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lunes, 27 de julio de 2009
Cae la noche tropical es la última novela de Manuel Puig. La publicó en 1988, dos años antes de su muerte. Se la suele considerar la novela de la madurez y la síntesis de su programa artístico, con lo cual se estaría diciendo, sin hacerlo, que marca el límite de las posibilidades de ese programa. Límite que no estaría dado, claro está, por la muerte del escritor, sino por su propio material literario: las fronteras, si se quiere, del programa postmoderno de Puig.
Una de las diferencias más notorias de esta novela con otras de sus predecesoras es la casi ausencia de referencia a películasº, y las pocas que hay no cumplen ya sino una función semidecorativa, de "relleno" en el sentido novelístico (las catálisis de Barthes). Si en, por ejemplo, El beso de la mujer araña —la que considero, por lejos, su mejor novela— el discurso cinematográfico y sus lenguajes, llegan al paroxismo y sostienen el nivel del relato mientras transcurre la historia, en Cae... los discursos sociales se atomizan e individualizan: son verdaderos ecos polifónicos que deben rastrarse tras las palabras de las dos ancianas hermanas. No hay, en esta novela, discursos sociales explícitos que sustenten los géneros que la novela incluye, géneros que, por otra parte, son mayoritariamente primarios (es decir, cotidianos e inmediatos) o próximos a ellos¹.
No obstante, el trabajo central en Cae... es, justamente, la reformulación de la voz del otro. Todo el tiempo se está diciendo lo que el otro dijo: reproduciendo, amplificando y deformando aquello que ha sido dicho. Desde esta perspectiva, se podría afirmar que en Cae... el trabajo con los discursos sociales, uno de los ejes centrales de la estética de Puig, se hace y muestra desde la radicalidad: el individuo, el que habla, está siempre sujeto a los discursos sociales, por más que éstos no aparezcan en la superficie. Y que aun despojando al discurso de su sustento social, lo que queda es un discurso social, y por esto mismo, ideológico. En el chisme, en el decir acerca de otro decir, está la raíz pura de la reproducción y cristalización de la formaciones ideológicas y de la hegemonía.
Es llamativo, precisamente, que la primera novela de nuestro escritor, La traición de Rita Hayworth, y esta, la última, focalicen en lo que Pauls ha denominado «una política del chisme»², algo que, en sus otras novelas Puig no ha trabajado del mismo modo. En El beso..., por ejemplo, la cárcel y la persecución política han expoliado a Molina y a Valentín, también, de su condición de sujetos sociales y, como tales, del chisme: El beso... trata, ante todo, de la delación³. En La traición... el chisme existe en la materialidad de ese pueblo donde viven los personajes; en Cae..., en cambio, el chisme se sostiene aun en la microfísica del departamento que dos viejas ocupan en Río de Janeiro.
Desde esta perspectiva, entonces, puede comprenderse el capítulo final (el acta de un comandante de Aerolíneas en donde se registra la sustración por parte de la anciana protagonista de una mantita de viaje), que en apariencia pareciera estar descolgado, no aportar nada al relato. Sin embargo, es el repliegue donde, precisamente, se refleja cómo el chisme, la situación banal, individual, termina fatalmente registrada, subsumida, incorporada a la circulación discursiva (en este caso, altamente estandarizada socialmente: burocrática), aun cuando implique un acto puramente individual, anecdótico y por ello, efímero. Este capítulo final, entonces, además de otorgar una "pincelada" en la descripción de la psicología del personaje, está estableciendo un punto de referencia desde donde se puede leer todo el trabajo con la cuestión discursiva que Puig se propuso a lo largo de toda su novelística.
Toda la larga perorata son anotaciones en borrador de por qué me gustó Cae... y supongo que explica por qué la empecé a la 1 de la mañana y la terminé, de un tirón, a las 5 y algo de esa misma madrugada. Copio arbitrariamente dos fragmentos, como al pasar.—¿Ella por qué se vino a Río?
—Se fue de la Argentina en la época de Isabelita y la Triple A, que vino esa campaña de que todos los psicoanalistas eran de izquierda. Aunque ella no es psicoanalista, el título es de psicóloga.
—Esa cosa nunca la entendí, esos diplomas antes no había.
—Cuando yo estudié no existía esa carrera, si no yo la hubiese seguido. Había que hacer toda Medicina, y después la especialidad en Psiquiatría.
—Sí, eso me acuerdo, Luci.
—Bueno, y después crearon la carrera de Psicología, que no te obliga a estudiar Medicina, y de ahí salen todas estas charlatanas, que me perdone pobre Silvia, conmigo no ha tenido más que amabilidades.
—Y a las psicoanalistas te las dejaste en el tintero.
—Mirá, el titulo es de psicóloga, claro que como psiquiatra sonaba un poco antiguo, los que sí siguieron Medicina empezaron a hacerse psicoanalistas, según esta Silvia misma. Algo así.
—A ver si entendí. Los psiquiatras son los que estudiaron Medicina primero, y los psicólogos no estudiaron nada. Y los psicoanalistas son los que por hache o por be quieren ponerse ese nombre.
—Más o menos
—¿Viste que algo entiendo? Aunque no lo explicás nada bien... [...]—¿Y él qué hacía en el consulado?
—Un trámite para un cliente. Puro destino. Según ella este hombre es muy buen mozo, para el gusto de ella. A mí me mostró la foto y no me gustó nada, muy pelado y bastante gordo. Ella dice que para ella siempre fue su tipo de hombre, un aspecto así, de hombre de su casa, no muy acicalado, y que a ella dice que no le importa nada que tenga un poco de barriga.
—¿Y en qué se parecía al otro?
—No te me adelantes. Eso a ella le costó mucho darse cuenta. Tardó un buen tiempo.
—¿Pero en qué se parecía?
—En la mirada. La misma mirada. Unos ojos negros un poco de chico, un poco huidizos, que no miraban mucho de frente.
—Ésa es mirada de persona que no dice la verdad.
—No, no. Ella dice que era mirada de persona que necesita un amparo, como de un chico que perdió la madre. Y yo se lo dije: solamente los chicos, sobre todo los varones, tienen esa cosa en los ojos, cuando chicos, hasta los doce o trece años, después la pierden, y es entonces que ya no vienen más esas ganas de abrazarlos fuerte, de estrujarlos casi, de tan tiernitos que son, o que eran.
—Las nenas son distintas, tenés razón. O no sé si será que Emilsen siempre pareció una persona mayor. Lo único que no quería, lo que a mí más rabia me daba, es que no aguantase sentada quieta en el cine. Le venían ganas de ir al baño, cualquier cosa con tal de no dejarme ver la película. Pero eso era lo único. Nunca dio trabajo en nada.
—Y en cambio mis hijos que eran una peste se quedaban quietos en el cine.
Notas
º En realidad, sí: en el Capítulo cuatro Nidia lee antes de quedarse dormida unos recortes de diario que venía juntando; son notas de color, en su mayoría, y se relacionan con la novela en tanto mencionan lugares que luego se retomarán como marco de las acciones. En el Capítulo cinco las hermanas recuerdan la Sonatina de Rubén Darío, y su función como discurso socialmente válido entre las señoritas de clase que la declamaban en eventos familiares y/o sociales.
¹ Según Graciela Speranza, sólo se mencionan La divina dama (That Hamilton Woman) y El puente de Waterloo (Waterloo Bridge). Asimismo, esta autora afirma que no hay citas ni menciones cinematográficas explícitas en Pubis angelical, Maldición eterna a quien lea estas páginas, ni en Sangre de amor no correspondido. (SPERANZA, G. (2000): Manuel Puig. Después del fin de la literatura; Buenos Aires; Grupo Editorial Norma)
² PAULS, A. (1986): Manuel Puig. La traición de Rita Hayworth; Buenos Äires; Hachette
³ A mi modo de ver, en El beso... el discurso que funciona en el nivel del chisme es esa voz moralista de la ciencia que se interpone en los pies de página de cada capítulo, y que de un modo casi voyeur anticipa lo que se leerá, y lo juzga y/o intenta normalizar, dándole una vuelta de tuerca al contexto autoritario y represivo de la novela, es decir, demostrando que las teorías no son neutrales en términos políticos y sociales. Algún día dejaré mi consuetudinaria fiaca y lo escribiré en profundidad.
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