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lunes, 5 de marzo de 2012

Carta abierta, pero no a Cristina


Es cierto: soy docente y no trabajo cuatro horas ni tengo tres meses de vacaciones. Y me gusta ir con zapatos a la escuela. ¿Y? ¿Desde cuándo un argumento general parte de un caso particular?

Desde el miércoles, cuando la Presidenta dio su discurso ante la Asamblea Legislativa, vengo leyendo o escuchando a compañeros/as docentes (en el Facebook, en los diarios, en las cartas de lectores, en los comentarios de las radios) y a sus repentinos defensores despotricar contra esas (desafortunadas) palabras; y digo bien: desafortunadas, pero no por su contenido, sino por su forma. Nadie, a esta altura, discute las cualidades oratorias de Cristina Fernández (se discuten sus efectos, la perlocución: si es creíble, si aburre, etc.), y una excelente oradora como ella debió haber previsto (quizás lo hizo, y quizás haya querido que se pusiera en debate esto, yo qué sé) que detractores maliciosos y simples lectores (oyentes) ingenuos se agarrarían de una frase descontextualizada y sacarían fárragos de conclusiones más parecidas a sus molinos que al discurso original. (Excurso: la arqueología de Foucault o la deconstrucción de Derrida no son eso: son métodos de análisis del discurso válidos en tanto focalizan, llevan al centro los márgenes, pero nunca descontextualizando, siempre poniendo en relación —no por nada se asume que esto es el post-estructuralismo)

Pongamos las cosas en claro: no tenemos tres meses de vacaciones; dependiendo del nivel o modalidad de que se trate (primaria, secundaria, superior, etc.) tenemos más o menos desde el 24 de diciembre hasta el 10 de febrero (para redondear: algunos van todavía a mesas el 29 de diciembre; otros se reincorporan el 18 de febrero). Digamos, unos cincuenta días. Más otros quince en invierno. Tampoco tenemos una jornada laboral de cuatro horas diarias (o veinte módulos semanales), pero también es cierto que el laburo en el hogar no es de otras cuatro horas diarias (u otras veinte semanales) como para compensar el uso corriente en el resto de la legislación. Tampoco tienen jornadas de esta extensión los maquinistas de subterráneos, por ejemplo, y muchas otras profesiones y ocupaciones que se consideran de impacto para la salud. Tampoco nos jubilamos con la misma edad, y eso en alguna medida nos convierte en "jubilados de privilegio", si bien es cierto que para jubilarnos antes aportamos más porcentaje durante nuestra vida laboral activa.

La mayoría laburamos en condiciones edilicias de mierda o, cuanto menos, indignas. Y nos tenemos que hacer cargo de todo. Al momento de renunciar (agosto de 2011), por estos motivos, a la dirección de escuela que ocupé desde 2004, teníamos 500 pibes/as y más de 150 agentes en el personal, en la planta alta de un edificio que fue diseñado para educación primaria (y que sigue estando, pero reducida y acorralada en la planta baja) con sólo un baño por sexo, con cuatro inodoros por baño. Y sólo dos personas para conducir y llevar adelante todo eso (y era afortunado: otras escuelas, de idénticas características, aún no tienen vicedirector). Ni hablemos de bibliotecarios, ayudantes de laboratorio (teniendo laboratorios instalados y más o menos equipados), preceptores, integrantes de Equipo de Orientación Escolar (antes llamado "Gabinete"), auxiliares ("porteros"), mesas, sillas, pizarrones. Todo esto es verdad, y en esto radica el infortunio en la forma discursiva a que aludí antes: es imposible, por ejemplo, hablar de ausentismo si no se habla del desgaste que estas condiciones materiales producen (y si no se habla de abuso, vamos). Condiciones materiales, insatisfechas, que se refieren a las escuelas tal como fueron inventadas en el siglo XIX; ni hablar de las condiciones que podríamos imaginar o que necesitamos para este comienzo del siglo XXI.

No mencionar lo anterior, no reconocer que en lo peor del estallido (y antes, porque la debacle social, y por lo tanto educativa, no empezó en diciembre de 2001 sino a mediados del sultanato) fuimos los docentes los que en buena medida sostuvimos las escuelas como lugar de inclusión social (con excepciones, y todos también lo sabemos: hay escuelas públicas que continúan creyendo que forman a la élite, como la concepción sarmientina lo instauró), y que en gran parte la seguimos sosteniendo, incluso porque naturalizamos estas condiciones de mierda y, así, inercialmente seguimos, fue —creo— el error del discurso de la Presidenta; pero si lo hubiera dicho, hubiese acrecentado los minutos de internvención que ocupó, y que con tanto deleite midieron, hasta con software contador de palabras. El error, entonces, fue dar por obvio lo obvio, y por eso obviarlo.

(Excurso II: no voy a considerar la falacia de raíz antidemocrática que se alza últimamente, referida a una supuesta relación entre el sueldo de un legislador y las veces que representa en relación con el sueldo docente; bien podríamos calcular cuántos salarios mínimos representa el salario de bolsillo de un docente y pedir, en consecuencia, que se nos rebaje. Un diputado o senador tiene en sus manos la legislación de un país; nosotros tenemos en nuestras manos las generaciones futuras: cada oficio o profesión, entonces, debe ser mensurado y valorado en sí mismo. Cualquier otro tipo de "relación" está tendenciosamente orientada a concluir en el hecho de que o que el Congreso no sirve —y entonces, pensemos en monarquías— o que la educaciónes irrelevante)

La derogación de la Ley Federal de Educación con la actual Ley Nacional de Educación; la Ley de Financiamiento Educativo; el programa Conectar-Igualdad (lo más parecido a una política educativa para el siglo XXI); la Asignación Universal atada a la obligatoriedad de la educación; los reiterados y sistemáticos aumentos al salario, con sus fondos de garantía para evitar las dolorosas diferencias de otros tiempos; el mantenimiento del Fondo de Incentivo Docente, a pesar de haberse sancionado la Ley de Financiamiento Educativo (que, es cierto, constituye una suma en negro, que no aporta, pero que sigue siendo un paliativo); las más de mil trescientas escuelas, que por supuesto que no alcanzan pero suman, y cómo; y hasta el simple hecho de haber tenido como Ministros de Educación no a economistas sino a personas que realmente salen de la actividad educativa, con credenciales inigualables (como en el caso de Filmus), son datos que muestran que lo obvio era obvio, y que el texto está siempre ligado al contexto. Sin embargo, detractores maliciosos y simples lectores (oyentes) ingenuos hacen caso omiso y, de buenas a primeras, sacan fotos y mensajes y consignas y "humoradas" que invitan a pensar que, de no haber dicho Cristina Fernández lo que dijo, el desquiciado sistema educativo ¿nacional? estaría perfecto. ¿No es mucho? Siempre es bueno separar la paja del trigo, y hacer lectura crítica. Al menos, los docentes siempre nos jactamos de ello.