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jueves, 7 de octubre de 2010

Perfume de azahares

Un cuento sencillito, sencillito

A Susana
viva, entre tantos fantasmas


Nos mudamos a esa casa en marzo de 1984. Habíamos ido a conocerla unos días antes, llevados por mi abuelo en el Dodge 1500 blanco al que cuidaba más que a sí mismo. Recuerdo ese viaje interminable, por una avenida que luego se hacía ruta con varios carriles y que terminaba siendo una serpentina de dos manos. Y Después una curva, y un riacho, y la entrada con puentecito de quebracho y los pinos añejos en todo el perímetro del lote. A todos hubo algo que nos gustó en ese nuevo lugar: a mi mamá los árboles; a mi abuelo el juego de mesa y sillas de jardín; a mi hermana y a mí, la canaleta bajo los pinos que servía de desagüe a la pileta y que, pasando entre troncos y plantas y pastos crecidos, nos hacía creen en selvas y bosques surgidos entre alambres tejidos. Era uno de esos días de verano que, imperceptiblemente, se adelantaban al otoño, quizás por el tono levemente apagado de las plantas, o tal vez por la congoja de dejar la otra casa, la de nuestra primera infancia.

A la semana de vivir allí, entre muebles que estaban desordenados adentro y afuera, comenzábamos las clases. A mis once años se les sumaba una responsabilidad nueva: llevar y traer a Vicky en colectivo. A los nueve yo había tenido que aprender, a la fuerza, a viajar solo, un trayecto de una hora, y con combinación: a hacerlo sin nadie, imaginando que el colectivo jugaba carreras con los demás autos, o que los pasajeros competían, y triunfaba quien se sentara en el primer asiento (en uno de esos juegos, y por estar ganando, un mediodía tuve que cerrar los ojos y apoyarme en el vidrio, para no ceder el asiento, con tanta mala suerte que realmente me dormí y me pasé unas paradas, más allá de Camino de Cintura, es decir, más allá de donde tenía permitido ir en bicicleta: me largué a llorar, en esa soledad, hasta que alguien me explicó que, en realidad, estaba a unas pocas cuadras de casa) Pero a partir de la mudanza era distinto, porque tenía la responsabilidad de llevar a mi hermana, dejarla en la escuela, retirarla cuando yo salía de mi turno escolar, volver. Y atenderla a la mañana, porque estábamos los dos solos: que desayunara, que se bañara, peinarla con unas trenzas tirantísimas que le encantaban, cocinar al mediodía. La ida a la escuela era tranquila, porque íbamos sentados; pero en el regreso veníamos parados, en el viejo 88 de asientos reclinables y sin puerta atrás. Entonces tenía que lograr la mejor ubicación donde esperar que alguien se levantara, mientras le indicaba a mi hermana que esperara un poco más allá, vigilarla, lograr el asiento, cedérselo a ella, y vuelta a empezar. Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida sin los colectivos; seguramente, en esencia, hubiera sido la misma, pero se habría desarrollado de otro modo, sin dudas.

A mi papá se le había metido en la cabeza que las extensiones de la nueva casa permitían tener una quinta, un gallinero, árboles frutales. En el terreno lindero, que estaba libre, había sembrado maíz, papas, tomates, acelga, lechuga, ají, zapallo. De nuestro lado había instalado un gallinero en una de las esquinas, dejando libre el recorrido de la acequia de desagüe: un obstáculo más para recorrer. Había plantado también un limonero, un naranjo, un peral, y algunos otros más que se secaron enseguida. Con el tiempo todo eso pasó a ser una tediosa responsabilidad mía. En la anterior casa, que tenía poco jardín, los únicos frutales que conocía eran los del vecino Lencina, que inundaban todos nuestros ambientes con un intenso perfume de azahares. En el nuevo hogar, en cambio, era todo tan abierto, tan amplio, que ni los rosales que mi mamá había plantado frente a la casa, ni los jazmines, ni los naranjos o los mandarinos perfumaban el interior de la vivienda del mismo modo.

Al comenzar octubre de 1984, la maravilla de la vida en el campo se mostró, en todo el cañadón de la ruta, con el surgimiento de margaritas silvestres que tapizaban de blanco esa inmensa extensión verde que había entre la casa y el lejano asfalto. Mi mamá, mi hermana, y a veces mi abuela y mi abuelo salían entonces a juntar esas flores y llenar jarrones y hasta baldes enteros. Yo a veces también las juntaba, pero como excusa para ir a recorrer el arroyo hasta meterme en la parte de un laboratorio cercado que había más allá (y en donde una vez, estando con mis primos, un tipo de seguridad nos retuvo, arma en mano, hasta que mi abuelo, invocando su condición de oficial retirado de la Marina –no en vano se habían vivido tantos años de dictaduras: la enunciación de esas palabras valía por un verdadero acto de habla– nos retiró). En esas caminatas, o cuando me iba hasta el Río Matanza, que pasa a unas quince cuadras al fondo, y donde en esas épocas en las aguas cristalinas se podía pescar y cazar nutrias y hasta liebres, nunca iba mi hermana: eran, diríase hoy, viajes iniciáticos, que reforzaban ese viejo comentario que había escuchado de niño, sin entenderlo todavía muy bien: Es muy responsable, viaja solo a la escuela en colectivo y hasta tiene la llave de casa. De hecho, con mi hermana todavía nos llevábamos mal, tanto como pueden tratarse dos hijos que con cuatro años de diferencia de los cuales una, por lo tanto, una había venido a robar el cariño que antes los padres profesaban sólo al otro.

Al año siguiente yo ya empecé el secundario y, por mis horarios, no podía hacerme cargo de Vicky. Sin embargo, seguía viajando solo a la escuela, aunque ahora para el otro lado de la ruta, una media hora de viaje. Pasé todo ese año relacionándome con otros chicos de la ruta que iban a mi misma escuela, y comencé a ir a sus casas o ellos venir a la mía. En el 35, igual que yo, tenían un arroyo al fondo, pero no era tan exuberante como mi río. Íbamos, sí, pero en lugar de meternos en el agua o pescar o cazar, nos terminábamos escupiendo o arrojando bosta fresca, corriéndonos por toda la extensión de los campos que hoy están hacinados. Mi responsabilidad, con mi hermana, se limitaba a acompañarla a que tomara el micro que la llevaba a su escuela, o esperarla cuando regresaba. Así transcurrió todo 1985 y, con leves variantes, 1986, cuando como castigo por inconductas reiteradas la vicedirectora le recomendó a mi mamá que dejara de juntarme con chicos de la ruta y que me relacionara con gente sana, es decir, de Cañuelas. Tuve que elegir qué actividad social realizar en ese pueblo al que todavía odiaba, para hacerme amigo de paisanos, aunque el berrinche me duró poco y, al poco tiempo, ya estaba juntándome con nuevos amigos, sanos, con quienes, por ejemplo, nos trepábamos a los árboles más altos de la casa de Gastón Garzonio para tirar naranjas muy maduras o podridas, desde los fondos de su casa, a la gente que caminaba por la calle Libertad. Ese año Vicky tomó su primera comunión y me confesó, a mí primero que a nadie, que estaba enamorada de un chico de uno o dos años más, llamado Mauro.

En abril de 1987 todo parecía indicar que sería un año como los anteriores. Una tarde, acompañando a mi hermana desde la ruta a casa, después que la dejó Toti (el padre de una compañera mía y dueño del micro escolar que la traía desde la escuela), mientras veníamos caminando, se cayó. Algo sin importancia, salvo por el hecho de que le pasó porque tenía dormida la pierna. Mi comentario en casa la derivó al médico y, justo el día del cumpleaños de papá, los estudios dieron que había un tumor. En el cerebro. Y que era urgente e imperioso operar. Fue la primera vez que tuve que viajar solo hasta Once, y hasta un hospital, que no era lo mismo que haber seguido yendo a San Justo a visitar ex compañeros, o ir a la academia de peluquería donde cobraban más barato y, por lo tanto, ganaba una pequeña diferencia para los videojuegos. Esa vez era distinto. De hecho, las circunstancias tuvieron, como efectos secundarios, mi primera arritmia cardíaca y la muerte de mi abuelo, solo, también en un colectivo.

Vicky salió bien de la operación. Había perdido su hermoso pelo que yo trenzaba, pero al poco tiempo empezó a salirle, un tanto más oscuro. Estaba obligada a tomar de por vida cierta medicación que controlaba posibles secuelas de la operación cerebral, pero nada más. Ese año nos hicimos más compinches, más hermanos. Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida con una hermana cómplice: seguramente, en esencia, hubiera sido la misma, pero habría tenido alguien con quien poder conversar de igual a igual, alguien que habría llenado de sentido pleno (y no impostor e impostado), ese “tío” con que los hijos de mis amigos me llaman, a veces. El 17 de enero de 1988 tuvo, por primera vez y conmigo, en el jardín, una convulsión, que podía deberse a que la dosis de medicación resultara insuficiente, producto de su desarrollo. El 26 de ese mes se confirmó que, en lugar de uno, había dos tumores que la radioterapia no había logrado vencer. Las posibilidades de una segunda operación eran ínfimas y, entonces, sin decirlo –pero sabiendo qué se callaba– mis padres optaron por no operar. Lo primero que le afectó fue la visión, hasta quedar ciega; luego la misma pierna del año anterior, con el brazo de ese lado del cuerpo; postrada en la cama, comenzó a no articular bien las palabras, hasta que sólo pudo expresarse con leve arqueo de cejas, una sutil caricia de su mano móvil otra. No conocía los pormenores, pero hacía lo imposible por consolar a los demás. Una de las últimas cosas que me contó, cuando todavía algo se le entendía, era que estaba enamorada de Juan Francisco, mi amigo. Y lo último que me dijo fue que me quería. Yo le contesté que también, y que nuestras peleas de chicos, mi hostigamiento de hermano mayor, era (y es) la única y mejor forma que siempre tuve de demostrar mi amor. Pero no aguanté mucho diciéndoselo y tuve que dejarla, para no quebrar el juramento de no llorar delante de ella.

Pese a que yo trataba de no hacer fuera de casa más cosas que ir a la escuela, la tarde del 22 de junio me fui a San Justo, no recuerdo por qué, sabiendo que no tenía que retrasarme demasiado. Para cuando volví ya estaba muerta, todavía en la cama grande de mis viejos. Esa noche, coincidencias extrañas, unos asaltantes mataron en su casa a Julieta, la chica de quien mi amigo Juan Francisco estaba profundamente enamorado.

Esa casa no volvió a ser la misma. Con el tiempo las cosas pasaron a ser lo que realmente eran: un simple parque grande, árboles, una zanja aburrida que permitía el desagüe de la pileta. Ya no había gallinas, ni quinta en el terreno de al lado; de algún modo, los colores y la luz se obstinaron en quedar registrados como una permanente tarde de otoño. Yo pude llorar esa muerte dos años después, yendo a estudiar a Capital: una nena, en algún asiento, hablaba como Vicky en sus últimos tiempos. Y, solo y en un colectivo, derrumbé algo, el segundo de mis grandes muros. Con el tiempo me recibí, empecé a trabajar en la zona; mis amigos terminaron presentándome a aquel Mauro de quien Vicky había estado enamorada, aunque nunca supe explicarle cuál era mi gusto al conocerlo. Allí viví nueve años más, que se suman a los once acá, donde ahora estoy. Desde hace tres o cuatro años (ya muerto también mi viejo, y en esa misma casa, una noche cuando yo festejaba en este, mi nuevo hogar, un cumpleaños), viven allá otras personas, que como corresponde no se hicieron cargo de todos esos recuerdos, de toda esa historia, de todo ese dolor.

Hoy pasé por tres hechos que se concatenaron de un modo, quizás, premonitorio. Estuve en La Plata, y la ciudad estaba inundada de perfume de azahar, por todos lados: el mismo penetrante aroma de la casa de Lencina y que impregnaba todo en mi primera infancia. De regreso, el micro en que volvíamos pasó por mi antigua casa de Ruta 3, completamente distinta, con aquel asfalto que ahora es de doble mano y colectoras de cemento que pasan casi por la puerta, por donde antes estaba el cañadón y el ombú y el puentecito de durmientes de quebracho. Sin embargo, las margaritas silvestres, a pesar de todo esto, pugnan persistir tímidas en el nuevo paisaje, removidas, solitarias, en ese lugar que es menos rural y más extraño.

Jamás pude relatar a alguien todo esto, y si hoy lo hago es porque hace tiempo que comprobé que escribir ya no conjura mis miedos. Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida si hubiera podido construirme de otro modo; seguramente, seguramente, en esencia, hubiera sido la misma, pero conciliaría más rápido el sueño, o no seguiría soñando con las mismas personas, la misma casa y el mismo parque. Dicen que de nada vale preguntarse por el qué hubiera sido, sino por lo que fue, ya que es lo más difícil de responder. También dicen que minutos antes de morir, a las personas se les aparece su vida como en una película. Si esto resulta así, esta noche (seguramente) por fin podré dormir.

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