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sábado, 9 de octubre de 2010
Otro cuento
Para algunos –los menos–, era un excéntrico. Los más lo consideraban un ser abominable, horrendo, viscosamente sombrío. Para mí, sencillamente, su fundamento era patológico, y sólo con eso lograba despertarme una masoquista conmiseración. Era capaz de pagar una fortuna (que no tenía) por ver a Julio Iglesias, sabiendo que con ello ofendería a alguien, a quien fuera. Aunque también era capaz de realizar actos realmente odiosos, malignos, inhumanos.
Para evitar tener que reconocerse, salía poco y nada de su habitación. Siendo él su propio y único centro, su propio y único ombligo del mundo, no se necesitaba más que a sí mismo para vivir. Estaba convencido de que, por ejemplo, el oxígeno era un elemento más o menos accesorio en sus pulmones, en tanto cualquier objeto, sin su sujeto cognoscente (básicamente, su mente clasificadora y organizadora), no era más que un caos. El resto de las personas tenían, aproximadamente, un estatus menos importante que, siguiendo con el ejemplo, el oxígeno. Amaba abusar de la palabra caos, y la interponía –sin entender realmente– en cuanta explicación del mundo-(des)ajustado-a-su-yo exponía: el precio del barril del crudo en boca de pozo es un caos, o es un caos esa aberración que comenzó a ser denominada “pernil de cerdo”. No estoy exagerando, para nada: el caos funcionaba como condición de posibilidad de una mente, la suya, que había sido traída al mundo para ordenarlo y disciplinario ab aeterno o, con mesiánico acierto, in saecula seculorum.
A pesar de esto, era un bicho simpático y –sigo diciéndolo–, inofensivo: era cuestión de tomar su lógica como la de un relato: una especie de parodia de Kafka. Me topé con él por intermedio de otras personas, más luminosas y por ello, con bastante rencor acumulado, tanto que sólo atinaban a recomendarme, tajantes y misteriosos, No le hables, Ni se te ocurra, Es un enfermo. Particularmente, me gusta decidir por mí mismo y las experiencias de otros me resultan una referencia, pero no una enciclopedia en sí: de hecho, buena parte de la gente está enferma, también loca, desviada, aunque tampoco lo admite. Sostuvimos un breve intercambio discursivo; aún conservo la mayoría de sus textos –aunque no los últimos, donde ya, sencillamente, se había decidido a dar rienda suelta a su psicosis, creyéndose avalado a hacerlo debido a mi repentina y diaria predisposición a su escritura– que son, en buena medida, páginas casi geniales –y digo “casi” porque se detienen allí donde la locura se desvirtúa en catarsis vacua–. No obstante, una vez conocidos los dispositivos de su enunciación, se me había hecho borgeanamente repetitivo y, por esto, comencé a tener menor tolerancia a sus agresiones manuscritas, a ese modo tan particular de sopapear al mundo para ordenarlo un poco según su particularísima vida encerrada en la habitación.
Quizás lo estuviera ensalzando demasiado si dijera que era una especie de Gregorio Samsa a la inversa, aunque mis elogios para él siempre fueron genuinos: algún día habré de regular o comprender el porqué de mi deslumbramiento por lo sórdido, las profundidades barrosas y las escorias. Una sola vez lo vi en persona, cara a cara, más allá de su caligrafía abigarrada y prolija: fue un extenso encuentro en que llenó las horas parloteando, increíblemente, acerca de música – lo único en que, evidentemente, se sentía seguro para hablar sin la intermediación, sin el ocultamiento de la letra–. Parecía un ser humano más, y diríase que si te lo cruzabas por la calle nadie pensaría de él Qué desperdicio de hombre: esa ratificación de la escisión paranoico-psicótica, y esa posibilidad de participación nocturna de los dos en el mismo mundo posible, me confundieron: lo sé. Al poco tiempo, quizás no tan sorpresivamente, fue él quien profirió sus habituales insultos, más duros, y decidió cesar en con el intercambio de mensajes: seguramente evaluó que pisaba en terreno en falso, y que era más sencillo mantenerse en la reclusión flagelante de sus cuatro paredes.
No lo culpo: en su condición, creo que cualquiera haría lo mismo. No obstante, a veces un remedo de su presencia, más virtual que real, me invade en mi interior. A veces, incluso, siento que me metamorfoseo en él, o él en mí, todavía. Abandonarme es abandonarlo, pero no puedo. Y, por eso, me lanzo a la escritura.
9/10/10
Para evitar tener que reconocerse, salía poco y nada de su habitación. Siendo él su propio y único centro, su propio y único ombligo del mundo, no se necesitaba más que a sí mismo para vivir. Estaba convencido de que, por ejemplo, el oxígeno era un elemento más o menos accesorio en sus pulmones, en tanto cualquier objeto, sin su sujeto cognoscente (básicamente, su mente clasificadora y organizadora), no era más que un caos. El resto de las personas tenían, aproximadamente, un estatus menos importante que, siguiendo con el ejemplo, el oxígeno. Amaba abusar de la palabra caos, y la interponía –sin entender realmente– en cuanta explicación del mundo-(des)ajustado-a-su-yo exponía: el precio del barril del crudo en boca de pozo es un caos, o es un caos esa aberración que comenzó a ser denominada “pernil de cerdo”. No estoy exagerando, para nada: el caos funcionaba como condición de posibilidad de una mente, la suya, que había sido traída al mundo para ordenarlo y disciplinario ab aeterno o, con mesiánico acierto, in saecula seculorum.
A pesar de esto, era un bicho simpático y –sigo diciéndolo–, inofensivo: era cuestión de tomar su lógica como la de un relato: una especie de parodia de Kafka. Me topé con él por intermedio de otras personas, más luminosas y por ello, con bastante rencor acumulado, tanto que sólo atinaban a recomendarme, tajantes y misteriosos, No le hables, Ni se te ocurra, Es un enfermo. Particularmente, me gusta decidir por mí mismo y las experiencias de otros me resultan una referencia, pero no una enciclopedia en sí: de hecho, buena parte de la gente está enferma, también loca, desviada, aunque tampoco lo admite. Sostuvimos un breve intercambio discursivo; aún conservo la mayoría de sus textos –aunque no los últimos, donde ya, sencillamente, se había decidido a dar rienda suelta a su psicosis, creyéndose avalado a hacerlo debido a mi repentina y diaria predisposición a su escritura– que son, en buena medida, páginas casi geniales –y digo “casi” porque se detienen allí donde la locura se desvirtúa en catarsis vacua–. No obstante, una vez conocidos los dispositivos de su enunciación, se me había hecho borgeanamente repetitivo y, por esto, comencé a tener menor tolerancia a sus agresiones manuscritas, a ese modo tan particular de sopapear al mundo para ordenarlo un poco según su particularísima vida encerrada en la habitación.
Quizás lo estuviera ensalzando demasiado si dijera que era una especie de Gregorio Samsa a la inversa, aunque mis elogios para él siempre fueron genuinos: algún día habré de regular o comprender el porqué de mi deslumbramiento por lo sórdido, las profundidades barrosas y las escorias. Una sola vez lo vi en persona, cara a cara, más allá de su caligrafía abigarrada y prolija: fue un extenso encuentro en que llenó las horas parloteando, increíblemente, acerca de música – lo único en que, evidentemente, se sentía seguro para hablar sin la intermediación, sin el ocultamiento de la letra–. Parecía un ser humano más, y diríase que si te lo cruzabas por la calle nadie pensaría de él Qué desperdicio de hombre: esa ratificación de la escisión paranoico-psicótica, y esa posibilidad de participación nocturna de los dos en el mismo mundo posible, me confundieron: lo sé. Al poco tiempo, quizás no tan sorpresivamente, fue él quien profirió sus habituales insultos, más duros, y decidió cesar en con el intercambio de mensajes: seguramente evaluó que pisaba en terreno en falso, y que era más sencillo mantenerse en la reclusión flagelante de sus cuatro paredes.
No lo culpo: en su condición, creo que cualquiera haría lo mismo. No obstante, a veces un remedo de su presencia, más virtual que real, me invade en mi interior. A veces, incluso, siento que me metamorfoseo en él, o él en mí, todavía. Abandonarme es abandonarlo, pero no puedo. Y, por eso, me lanzo a la escritura.
9/10/10
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