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sábado, 12 de febrero de 2011

Disputas en la lengua

Decir el poder y poder decir • Apuntes acerca del uso de la lengua • Hacia una ética del discurso de las minorías


La visión generalizada (y, por ello mismo, ingenua, naturalizada) que tenemos acerca de la lengua —el idioma— es que ésta es un vehículo de comunicación, más o menos sencillo y simple, por ser un instrumento de uso cotidiano y casi automático; también, se la suele considerar la materia con la cual se forma el pensamiento (o que ES el pensamiento, a secas) Muchas veces, incluso, ambas características se involucran, y así es común escuchar, por ejemplo, que un adolescente de cultura rocha (un "pibe chorro") se expresa pobremente, y que esto se debe a ciertas carencias en sus estructuras de pensamiento. Ambas concepciones fueron planteadas sistemáticamente por primera vez en la filosofía griega, hace más de dos mil años, pero desde el segundo cuarto del siglo XX han sido fuertemente cuestionadas con argumentos que resultan irrebatibles¹. Las consecuencias de este modo de entender el lenguaje se hacen presentes incluso hoy por hoy, y esto abarca no solo aspectos de tipo sociolectal (es decir, variedades de lengua fundadas en variables sociales, como el anterior ejemplo del adolescente), sino también dialectal (variedades lingüísticas en correlación con cuestiones geográficas, como cuando se escucha a alguien decir que propinará "un sopapo por su cara", una influencia del sustrato guaraní en las características del español del Paraguay y de nuestra Mesopotamia) y hasta de registro (paradigmáticamente, ciertos usos de la escritura, como por ejemplo los mensajes de texto, donde se debe privilegiar la abreviación de palabras y la supresión de caracteres para un menor costo en el envío)

La naturalización de esta concepción de la lengua como instrumento de comunicación y de pensamiento orienta nuestra interpretación cotidiana de las interacciones discursivas y, por esto, de nuestra evaluación de quién es el que habla/escribe y quién el que escucha/lee: quiénes somos, en definitiva. Y no sólo en la dimensión más superficial: quiénes somos socialmente; quiénes somos para los otros y quiénes son los otros para nosotros; desde qué lugar (simbólico) participo o participan, etc. La lengua, aun aceptando que está involucrada en la comunicación y en el pensamiento, es otra cosa: en última instancia, el medio privilegiado que utiliza la humanidad, cualquier sociedad, para establecer, transmitir, conservar o combatir las relaciones de poder en su cultura².

En definitiva, estamos expuestos a nuestra visión del mundo, y esa visión se expresa en y por el lenguaje. Los parámetros con los cuales evaluamos el mundo de la vida constituyen la ideología, y la lengua es su usina: todo, en la lengua, expresa, construye, revierte, ideología; ni siquiera LA ideología, puesto que estamos cruzados por diversos sistemas de creencias a los que podríamos llamar, con Foucault, formaciones ideológicas³. Como ya afirmara V. Voloshinov (presumible seudónimo de M. Bajtin) en 1929, la lengua está conformada por signos ideológicos, es decir que más allá de su significado de diccionario, las palabras, las frases, las oraciones, vehiculizan el sistema de creencias desde el cual han sido producidas.

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Es un hecho obvio que los sujetos establecemos de qué modo queremos ser nombrados: el padre de un niño, por ejemplo, corrige a su hijito cuando este lo llama por su nombre, en vez de decirle "papá". Esto es porque hemos incorporado la potencia que tiene la enunciación del lenguaje como constitutivo de la subjetividad y, con ello, la productividad que tiene en la instalación de determinadas relaciones (ideológicas) de poder. En este sentido, es explicable por qué le cuesta tanto a un adolescente, por ejemplo, asumirse como gay: esa asunción implica nombrarse, enunciarse, colocarse en determinadas relaciones sociales (y por esto, ideológicas), desde las cuales, a partir de entonces, ese adolescente hablará y escuchará, pero también se le hablará y se le escuchará.

Si el acto de nombrarme y de ser nombrado es constitutivo de mi yo, este será uno de los espacios privilegiados para la disputa (simbólica) del poder: estaremos los que tenemos derecho a nombrarnos y ser nombrados y los que no, aquellos/as que serán denominados de un modo como no quieren: precisamente, para marcarles la cancha, para cristalizar la etiqueta de la otredad. Y en este dinamismo, es seguro, los que "tenemos" ese derecho no lo gozaremos en otras ocasiones, aunque eso no suela ser fácilmente entendido cuando se ha naturalizado que el otro es EL OTRO, pero nunca mi propio YO.

El caso de las personas travestis, en este sentido, es paradigmático. Tomando en cuenta que "travesti", en tanto apócope de "travestido", no tiene en su morfología marcas de género (no existe la oposición travesti/travesto, travesto/travesta, etc.), hablar de UN travesti es hacer referencia a CUALQUIER HOMBRE ("un") que se ha travestido, es decir, ha traspado las vestimentas de hombre (y atendiendo a la clasificación genérica binaria, por lo tanto se ha vestido como mujer); UNA travesti sería, por las reglas gramaticales, CUALQUIER MUJER que se ha travestido, es decir, utiliza ropas de hombre. Pero, como hemos estado desarrollando anteriormente, la lengua no realiza simples e ingenuas rotulaciones de la realidad, sino que al mismo tiempo que clasifica, inserta las evaluaciones (ideológicas, sociales) de esa realidad: en su inalienable derecho a decidir cómo nombrarse y ser nombradas, los hombres travestis que piden ser denominados LAS travestis no sólo disputan contra las reglas (y la lógica) de la gramática del español. ¿Cuántos de nosotros, no obstante, nos empeñamos en no usar el artículo "la", y decirles "LOS travestis", y hasta damos explicaciones más o menos sofisticadas para justificar esto? ¿Quiénes somos, y desde qué lugar (de poder) nos constituimos en defensores de las reglas de concordancia nominal del español, en desmedro del modo como ciertas personas optan por ser denonimadas?

Tomemos otro aspecto: el insulto. Incluso cuando se alude a la madre, o a la hermana (pertinentes también en lo que estamos tratando) la mayoría de los insultos hacen referencia o apuntan a cuestiones relacionadas con la sexualidad. Está claro que el insulto lo es porque clasifica de otro modo la realidad, una manera ofensiva y provocadora en la que se busca desajustar la (auto)percepción. Por ello, muchas veces se resignifica, y recubre espacios semánticos en los cuales atenúa el valor ofensivo, pero refuerza su función clasificatoria. Un caso notorio es el de "culo roto": no se trata de estigmatizar una modalidad de la sexualidad (la del sexo anal) que, por otra parte, es la panacea a la que todo varoncito quisiera acceder sino que, antes bien, lo que se busca es reforzar la idea de pasividad y con ella, la de minusvalor en la hombría (no se le dice "culo roto" a una mujer); paradójicamente, esta expresión (como otras, más o menos equivalentes: "Mi jefe es un culo roto" / "Mi jefe es un puto") es frecuentemente enunciada por hombres que se asumen como homosexuales pasivos, vale decir, personas atrapadas por una clasificación que, incluyéndolos, los ratifica y naturaliza en una relación de poder establecida socialmente como inferior. ¿Desde qué lugar el enunciador que, en sus prácticas sexuales cotidianas, se asume como homosexual pasivo, puede disputar o confrontar con las evaluaciones heterosexistas, cuando él mismo utiliza, para juzgar el mundo, ese sistema de categorías que lo clasifica y estigmatiza a él mismo? Algo similar sucede en la lengua de la cultura (el sociolecto) gay, al referirse a la mujer como "concha" (aludiendo a su genitalidad, no al caparazón de moluscos o crustáceos): por una operación de sinécdoque, la mujer es clasificada en su genitalidad y reducida a ella, focalizándola allí donde el hombre gay vendría a sentirse interpelado; la estrategia discursiva consiste en restarle rasgos humanos, cosificar a la mujer, reduciéndola. ¿Se refiere un gay del mismo modo a los hombres, diciendo, por ejemplo, "Entonces vino una pija y me dijo que me fuera"? ¿Es el mismo valor peyorativo y reduccionista que el que se vehiculiza cuando se los nombra como "un chongo"?

Un último caso que quisiéramos desarrollar tiene que ver con el uso de la palabra blanquear, cuyo significado de diccionario es «Poner blanco algo» y también «Ajustar a la legalidad fiscal el dinero procedente de negocios delictivos o injustificables» (D.R.A.E.) Por extensión, se suele decir que, por ejemplo, alguien ha blanqueado una relación extramatrimonial, es decir, la ha dado a conocer, le ha dado legalidad o visibilidad. En todos los casos, se parte del supuesto de que "lo blanco" es el símbolo por excelencia de la pureza (símbolo que, por su parte, es una típica construcción cultural) y por lo tanto blanquear se constituye en un verbo de naturaleza resultativa, es decir, una acción que denota el resultado de un proceso llevado a cabo por un agente, que afecta así a cierto objeto: alguien realiza una acción que da como resultado una transformación sobre algo que no necesariamente es el mismo agente. Dicho de otro modo: alguien efectúa algo que transforma lo negro (lo oscuro, lo impuro) en blanco (en puro). Así es como puede comprenderse que alguien diga de otra persona (o de sí misma) que "blanqueó que es gay": estando en un estado impuro, oscuro (gay a escondidas) ahora se ha purificado, pues ha dado a conocer su homosexualidad (ha permitido que se lo clasifique). Típica categoría (y por lo tanto, evaluación) heterosexista, ¿desde qué lugar alguien que se asume como gay puede afirmar que su condición de "gay no visible" era impura u oscura? ¿Era otro tipo de homosexualidad la que poseía antes de hacer su salida del armario? ¿Se consideraba "impuro" anteriormente, y se considera "purificado" ahora? ¿Con respecto a qué o a quiénes?

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Como hemos intentado apuntar, el uso del lenguaje no es inocente, ni inocuo: no es un simple instrumento de comunicación ni de pensamiento. Comprender los mecanismos de esta lengua que nos constituye y sujeta, deconstuirlos y desautomatizarlos, es el primer paso para una verdadera política de reconocimiento. Se podría pensar que esto traería aparejado una situación de ilusoria igualdad discursiva, una especie de lenguaje políticamente correcto por el cual no se expresarían abiertamente las categorías de ver el mundo que, no obstante, seguirían estando presentes en la sociedad. Puede que así fuera, pero al menos no se las estaría reforzando en y por el discurso.

Por otra parte, como hemos afirmado, dado que el lenguaje es ese espacio de disputa de las formaciones ideológicas, ser un enunciador crítico permitiría esbozar claramente esos espacios de tensión, y al delimitarlos, confrontarlos mejor. Si la opción no es militante, es decir, no es confrontar, al menos es válido ser conciente de esos mecanismos, y desembarazarse de naturalizaciones que colocan al OTRO en el lugar donde las minorías sexuales también son colocadas: la reproducción acrítica del discurso y de sus signos ideológicos. No obstante esta actitud ética frente al discurso, es posible pensar en el uso del lenguaje como actividad humana que transforma la praxis. Con la reforma a la ley de matrimonio civil, por ejemplo, ¿qué impide —una vez despojada la institución matrimonial de su relación con lo biológico-genital— llamar "madre" o "padre", indistintamente, a cada uno de los dos varones o mujeres que conforman esa pareja, según los roles —culturales, afectivos, etc.— que cada uno de ellos asuma al interior de esa familia? César Aira, en su excelente nouvelle Cómo me hice monja, extrema esta posiblidad, insertándola en las condiciones de posiblidad de la sociedad de hace unos treinta o cuarenta años:
En el grado éramos cuarenta y dos (cuarenta y tres conmigo, pero a mí la maestra no me tomaba asistencia ni me dirigía la palabra ni me mencionaba nunca); eran cuarenta y dos en mi grado imaginario. Cuarenta y dos casos distintos. Cuarenta y dos novelas. Restar uno siquiera, para tener menos trabajo, me habría resultado inconcebible. Y era un trabajo titánico. Porque a cada dislexia, encima, le había dado una génesis familiar distinta y adecuada, en los términos algo delirantes en que yo me manejaba. Pero eso muestra una curiosa intuición en una niña de seis años. Por ejemplo, el chico que dibujaba las letras en espejo tenía un papá mujer y una mamá hombre. Lo cual, además, tenía efectos sobre su rendimiento escolar, ya porque tuviera que ayudar a su mamá a hacer la comida (su mamá era un hombre, por lo tanto no sabía cocinar), y por ello no tenía tiempo de hacer los deberes, ya porque la miseria en su hogar fuera excesiva (su papá era mujer, y fallaba en el mundo del trabajo) y entonces yo debía ocuparme de que la cooperadora lo proveyera de útiles. Y así cada uno de los otros cuarenta y uno.

Como queda claro, si las condiciones materiales de una sociedad no están dadas, de nada serviría el cambio lingüístico. Sin embargo, no menos cierto es que, de no operarse una inversión en el valor de ciertos signos ideológicos, como "matrimonio", "padre" o "madre", seguirán cristalizados y fortalecidos esos sentidos que obturan la ocurrencia de otros, más acordes a la situación social (ideológica) deseada, y con ellos, al cambio. Es curioso que este tipo de usos lingüísticos de los que hemos estado tratando aquí se den u ocurran incluso entre personas homosexuales, en sus foros de discusión, sus redes sociales, etc.: esto vendría a confirmar que la potencia del lenguaje no radica en ser un simple vehículo de comunicación o la herramienta para la expresión del pensamiento pues, si fuera así, podría ser abordado, reflexionado, e intervenido políticamente de un modo más sencillo. Y es aquí donde la ética que hemos propuesto anteriormente debería materializarse.

Pero este, lamentablemente, dista de ser el caso.



NOTAS

¹ El lingüista que mejor presentó, en la década del '60, argumentos contra la idea de la lengua como instrumento de comunicación fue E. Benveniste, en su artículo "De la subjetividad en el lenguaje", publicado en Problemas de lingüística general. Allí planteó que en tanto un instrumento es una extensión de las capacidades del hombre, la lengua no podría ser considerada de este modo, ya que constituye al hombre como tal, y no es un producto exterior a él: la subjetividad se construye como tal en y a partir del lenguaje y, de este modo, sujeto y lengua no podrían ser disociados. La concepción de la lengua como modeladora o como manifestación del pensamiento fue cuestionada a partir de la llamada hipótesis de Sapir-Whorf, por la cual estos lingüistas sostienen el punto de vista conocido como relativismo lingüístico, por el cual se postula que cada lengua refleja las condiciones de su cultura, de su forma de organizar el mundo (pero, nótese, no EL pensamiento). Sin embargo, fue la lingüística generativa impulsada por N. Chomsky, a partir de 1959, la que postuló al lenguaje como un dispositivo de base genética y universal, vale decir que no tendría relación con la conformación y desrrollo de capacidades del pensamiento.

² Pensemos, por ejemplo, qué nos ocurriría si alguien —digamos, la empleada que limpia nuestra casa—, nos dice, el primer día de trabajo en nuestro domicilio, "Che, hoy no voy a limpiar los vidrios" Paradójicamente, es probable que lo primero que pensáramos no estaría relacionado con los argumentos que fundamentan esa decisión —en última instancia, el contenido del mensaje transmitido, lo cual estaría a tono con la idea del lenguaje como vehículo de comunicación, y de expresión del pensamiento—, sino algo así como "Y esta quién se cree para estar hablándome así", "Yo soy el patrón" o cuestiones por el estilo, es decir, impugnaríamos ese enunciado no por lo que dice, sino por cómo lo dice, pues esa forma subvertida de decir las cosas del mundo estaría, voluntaria o involuntariamente, confrontando con NUESTRA idea de quién somos y de qué poder (social, simbólico) tenemos.

³ Una formación ideológica puede ser entendida como el espacio donde se producen y reproducen sistemas de creencias, valoraciones, etc., que regula la aparación (o no) de otros sistemas de valores, vale decir que es un esquema axiológico en un doble sentido: al interior de la formación, estableciendo qué es lo socialmente correcto (adecuado, aceptable) y al exterior de la formación, estableciendo qué otros sistemas ideológicos son inaceptables (inadecuados, aberrantes)