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martes, 27 de julio de 2010

El buen salvaje

Un nuevo cuento


Como siempre me ocurre en los períodos en los que no trabajo, desfasé mis horarios de sueño y ahí estuve, esa noche, despertándome a la madrugada, luego de dormir seis horas. Me había acostado sabiendo que me quedaban pocos cigarrillos, y proponiéndome que dejaría de fumar. Salí de la cama, puse la pava al fuego, tomé unos mates, encendí –nuevamente– la computadora para hacer las mismas cosas de siempre (revisar correo, ver quién estaba el en MSN, en el Facebook, en los foros) y terminé los pocos puchos que quedaban. La primera acción relacionada con el-mundo-fuera-del-monitor que hice fue vestirme y salir a la calle a buscar, a las dos de la mañana, un kiosco abierto.

Hacía mucho frío. Tendría que ir con el auto, pensé; pero decidí que una caminata extensa no me haría nada mal: vestido a las apuradas con la ropa del día anterior y sin lavarme la cara. No salía de casa desde ese día, cuando también fui a comprar cigarrillos, pero al negocio de la esquina. En la madrugada barrial las cosas se hacen distintas, y yo sabía que podría recorrer más de veinte cuadras hasta encontrar, en la noche del lunes al martes –la más muerta de la semana– algo abierto. Pero no me importó.

Caminé hacia la avenida que tengo a tres cuadras yendo por el medio de la calle, para evitar la oscuridad bajo los árboles de la vereda. Uno va cambiando sus rutinas a medida que los noticieros alarman sobre lo que sucede, a veces, a unos pocos metros de casa; últimamente mi barrio aparece mencionado en las noticias policiales casi diariamente. No dejé encendida la luz de la puerta de calle, para que no se notara que me había ido –dentro de un mes, probablemente, lo que haré será dejarla toda la noche, cuando yo esté adentro. Uno sabe que son previsiones inútiles, y que más temprano que tarde volverá a realizar las mismas acciones; si alguien estuviera estudiando con tiempo suficiente los movimientos de una casa, enseguida encontraría los patrones regulares que indicarían, incluso, cada cambio de hábitos. No hay muchas opciones, aun combinadas: dejar la luz encendida o apagada, cerrar de uno u otro modo las persianas que dan a la calle, hacer que una radio o un televisor emitan sonido: en algún momento, no obstante, el chomskyano ladrón accederá a estos parámetros que dan cuenta de los principios que subyacen, y de la sintaxis que los articula.

En el camino comencé a analizar si tomaría por Villegas hacia la izquierda, o hacia la derecha. Un auto apareció a lo lejos, de repente y a mucha velocidad, y me tuve que volver a la vereda; lo primero se me ocurrió fue que se detendría y me asaltarían o, quizás peor, intentarían llevarme de recorrida por diferentes cajeros automáticos. En ese segundo que transcurrió entre que me movía y pensaba mi futuro inmediato, caí en la cuenta de que los asaltos exprés habían sido algo en boga a principios de siglo, pero que ya no se informaba sobre ellos y que, por lo tanto, no sucedían. Además, no tenía encima más que los justos doce pesos para comprar, así que en todo caso me levantarían, intentarían llevarme a casa, me resistiría y moriría heroicamente dentro del auto que ya tenía fatalmente frente a mí; la mujer que conducía, visiblemente asustada por manejar a la madrugada, moviendo la cabeza para todos lados, me miró con desconfianza y se fue más rápido todavía.

Ya nuevamente en el centro del asfalto, volví a la cuestión de si tomaría hacia la izquierda, hasta San Martín, o a la derecha y llegar a Mosconi. Villegas va en diagonal, por lo tanto, de uno u otro modo podría, en caso de no encontrar un negocio disponible –lo más probable– ir de una avenida a la otra, cerrando el triángulo que forman las tres. Por la izquierda tenía dos posibilidades: el kiosco de la puta y, más allá, el del transa. En ninguno de los dos casos me consta que sean lo que digo, pero alcanza con la suposición para rotularlos fácilmente y así organizar más rápidamente los pensamientos. Yendo a la derecha tenía que caminar aproximadamente la misma cantidad de cuadras hasta llegar a la placita, donde probablemente hubiera pendejos fumando porro; gracias a ellos, alguno de los dos kioscos de ahí estaría abierto. Decidí ir a la plaza, sobre todo porque creía recordar que hace un tiempo, también en una madrugada de martes, no encontré señales ni de la trola ni del chabón que vende droga.

Caminar y escribir sin rumbo, sin un destino específico, prefijado, es poco menos que una aberración, pensé repentinamente, un repliegue que el capitalismo no se puede permitir: un ocio completamente improductivo y nocivo. La primera parte de la idea ya la tenía resuelta: ahí estaban Baudelaire, Bejnamin, Sarlo y el concepto de flâneur; en cambio, la segunda cuestión me dejó pensando unas cuadras, ya que necesitaba más elaboración. Al dar la vuelta por Villegas, un flaco hablaba con una chica en la puerta, como si dijéramos que se hubiese extrapolado un antiguo zaguán a estos tiempos. Las veredas anchas me permitieron ir alejándome de los frentes de las casas, como para –por las dudas– cruzar en caso de que no fuera una pareja sino un arrebatador que disimula ante mi presencia. Cada vez más cerca, confirmé que se trataba de dos personas conocidas –o de un muy buen actor. Estoy cada vez más atrapado en la treta mediática de creer que acá pasa de todo, me dije, seguramente es una especie de plan para hacer bajar el valor de los inmuebles; Magnetto o De Narváez deben de tener intereses en empresas constructoras: se les hace fácil hacer circular cualquier huevada sobre la zona, una y otra vez. Hay lógicas de la paranoia que son implacablemente precisas, evidentemente, y funcionan como sustrato de la cotidianeidad; si no, no se explicarían tantas rejas en las casas: ¿cuántos ladrones entran por la ventana más expuesta del frente?

Siempre que camino miro las fachadas de los edificios; no sé nada de arquitectura o de construcción, pero me gusta ver tal o cual resolución de una edificación, como si algún día fuera a vivir en una casa construida o planeada por mí. Es una manía estética, una de tantas que tengo, y que –estoy seguro– son la explicación de mi soledad. Un tipo como vos: con facha, con casa propia y sin hijos, a tu edad, y que encima vive con una gata, es puto –me dice siempre mi gran amigo Ale, cerrando el chiste con una risa estridente y acomodándose alevosamente el paquete de la entrepierna. Ya desistí de aquel primer impulso de explicarle científicamente que decir eso, acompañando las palabras con su tic característico, podría ser interpretado como una especie de necesidad inconsciente de ratificación de su propia hombría, o como una pícara proposición: sé que jamás comprendería la intención puramente aséptica de mis palabras, por más cuidado que pusiera en desarrollarlas; eso confirma, también, que es necesaria una semiótica de la interpretación y que Occidente, desde la retórica griega para acá, se malgastó demasiado tiempo en desentrañar las obviedades que fundamentan al discurso desde el punto de vista de la producción.

Llegué a la placita y estaba todo, absolutamente todo, cerrado. Tomé por Mosconi como volviendo para casa, con la idea de doblar en cuanto encontrara un kiosco, o llegar hasta San Martín. Una cuadra más adelante y en dirección a mí, se veía venir a cuatro muchachos. Caminaban rápido, se asomaban a los negocios y trepaban por los rombos metálicos de sus cortinas protectoras, pateaban bolsas de basura y revisaban el contenido de las cajas con deshechos. Estaba entregado: si cruzaba, dejaba en evidencia que había descubierto su intención, y no les costaría nada irse a la otra vereda también ellos, mostrándome a su vez lo ridículo de mi decisión; si seguía caminando por la misma mano, inevitablemente me los cruzaría, en pocos segundos. Podía imponer mi tamaño físico, precisamente marcando mi coraje en el hecho de no haber ido enfrente, y hasta podía agarrarme a las piñas: ellos no tenían por qué saber que hace más de veinte años que no lo hago y que estoy absolutamente fuera de forma. A medida que se acercaban, iba reconociendo mejor su fisonomía: eran dos o tres nenes, de no más de 11 años, y uno o dos que tendrían, a lo sumo, 14 ó 15. Eso me alivió sólo fugazmente, porque entendí enseguida que con esas edades, ningún chico con familia estaría deambulando por la calle; me preparé, entonces, para lo inevitable.

Pasaron por al lado mío corriéndose entre ellos en dirección a la plaza, que había quedado a media cuadra de distancia: Eran unos nenes jugando, a la madrugada. O quizás mi plan resultó exitoso e impuse mi presencia con actitud. Sea como fuera, cuando pasé por al lado de un auto estacionado que estaba subido a la vereda, me apoltroné detrás de él y miré para atrás: los pibes se balanceaban en las hamacas. Seguí caminando un poco más tranquilo, relatándome los sucesos mentalmente, como si le estuviera dictando un texto a otro, a lo Borges. Muchas veces me sucede que pienso que tendría que llevar algún aparatito que grabara lo que pienso, diciéndolo en voz alta. En ese momento, justamente, se me ocurrió que se podría escribir una novela, sobre la base de una cierta cantidad de capítulos que fueran, a su vez, cuentos autónomos, cerrados en sí mismos y que, no obstante, formasen una unidad mayor. En cuanto creí que era algo que revolucionaría las letras del siglo XXI me di cuenta de que eso ya estaba, por lo menos, en el Lazarillo. Entonces comencé a desarrollar más en profundidad la idea que me podría llenar de guita, pero se me vino alguien encima, repentinamente, desde la esquina.

Era una pendeja; no tendría más de 16 años, abrigada con una campera que –se notaba– no atemperaba el frío de la noche. Me preguntó si no tenía cinco pesos, y agregó como sin ganas que haría lo que yo quisiera si le daba la plata. Las calles que cruzan la avenida son oscuras, y no pasa nadie a esa hora. Le expliqué que había salido con la cantidad justa para comprar los cigarrillos y –aunque podría haber resignado un paquete y haberle dado ese monto en justa paga por el servicio que ofrecía– me quedé parado, callado, esperando que ella respondiera algo y tomara la iniciativa de chupármela gratis, por el hecho de ser yo. La piba, ausente de todo, pegó la vuelta y volvió a su refugio original, a la espera de otro transeúnte y de más suerte. Yo sentí mellado mi aura y arranqué a caminar, bruscamente ofendido.

A mitad de cuadra, por suerte, encontré un kiosco nuevo. No lo tenía registrado porque la vez aquella cuando el transa y la puta no estaban, no pude comprar ahí la marca que fumo. Esta vez sí había, así que abrí desesperado un paquete y encendí uno; inmediatamente sentí como el humo llenaba mi cuerpo, que el aire frío de la noche había ya oxigenado demasiado. Hice media cuadra más y doblé a la derecha, por otra callejuela solitaria, hasta Villegas. Mi paso era más sereno, y como hacía mucho tiempo que no salía a caminar más de veinte cuadras, comencé a notar que mis piernas fofas se tonificaban un poco; así que intenté recuperar el ritmo con que había estado recorriendo el barrio, para aprovechar el ejercicio aeróbico mientras fumaba.

Justo llegando a la esquina con la avenida, estaba parado un tipo, con uno de esos carros donde llevan trastos y cosas que van encontrando en el cartoneo nocturno. No tenía aspecto de ciruja, y podría decirse que estaba bastante bien vestido –aunque eso, claro está, se sabe, no significa nada. Recostado sobre su armatoste, justo en la esquina opuesta a la que yo estaba llegando, lo tuve frente a mí todo el tiempo, hasta doblar a la izquierda: el suficiente como para estudiarlo; él, notoriamente, también me analizaba: me miraba de arriba abajo o, mejor dicho, fijamente, pero con seguridad estaba escaneando si llevaba algo de valor encima. Debo reconocerlo, salí vestido con lo primero que encontré, y el conjunto era cuasi ridículo: zapatillas marrones, un pantalón Christian Dior color crema y un Ralph Lauren marrón claro con rayas horizontales en blanco y tostado, sobre el cual me puse una campera negra; me sentía como si hubiera ido a la calle con un pijama, desesperado, a comprar cigarrillos. Me tranquilizó saber que mi aspecto era más el de un sonámbulo con insomnio que el de alguien que lleva reloj de oro; no obstante, me terminó de aliviar ver que, cuando pasé justo por la esquina, me sonrió lasciva y descaradamente: nunca me pasó que en una misma noche, y por unos pocos pesos, se me insinuaran dos personas.

Ya caminando hacia mi casa pasó por la avenida un colectivo, el primero que vi en toda la travesía. Por un minuto pensé en llegar, agarrar monedas, volver a salir y esperar hasta que viniera otro, para ir sin rumbo hasta donde fuera, ya que seguramente no dormiría en toda la noche. Probablemente terminaría en Liniers, donde el panorama nocturno es mucho más desolador –y peligroso– que en mi barrio, lleno de borrachos bolivianos y paraguayos. Desistí, y volví a confirmar que aborrezco los viajes y la escritura que no tienen un destino claro y planteado de antemano. Me respondí, impugnándome, que eso era un puro fatalismo determinista y una especie de apostasía del libre albedrío, y entonces intenté retomar la idea con que había salido de casa. Cuando empezaba a profundizar en esto, y llegando a la misma calle donde, en Mosconi, estaba la pendeja, la reconocí o, mejor dicho, vi a alguien con su misma ropa, casi a una cuadra de distancia: estaba con otro, parados los dos, seguramente arreglando la tarifa o los detalles de la transacción. Crucé pensando que alguien, en ese momento, terminaría lo que no empecé, y al caminar unos pocos metros ese alguien, precisamente, me agarró fuerte y de sorpresa por atrás.

No me dio tiempo a nada, porque me rodeó el cuello con su brazo derecho, mientras que con la mano izquierda tiraba para atrás mi propio brazo, obligándome a inclinarme hacia adelante, hasta casi llegar al suelo. Me puso un pie sobre la espalda y soltó mi brazo; mientras me decía que le diera todo lo que tenía, pude ver que tenía un revólver. Indudablemente, esto mismo me habría sucedido de haber aceptado la propuesta de la piba, en aquella otra esquina; no sé por qué, en lugar de pensar una respuesta coherente e intentar calmarlo, me acordé vagamente de un cuento donde un tipo es engatusado por una trola, a la madrugada, y termina siendo cagado a piñas por un negro que era policía y, a la vez, su hermano. Eso me paralizó un instante; supongo que mi silencio descolocó al pendejo, que me dijo:
–¡No entendés, gil, que te voy a matar: dame todo lo que tenés!

Una vez más en esa noche estaba obligado a responder que había salido con lo justo, que lo único que tenía encima era dos paquetes de puchos, uno recién abierto y otro intacto; podría haber agregado que eso era suficiente para alguien como él; o que lamentablemente se había equivocado de persona, y que el transa que vendía pasta estaba en el kiosco de dos cuadras más abajo; o que mejor se dedicara a estar con la pendeja –a todas luces, su cómplice– y se la hacía mamar ahí mismo, en la calle, que era un espacio urbano que él seguramente conocía al detalle. Tuve que frenar todas esas palabras, que querían salir como borbotones de desesperación, temor y coraje resentido, y sólo pude responder:
–No tengo nada, fijate si querés; más allá hay un kiosco abierto, ahí dejé la poca guita que traje…– Fue lo más sutil y políticamente correcto que me salió, dadas las condiciones de enunciación. Con menos sofisticaciones, me contestó:
–¿Qué, me estás descansando vos, gato, te creés pillo? ¡Te estoy diciendo que te quemo, salame, rescatate! –Era, indudablemente, un exquisito compendio sociolectal, un perfecto trabajo de campo: la academia, por fin, se acercaba a la calle. Lástima que no pasara un patrullero con las cámaras de algún programa televisivo… Así las cosas, lo único que atiné a sugerirle fue que me revisara, así comprobaba que le decía la verdad. Se ve que tuvimos la misma idea, porque mientras se lo decía, ya me estaba palpando los bolsillos del pantalón y la campera.
–Bueno sacate la campera y dame las llantas, gil. Y apurate que me está esperando la pibita a la que bardeaste. ¡Apurate, dale!

En ese momento entendí cabalmente la situación: el pibe bien podía no ser un chorro que se exponía infantilmente a un asalto en el medio de una avenida iluminada y transitada (aunque escasamente a esa hora), sino un conocido de la pendeja, o hasta uno de alguna de las villas cercanas que, como me pasó a mí, sin tener la suma necesaria, vio la posibilidad de solventarse el trámite al verme, envalentonado casi con certeza por algún comentario que ella habrá hecho, al reconocerme. Yo seguía agachado, en el suelo, de espaldas a él, aunque pude ir acomodándome y verlo, con mi cuerpo de costado; continuaba estando, no obstante, expuesto a que me rematara de un tiro con total facilidad. Era la primera persona con la que hablaba en dos o tres días, descontando a Ana, la señora del kiosco de la esquina de casa y al que hacía unos minutos me había vendido los cigarrillos. Precisamente, empecé a hablarle diciéndole eso.
–…Mirá, loco. Posta te lo digo –había intentado comenzar homologando el lenguaje, depurando las diferencias– salí sin nada, vos ya lo viste. La campera… Mirá mi cuerpo y mirá el tuyo, es al pedo que te la dé; lo mismo las zapatillas…
–¡Cerrá el orto y hacé lo que te digo!
–Todo bien… Pero… Te repito: aunque no lo creas, sos la primera persona con la que hablo en cinco días; si me quemás acá, la gente que me conoce se enteraría dentro de diez días, porque ando sin documentos y hasta que alguien me llame unas cuantas veces y piense que pasó algo raro…
–¿Y a mí qué me importa, puto?
–Ya sé que no te importa, lo que te estoy queriendo hacer ver es que, la verdad, me da lo mismo que me mates o no. Es más: con suerte hasta aparezco en la tele como un pobre santo más, víctima de la inseguridad; si no fuera por eso, seguramente yo nunca estaría en la tele… –las palabras empezaban a salir fluidamente, como en un cuento, como invitándolo a vivir una especie de telenovela melodramática que lo conmovería y lo redimiría, o al menos eso esperaba– O sea… puedo darte ahora las cosas, o puedo hacerme el boludo, resistirme, y obligarte a matarme, para que te las termines llevando igual, ¿entendés? Vos en definitiva tendrías de mí lo que querés; y si me resisto, yo tendría de vos lo que yo quiero: una muerte heroica, como en El Sur de Borges… –sabía que no entendería la referencia, pero igualmente necesité decirlo– ¿Por qué te las voy a dar, entonces? Decime…
–Estás re limado vos, guacho… Pero no me sicologiés, ¿entendés? ¡No me sicologiés y dame todo, la puta que te parió!
–Mirá, vos no hacés nada con una campera y un par de zapatillas que no vas a poder usar; mirame: todo lo mío, fijate, a vos te queda grande… –Había empezado a consustanciarme con mi personaje hasta el punto de sentir caridad y misericordia por él y por su situación. De repente, creí comprender que toda mi vida se resumiría en este acto: convertir al salvaje rousseauniano en alguien provechoso, llevarlo desde de la barbarie hacia la civilización– Si lo hacés para conseguir un sandwich... Yo vivo cerca… Algo para comer te puedo preparar, y mientras... podemos charlar y te puedo aconsejar, ¿enten…
–¿Qué, me estás llamando muerto de hambre? Gil, puto de mierda, ¡qué querés que vaya a tu casa, pelotudo, así me cae la gorra!
–No te llamé muerto de hambre, lo que te estoy diciendo es que vos no necesitás mi campera, necesitás mi ayuda… –La campera y las zapatillas eran ya irrelevantes: estaba poseído por una especie de mesianismo, de encarnación de cívica justicia divina y destino manifiesto– Alguien que te dé una mano, que te dé consejos…
–¿Quién te creés que sos, gil, mi viejo? –mientras lo decía, comenzó a temblarle la mano, y bajó el arma como apuntando a la vereda, la distancia que nos separaba: empezaba seguramente a quebrar sus barreras, sus defensas, a hacerle entender que lo que estaba en cuestión no eran mis pertenencias, sino su vida y su porvenir; seguramente con el tiempo lo convencería de estudiar, de conseguirse un trabajo, de ahorrar… Detuve la ensoñación con el futuro que le estaba armando cuando, nuevamente firme, levantó el revólver y apuntó directamente a mi cara, acomodando el dedo certero en el gatillo. Inmediatamente comprendí que siempre estuve en sus manos, asesinas, crueles, y que no había valido de nada mi desarrollo discursivo. La noche estaba helada y yo sentía que la sangre se me había paralizado. Fueron, como mucho, diez segundos de un denso y horroroso silencio donde se jugaban mi vida y mi muerte.
–¡Mirá, hijo de puta, rajá; tocá de acá, la concha bien de tu madre! ¡No voy a gastar una bala con un gato como vos!

Dio una rápida vuelta, y se fue de nuevo a la oscuridad de la cuadra, donde lo esperaba la pendeja. Lo último que escuché, antes de salir corriendo desesperado, gritando, y volviendo lentamente a ser yo, fue que ella lo puteaba por haberme dejado ahí, con mi campera Polo y mis zapatillas y mis cigarrillos y las llaves de casa, en el frío de la madrugada.


27/7/10