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miércoles, 12 de mayo de 2010
Copio y pego un par de párrafos de algo que estoy escribiendo, y agrego otros relacionados con la coyuntura • ¡¡¡La semiótica, viejita, explica todo!!!
Supongamos el paseo de toda una familia en un zoológico. En un momento, el hermanito menor ve un animal que hace una extraña mueca y le dice a su hermana “Ah, ahí estás vos”. En ese momento, ese animal, esa cosa, es un signo, en tanto está en lugar de la hermana. Pero su carácter aleatorio, accidental, no perdurará más allá de ese momento, o más allá de ese hermano y esa hermana: es improbable que, a partir de entonces, la humanidad entera comience a interpretar a esa persona a partir de ese animal. La cosa, así, fue un elemento que permitió entender el significado de ese signo y, una vez hecho, se desprendió del signo en sí y volvió a ser cosa, como si dijéramos que “entró en la mente” sólo por la necesidad de formar parte de la interpretación del signo. Y no “entró” el animal completo: para la comparación, bastó la mueca, y no, por ejemplo, el color de su pelaje. De este modo, podemos entender que la cosa, en tanto tal, se desdobla: existe, en la realidad, y es objeto de la percepción y, al mismo tiempo, de eso que es, algo se toma para que persista en el signo, en la mente.
El mismo mecanismo está presente en todos los signos. Tomemos la palabra mesa o una nube negra: en ambos casos, las cosas son, tienen entidad física y temporal, se perciben como tales, y son independientes del sujeto que las percibe. Sin embargo, esta mesa concreta, o esta nube negra específica que está aquí, ahora, poco puede tener que ver con la que figura en la mente del lector: alcanza con el objeto prototípico que tiene almacenado entre sus conocimientos para comprender a qué se alude.
¿Puede alguien pensar en un dragón? Sí, aunque nunca lo haya percibido o experimentado en tanto tal, pues lo que percibió o experimentó fue una serie de signos (en un libro, en un relato oral) que le permitió hacerse la idea de ese animal (es decir, los rasgos básicos y suficientes) ¿Puede alguien pensar en un jitofonón? Probablemente nadie. Y no es porque la cosa no exista (tampoco existen los dragones) sino porque esa cosa no se ha desdoblado en la mente de nadie, no es “cosa” de ningún “signo” que lo incluya.
¿Existen las cosas independientemente de sus nombres? Es probable que existan, por ejemplo, galaxias y soles tan lejanos que aún no los hemos percibido y, por lo tanto, no los hemos nombrado. Son, por ahora, “jitofonones”, es decir, objetos que todavía no participan de signos. Con excepción de estos casos extremos, las cosas existen involucradas en signos. ¿Es, entonces, el signo algo “más importante” (preexistente) que la cosa? Tampoco, puesto que el signo está en lugar de la cosa, es decir que la supone. La relación nombre/cosa es dialéctica, dinámica y variable.
Si las cosas y los signos existen, en tanto tales, y al mismo tiempo involucrados de tal modo que esa relación es la que permite la intelección, la interpretación del mundo; y si esa interpretación se produce a partir de algún tipo de percepción (directa o indirecta) de la cosa y su constitución en objeto mental, tomando de aquella las cualidades básicas más relevantes (y no todas), de modo de reconfigurarse como objeto prototípico; y, finalmente, si las cosas ellas mismas pueden ser signos; ¿cuál es y en qué consiste, entonces, la relación del nombre con la cosa? ¿Es posible suponer una relación directa, mecánica, sin mediaciones, entre uno y otra? ¿Es la designación algo así como un proceso simple de bautizo de las cosas utilizando ciertos nombres? ¿Se puede bautizar toda la cosa, o se designa sólo aquello que se considera su fundamento?
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Supongamos que una persona atea afirma "Tengo fe en que el poder de la iglesia católica desaparecerá en diez años, que ella misma desaparecerá en una década" Es evidente que, en este caso, el signo fe no involucra el mismo objeto que se encuentra en ese signo dentro de la teología. Sin embargo, en ambos casos alude, prototípicamente, a cierta actitud o sentimiento de esperanza fundada en la participación de ciertas fuerzas extra-humanas: la fe en procesos históricos, o en la racionalidad divina. Este es, en definitiva, el objeto del signo fe, que dentro del dogma asumirá otros componentes; pero esta es una cuestión de dogma, no de signos, así como el signo animal presenta más significados cuando se lo aplica a una persona concreta.
Supongamos, ahora, que cierta sociedad estableciera, jurídicamente, una distinción entre matrimonio y matrilonio según si los contrayentes fuesen ambos del mismo color de pelo o no. Esta sería considerada absurda, en tanto los signos que se intentan imponer no toman en su fundamento cualidades básicas y relevantes. Según cuáles fueran esas cualidades de la cosa, podría establecerse tal distinción, pero seguramente no sería el color de pelo.
¿Sería el amor la cualidad de un ayuntamiento entre dos personas? ¿La fidelidad? ¿La continuidad de la especie? Existen ayuntamientos que no se fundan en el amor, ni en la fidelidad ni en la continuidad de la especie. El fundamento de un signo, vale decir, ese conjunto de cualidades básicas, relevantes y suficientes que tiene la cosa para constituirse en el objeto del signo (el objeto mental) es producto, también él, de la racionalización, y no simplemente de la percepción: la decisión de cuáles son las cualidades que constituyen el fundamento de un signo son también un prototipo, un consenso, una negociación y una lucha. Retomando el ejemplo inicial, el motivo de la posible discusión entre hermanos, cuando uno relacionó la mueca del animal con la fealdad de la otra, tiene que ver, precisamente, con la determinación del fundamento del signo: bien pudiera haber sido por la belleza del pelaje, y en tal caso el fundamento al que se habría arribado hubiese sido otro. Y otra, también, su significación.
Cuál es el fundamento de la cosa matrimonio es lo que está en juego en estos días. Y, en las posturas más extremas (donde me encuentro, por ejemplo) la verdadera discusión es si existe tal fundamento. Sin embargo, y dado que se trata de una cuestión jurídica, el problema no se agota en el fundamento del signo, sino en sus efectos jurídicos: aquello que sea denominado como matrimonio accede a los beneficios y amparos que la ley establezca.
Las posturas que he leído, o escuchado, apuntaron en estas dos direcciones: cuál es el fundamento de la cosa matrimonio y qué relación debe haber entre esta cosa y (qué) nombre, teniendo en cuenta los efectos jurídicos de una u otra denominación. En cuanto al fundamento, debería entonces revisarse TODA la legislación acerca del matrimonio, reforzando o sacando, por ejemplo, la infidelidad como causal de disolución del vínculo, la monogamia, etc. En cuanto al proceso mismo de designación, queda claro que el nombre y la cosa están involucrados y, por lo tanto, uno u otro signo no es inocente en los procesos de interpretación de la cosa. No es por tener un hijo homosexual como se debe legislar, así como los diputados no deben ser tehuelches para generar una ley de protección de la cultura tehuelche.: esa es pura frusilería melodramática, cercana a los cinco minutos de fama que ofrece Tinelli. Tampoco es un gracioso don que se ofrece paternalmente, como tanto machacó el diputado Rossi. Mucho menos es por el miedo a que una vez designado matrimonio, dos mujeres o dos hombres puedan engendrar o adoptar, puesto que eso ya existe y, por lo tanto, se confirma así que es menester legislar prontamente ese efecto jurídico. Ni hablar de que nada tiene que ver el fundamento de que el matrimonio es el ayuntamiento de hombre y mujer con el fin de la continuidad de la especie, pues nadie, en su sano juicio, legislaría que está prohibido coger por placer. Finalmente, la cuestión sacramental del matrimonio se agota en el atrio de los templos (y en las partuzas delictivas de los conventos y monasterios)
Está en juego el fundamento del signo, completo y total: procreación, amor, fidelidad, monogamia. Está en juego la denominación del signo: matrimonio, unión civil, aberración jurídica. Lo que está claro es que los más elementales principios semióticos establecen que, si el fundamento es el mismo, el signo debiera ser el mismo. Y si no lo es, entonces sí, que sea matrimonio o matrilonio, a partir de un fundamento que surja de la cosa en sí, y no de prejuicios inconfesables. Pero ya no el limbo de los jitofonones.
Etiquetas de esta entrada: Sociedad
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Al leer está nota Esteban me agradezco a mi mismo el haber prestado atención en semilogía. De no haberlo hecho no hubiera entendido literalmente una mierda. Abrazo. Victor de Marmol...
ResponderEliminarBueh... Está claro, amigo Víctor, que esta nota es para semiólogos, y no para putos ;)
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