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domingo, 2 de agosto de 2009

Las razones del Marrano

Creo que nunca lo conté por acá, pero de a poco voy armando algo cuyo título será Cuentos para leer (en) la escuela. El que sigue es, precisamente, un textito que está recién, recién salido del horno (se me ocurrió mientras iba a comprarme puchos, hace un par de horas) Espero que les guste


Las razones del Marrano

Nunca se supo por qué se mató el Marrano. En realidad, se llamaba Pérez, y en la casa le decían Tete, o algo así. Pero para nosotros, los pibes del barrio, era el Marrano. Creo que fue en la escuela; estaríamos en 2º o 3º grado. Una lectura hablaba de un lechoncito rosado y callado, medio boludo, como Pérez, medio mariconcito y siempre metido en el medio. Y habrá sido el Gato el que en el recreo dijo que el Marrano era como el de la lectura, y le quedó, nomás. Era idéntico. Si el libro hubiera tenido figuritas o dibujitos, seguro habrían sido igualitos a él

Yo tenía la desgracia de vivir al lado. Y mi vieja era amiga de la de él, así que el pibito estaba seguido en mi casa, aunque yo ni bola le daba. Mamá me decía que me hiciera amigo del Tete, que era callado pero que era bueno: todo eso que decía porque ella no tenía que aguantarlo todo el día en la escuela, el preferido de las maestras y siempre sacándose buenas notas. Además, los demás pibes medio que me rompían las pelotas diciéndome que yo era amigo del Marrano, que seguro que era el novio, y yo no le iba a andar contando eso a mi vieja pero… hacerme amigo de ese nabo, nunca.

Igual, vivir en la casa de al lado tenía sus ventajas, también. Me acuerdo de esa tarde cuando estábamos el Gato, Tito, Juan y yo en mi patio, aburridos. Y en un momento me preguntaron cuál era la ventana de la pieza del Marrano. Era la única que tenía la persiana levantada, seguro que el pendejo estaría respondiendo la tarea o mirando alguna novela en la tele, porque sabíamos que otra cosa no se le daría por hacer: nunca salía a la vereda a jugar ni estaba en el patio ni nada. Si iba a la calle, era para hacer rápido las compras que la madre le encargaba, con la cara rosada más colorada todavía, esos ojos que parecía que te miraban con miedo, pero que no podía ser temor, porque un verdadero hombre no les teme a tres o cuatro pibes de no más de 10 años de la cuadra. Eso es lo que intento explicarle a Federico, pero qué sé yo, me parece que no me entiende a veces. La cosa es que seguro que el Marrano estaba en su pieza, viendo alguna telenovela, porque su mamá trabajaba todo el día, el viejo con ese cuento de ser viajante no estaba desde hacía un mes y él no tenía permiso para salir. Bah, eso decía él, eso gritó llorando una única vez, cuando en el patio de la escuela lo habíamos rodeado entre los siete y le decíamos que era marica, y que qué hacía entre nosotros, y que saliera de ese círculo que formábamos, y que siempre estaba encerrado en su casa seguro que jugando con muñecas. Y él no se animaba a empujarnos y salir: cuando avanzaba para un lado, lo atropellábamos entre dos o tres y lo mandábamos de nuevo al medio, donde le volvíamos a decir que nos molestaba, que qué hacía ahí, que se fuera, que no lo queríamos entre nosotros. La verdad, ese pibe no escarmentaba nunca. Hiciéramos lo que hiciéramos. Como aquella tarde, que seguro miraba la novela. Eso fue lo que nos dio bronca: ¿cómo podía un hombre estar mirando la novela? O estudiando. De solo imaginarnos la situación nos indignamos, si se puede decir que a los nueve o diez años alguien se puede “indignar”. Nos subimos a la parecita y jugamos a escupirle la ventana. ¡De dónde habremos sacado tanta saliva! Le dejamos los vidrios opacos; habremos estado más de media hora dale que dale, a ver a quién le salía el gargajo más denso, más verde. Al principio se asomó a ver qué pasaba, y nos miró con esos ojos que ponía para dar lástima, un marrano que se hacía pasar por corderito, por perro sarnoso para que nos detuviéramos. Y más nos enojaba, porque no podía ser que no tuviera sangre, que aunque sea no nos puteara, no sé, por lo menos bajar la persiana… Ahí estaba, como congelado, frente al vidrio, y entonces el juego pasó a ser quién embocaba la escupida justo donde se veía su cara. Hasta que la tapamos por completo y seguimos con el resto, lo poco que todavía quedaba limpio, y se notaba que él seguía ahí, mirándonos, con su ojitos maricones y seguro que planeando cómo le iría con el cuento a su mamá o a la maestra. Aunque supongo que no le hacían caso, porque nunca nadie nos dijo nada. Era evidente que el pibe nos buscaba, y es casi seguro que ellos tampoco se bancarían demasiado esa forma de ser de él, tan repulsiva.

Una vez creímos que reaccionaría. Estábamos en la escuela, en la clase de gimnasia, jugando a la pelota. Seguramente no sabía jugar, y el profesor, aunque no lo decía, capaz pensaba lo mismo, porque ponía al Marrano a ser árbitro, pero afuera de la cancha. O sea, a contar los goles, más que nada. ¡Qué referí iba a ser: en cuanto dijera algo estábamos todos esperando para meterle un pelotazo en la cara! Nunca decía nada, pero con alguna excusa igual se comía un terrible bombazo en la jeta. Al principio, alguien le gritaba “Pero, Marrano, correte, la quería mandar afuera, gil” Después, ni eso. Aprovechábamos cuando el profesor se iba del patio, y supuestamente lo dejaba a él a cargo de nosotros. ¿Quién se creía, ese pobre pibe, estar a cargo nuestro? Se tenía que ganar su lugar si quería estar con nosotros, nada más que estar con nosotros… Una de esas veces, creo que fue el Sapo, sí se la hizo bien. ¡Qué pelotazo le encajó! Ya casi ni jugábamos a la pelota, en realidad: era mover un poco las piernas y encontrar la posición justa desde donde bombardearlo, reventarlo con la número cinco, ver cómo se le hundía el estómago hacia adentro, el cuerpo apuntando hacia atrás, de repente, la cara de dolor que pasaba de rosa a morada, y esa mirada. Pero la vez del Sapo fue fuerte, mucho más que de costumbre, y le dio de lleno en el pómulo derecho, una parte en la nariz, y la otra en el ojo. Sangró instantáneamente, y encima al caer se dio con la cabeza en el piso, así que también le tenía sangre en la parte de la coronilla. Y estaba como quieto, ahí, tirado; todos empezamos a acercarnos y le decíamos “Dale, maricón, levantate, no fue nada”. El Sapo, es cierto, era el que más gritaba, pero después nos contó que estaba medio cagado en las patas, sobre todo porque tenía miedo de que la Directora llamase a su mamá. Un portero que apareció justo, fue a llamar rápido al profesor y él lo levantó, se lo llevó adentro, lo lavó y le puso hielo y todo eso. Y le dijo que se quedara tranquilo, que había sido un accidente, que siempre en la clase de educación física pasaban esas cosas. Y que por un tiempo, hasta que el Marrano dispusiera, podía dejar de asistir a su clase, y quedarse con la maestra o por ahí. Obviamente qué más quería el Marrano que no ir a gimnasia y no jugar a la pelota, como buen maricón chupamedias prefería toda la vida estar con la maestra. Así que ese año no volvió a estar en gimnasia. Lo que yo veo mal es que el profesor le puso 10 en todas las calificaciones: encima que le permitía no ir a clases le regalaba 10, y nosotros teníamos que estar ahí, y como no éramos los preferidos de los maestros, como el Marrano, nunca nos sacábamos 10.

Yo siempre les digo a mis pibes que se hagan respetar. Aunque nunca les conté la historia del Marrano, creo que nadie volvió a hablar de él. Tampoco es que el pibe había sido un genio o un superhéroe al que hubiera que recordar toda la vida. Digamos que era bastante intrascendente, y después que se mató, la verdad, ni se notó que no estaba. Además, un pibe así, si no se suicidaba él terminaban asesinándolo en la calle, iba a ser un infeliz toda su vida: yo creo que lo mejor que le pasó, a la larga, es haber decidido matarse. Y creo también que para lo único que sirvió ese pibe es para que todos nosotros, hoy por hoy, criemos a nuestros hijos tomándolo como silencioso ejemplo, ejemplo al revés, digamos: que no sean como él. Por eso no lo entiendo a Federico, siendo que los hermanos, que son más chicos, me salieron buenos y también le dicen que no se deje pisotear por los compañeros en la escuela. No lo entiendo y capaz por eso me estoy acordando hoy del Marrano, después de ver cómo los pibes de enfrente, los hijos de Tito, lo puteaban a Federico cuando lo mandé a comprar. No lo entiendo. La vez que la maestra nos mandó llamar y fue Verónica, y me contó que era porque lo molestaban mucho los compañeros, que lo vigiláramos a ver qué pasaba, y que le habláramos, realmente se merecía que lo cagara a trompadas. ¿Qué más le puedo decir que ya no le haya dicho? Yo sé que no lo crié mal, pero me salió medio sordo, o torcido, no sé. Si quiere hacer la de él, todo bien, que la haga. Pero después que no me venga a pedir ayuda a mí, o a los hermanos, cuando los amigos lo molestan. Porque para eso uno, mal que mal, le estuvo hablando todo el tiempo y diciendo cómo son las cosas en la vida.

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