funcionar como comunes [v. gr., terminación común para ambas formas], en consonancia con los adjetivos con esta misma terminación, que suelen tener una única forma (afable, alegre, pobre, inmune, etc.): el/la amanuense, el/la cicerone, el/la conserje, el/la orfebre, el/la pinche. Algunos tienen formas femeninas específicas a través de los sufijos -esa, -isa o -ina: alcalde/alcaldesa, conde/condesa, duque/duquesa, héroe/heroína, sacerdote/sacerdotisa (aunque sacerdote también se usa como común: la sacerdote). En unos pocos casos se han generado femeninos en -a, como en jefe/jefa, sastre/sastra, cacique/cacica.
Dentro de este grupo están también los sustantivos terminados en -ante o -ente, procedentes en gran parte de participios de presente latinos, y que funcionan en su gran mayoría como comunes, en consonancia con la forma única de los adjetivos con estas mismas terminaciones (complaciente, inteligente, pedante, etc.): el/la agente, el/la conferenciante, el/la dibujante, el/la estudiante. No obstante, en algunos casos se han generalizado en el uso femeninos en -a, como clienta, dependienta o presidenta. A veces se usan ambas formas, con matices significativos diversos: la gobernante (‘mujer que dirige un país’) o la gobernanta (en una casa, un hotel o una institución, ‘mujer que tiene a su cargo el personal de servicio’).

La cita anterior permite comprender algunas cuestiones: en primer lugar, que los llamados participios presentes latinos son, en español, nombres (sustantivos o adjetivos) de terminación en -e, y siguen, por ello, las reglas flexionales correspondientes. En segundo lugar, que ambas formas genéricas pueden ser válidas, en la medida en que los cargos y dignidades aludidas sean o ya hayan sido ocupados por mujeres —algo que, sabemos, tarda más que la Iglesia en pedirle perdón a Galileo—: en definitiva una cuestión social, antes que lingüística.

En este aspecto, la R.A.E. no es novedosa: ya el genial Andrés Bello había anotado que «En los sustantivos que significan empleos o cargos públicos, la terminación femenina se suele dar a la mujer del que los ejerce; y en este sentido se usan presidenta, regenta, almiranta; y si el cargo es de aquellos que pueden conferirse a mujeres, la desinencia femenina significa también úncamente el cargo, como reina, priora, abadesa. Mas a veces se distingue: la regente es la que ejerce por sí la regencia, la regenta la mujer del regente.»[5] Queda claro, entonces, que la variación presidente/presidenta existía ya en 1847 y que, en ese entonces, era nada más —ni nada menos— que una cuestión social la que determinaba la presencia de uno u otro morfema flexional. Era obvio que a una reina (cargo que podía conferirse a mujeres) no se le diría "la rey"; y también queda establecido que "a veces" se distinguían significados diferentes entre la terminación en -e y la forma en -a. Usos y costumbres o, mejor dicho, cosa de mujeres y de cargos y de dignidades, antes que hecho de lengua.

El único argumento que parecería tener cierto peso es el que afirma que los cargos establecidos por ley se designan tal cual son nombrados en dicho texto (por aquello de los actos de habla ejercitativos de Austin [6]). Nuestra Constitución indica en su Art. 87 que «El Poder Ejecutivo de la Nación será desempeñado por un ciudadano con el título de "Presidente de la Nación Argentina"». Esto, tomado en sentido literal, impediría que una mujer ejerciera la primera magistratura, ya que este cargo «será desempeñado por un ciudadano». A un presidente se lo puede llamar "gran presidente", "excelentísimo señor presidente" y cosas por el estilo, mas nada de esto podrá figurar en el sello que rubrica la firma —so riesgo de viciar el acto de habla [7]—. Como se ve, la cuestión de cómo nombra la Carta Magna al cargo es algo que incide sólo en el sello con el cual se firman los actos resolutivos y administrativos, pero no en la vida de la lengua y de la sociedad.

El somero recorrido anterior permite entender que la palabra presidente, en sincronía (e incluso un poco más allá de ella) es variable en cuanto al género, es decir, no está impedida para marcar con las flexiones correspondientes el masculino o el femenino (no es aquella "terminación indiferente" de la que hablaban las gramáticas escolares para referirse a la -e invariable de, por ejemplo, el adjetivo alegre) Las justificaciones diacrónicas con base en la lengua latina no se sostienen, entre otras cosas porque el castellano se ha dedicado a modificar bastante profundamente su lengua madre (testigo de ello son los fonemas cuyas grafías son z, ll y j): si hemos de justificar el uso de la presidente, por prurito de latinajo, desterremos de la lengua la palabra oreja (y volvamos a aurícula), o mejilla (y regresemos a maxilla, pronunciando [mak-sil-la]), o calabozo (y emitamos la casi irreconocible calafodium). Aquellos —y, sobre todo, aquellas— colonizados/as por el mundo machista u obcecados/as por la envidia y el rencor, que creen que negando la palabra niegan la entidad y la legitimidad, yerran —y fiero. Y no lo digo yo. Lo afirman Andrés Bello, Rufino J. Cuervo, Amado Alonso, la Real Academia. Y también Cristina Fernández, claro está.


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NOTAS
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[1] Según CFK misma lo explicara en aquel Congreso del PJ en Paque Norte (2004), en que Hilda dijera de sí misma que ella sí era un chiche de Duhalde.
 
[2] O, como Searle distinguió para los actos de habla, reglas constitutivas y reglas regulativas.

[3] «La validez de una forma precede necesariamente a su aceptación. La Academia registra que es correcta, no decreta que lo sea; no creamos que el termómetro es el que origina el calor». Alonso, Amado (1938): Castellano, español, idioma nacional; Buenos Aires, Losada

[4] Disponible en GÉNERO (El destacado es nuestro).  Similares consideraciones incluye la actual gramática de la lengua en el § 2.5j (RAE (2010): Nueva gramática de la lengua española; Madrid, Espasa Calpe: Tomo I, pág. 101)

[5] Bello, Andrés (1847): Gramática castellana destinada al uso de los americanos; Caracas, Ministerio de Educación (1972): pág. 52. (El destacado es nuestro). Rufino J. Cuervo, en la Nota 20, agrega: «Hoy damos con más frecuencia que antes terminación femenina a sustantivos en ante, ente de origen participial. Sirviente, por ejemplo, era invariable [...] Lo mismo confidente, cuyo femenino confidenta aun no tiene el pase de la Academia, aunque desde el siglo XVIII lo usan escritores respetables. Pero muchos hay que no admiten la inflexión en a, ya sea porque comúnmente sólo se aplican a hombres, como estudiante (lo mismo sucede con vejete entre los ete) [destacado nuestro], ya porque en la vida práctica no hay necesidad de distinguir los sexos, cual se ve en oyente [...]»

[6] Austin, John (1962): How to do things wirh words; Oxofrd University Press. Versión castellana: Austin, John (1971) Cómo hacer cosas con palabras; Barcelona, Paidós (4ª reimpresión, 1996): pág. 203

[6] Austin (op. cit., Conferencia II, págs. 53 a 65) caracteriza y subcategoriza los infortunios, es decir, los actos de habla nulos, carentes de validez, infelices; entre ellos, los actos viciados.