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miércoles, 29 de septiembre de 2010
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Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer me asegura a mí, escritor, la existencia del placer en mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que lo "rastree") sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de goce. No es la "persona" del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía.
Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que murmura. El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura. Aquí no se está en la perversión sino en la demanda. Escribiendo su texto, el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo, automático, sin afecto, una mínima confusión de clics (esos fenómenos lácteos que el maravilloso jesuita Van Ginnieken ubicaba entre la escritura y el lenguaje): son los movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a mí para que yo lo lea, pero yo no soy para usted otra cosa que esa misma apelación; frente a sus ojos no soy el sustituto de nada, no tengo ninguna figura (apenas la de la Madre); no soy para usted ni un cuerpo, ni siquiera un objeto (cosa que me importaría muy poco en tanto no hay en mí un alma que reclama su reconocimiento), sino solamente un campo, un fondo de expansión. Finalmente se podría decii que ese texto usted lo ha escrito fuera de todo goce y en conclusión ese texto-murmullo es un texto frígido, como lo es toda demanda antes de que se forme en ella el deseo, la neurosis.
La neurosis es un mal menor: no en relación con la "salud" sino en relación con ese "imposible" del que hablaba Bataille ("La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible", etc.): pero ese mal menor es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille –o de otros– que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores: estos textos terribles son, después de todo, textos coquetos.
Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico.
El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma)
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¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay "zonas erógenas" (expresión por otra parte bastante inoportuna): es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entrebierta, el guante y la langa); es ese centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición.
No se trata aquí del placer del strip-tease corporal o del suspenso narrativo. En uno y otro caso no hay desgarradura, no hay bordes sino un develamiento progresivo: toda la excitación se refugia en la esperanza de ver el sexo (sueño de colegial) o de conocer el fin de la historia (satisfacción novelesca). Paradójicamente (en tanto es de consumo masivo), es un placer mucho más intelectual que el otro: placer edípico (desnudar, saber, conocer el origen y el fin), si es verdad que todo relato (todo develamiento de la verdad) es una puesta en escena del Padre (ausente, oculto o hipostasiado), lo que explicaría la solidaridad de las formas narrativas, de las estructuras familiares y de las interdicciones de desnudez –reunidas todas entre nosotros– en el mito de Noé cubierto por sus hijos.
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Si acepto juzgar un texto según el placer no puedo permitirme decir: éste es bueno, este otro es malo. Son imposibles entonces los premios, la crítica, pues ésta implica un punto de vista táctico, un uso social y a menudo una garantía imaginaria. No puedo dosificar, imaginar que el texto sea perfectible, dispuesto a entrar en un juego de predicados normativos: es demasiado esto, no es suficiente esto otro; el texto (ocurre lo mismo con la voz que canta) no puede arrancarme sino un juicio no adjetivo: ¡es esto! Y todavía más: ¡es esto para mí! Este para mí no es subjetivo ni existencial sino nietzscheano ("...en el fondo, ¿no es siempre la misma cuestión: qué significa esto para mí?...")
El brío del texto (sin el cual en suma no hay texto) sería su voluntad de goce: allí mismo donde excede la demanda, sobrepasa el murmullo y trata de desbordar, de forzar la liberación de los adjetivos –que son las puertas del lenguaje por donde lo ideológico y lo imaginario penetran en grandes oleadas–.
Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje.
Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico, pues participa al mismo tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en él apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman parte los libros antiguos) y en la destrucción de esa cultura: goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso.
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El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas, pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo.
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Placer del texto, texto de placer: estas expresiones son ambiguas, porque no hay una palabra francesa para cubrir simultáneamente el placer (la satisfacción) y el goce (la desaparición). El "placer" es aquí (y sin poder prevenir) extensivo al goce tanto como le es opuesto. Por lo tanto debo acomodarme a esta ambigüedad, pues, por una parte, tengo necesidad de un "placer" general cada vez que es necesario referirme a un exceso del texto, a lo que en él excede toda función (social) y todo funcionamiento (estructural); y por otra parte, tengo necesidad de un "placer" particular, simple parte del Todo-placer, cada vez que necesito distinguir la euforia, el colmo, el confort (sentimiento de completud donde penetra libremente la cultura), del sacudimiento, del temblor, de la pérdida propios del goce. Estoy obligado a esta ambigüedad porque no puedo depurar a la palabra "placer" de los sentidos que ocasionalmente no necesito: no puedo impedir que en francés "placer" reenvíe simultáneamente a una generalidad ("principios de placer") y a una miniaturización ("Los tontos están en la tierra para nuestros pequeños placeres"). Por lo tanto estoy obligado a dejar que el enunciado de mi texto se deslice en la contradicción.
¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer intenso? ¿Será el placer nada más que un goce debilitado, aceptado y desviado a través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal, inmediato (sin mediación)? De la respuesta (sí o no) depende la manera en que narremos la historia de nuestra modernidad. Pues si digo que entre el placer y el goce no hay más que una diferencia de grado digo también que la historia ha sido pacificada: el texto de goce no será más que el desarrollo lógico, orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia es la forma progresiva, emancipada, de la cultura pasada: el hoy sale del ayer, Robbe-Grillet está ya en Flaubert, Sollers en Rabelais, todo Nicolás de Staël en dos centímetros cuadrados de Cézanne. Pero si por el contrario creo que el placer y el goce son fuerzas paralelas que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que un combate, una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia, nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera tal vez inteligente, y que el texto del goce surge en ella siempre bajo la forma de un escándalo (de una falta de equilibrio), que es siempre la traza de un corte, de una afirmación (y no de un desarrollo), y que el sujeto de esta historia (ese sujeto que soy entre otros), lejos de poder apaciguarse llevando frontalmente el gusto de obras antiguas y el sostén de obras modernas en un bello movimiento dialéctico de síntesis, es una "contradicción viviente": un sujeto dividido que goza simultáneamente, a través del texto, de la consistencia de su yo y de su caída.
Por otra parte, proveniente del psicoanálisis, tenemos un medio indirecto de fundar la oposición entre texto de placer y texto de goce: el placer es decible, el goce no lo es.
El goce es in-decible, inter-dicto. Remito a Lacan ("Lo que hay que reconocer es que el goce como tal está interdicto a quien habla, o más aún, que no puede ser dicho sino entre líneas") y a Leclaire ("el que dice, por lo que dice, se prohíbe el goce, o correlativamente, el que goza desvanece toda letra –y todo dicho posible– en lo absoluto de la anulación que celebra").
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El texto es un objeto fetiche y ese fetiche me desea. El texto me elige mediante toda una disposición de pantallas invisibles, de seleccionadas sutilezas: el vocabulario, las referencias, la legibilidad, etc.; y perdido en medio del texto (no por detrás como un deus ex-machina) está siempre el otro, el autor.
Como institución el autor está muerto: su persona civil, pasional, biográfica, ha desaparecido; desposeída, ya no ejerce sobre su obra la formidable paternidad cuyo relato se encargaban de establecer y renovar tanto la historia literaria como la enseñanza y la opinión. Pero en el texto, de una cierta manera, yo deseo al autor: tengo necesidad de su figura (que no es ni su representación ni su proyección), tanto como él tiene necesidad de la mía (salvo si sólo "murmura")
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