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jueves, 27 de marzo de 2008
De nuevo el tema agrario y la torta • Cuestiones de orden político (dejemos por un rato los órdenes del discurso) • Pido perdón si sale largo: sucede que quiero "volcar" mi pensamiento en la escritura y ordenarlo
Argentina, potencia
Los latifundistas que fundaron este país, allá por el siglo XIX, se sintieron siempre los dueños de todo: dueños materiales y simbólicos, por tener la tierra y por tener el apellido forjado en la bosta de esa tierra. La crisis de 1930 y las coyunturas de las dos guerras septentrionales (nunca entendí por qué han de ser denominadas mundiales) permitieron un tibio desarrollo de manufacturas, de industria, sobre la base de la agricultura y la ganadería. Orgullosos funcionarios de la oligarquía que aseveraban, voz bien estridente, que éramos la mejor joya del Imperio Británico, o que éramos el granero del mundo, favorecían la diversificación de la renta entre el grupete de gente distinguida. El resto, todo el resto, a ver los fastos de la fiesta soñando con somníferos al estilo Cenicienta, que siempre funcionaron en diversas modalidades y épocas.
La militancia y el trabajo de base de socialistas y anarquistas pugnó, en esta etapa preperonista, por la conciencia de clase, es decir, por la desnaturalización de la relación opresor-oprimido, y la lucha de clase para revertir o invertir esta relación. El radicalismo, con Alem e Yirigoyen, supuso -haciendo un parangón con la Revolución Francesa- un ajuste de cuentas de corte liberal frente al poder concentrado de la oligarquía terrateniente, por parte de las pequeñas burguesías urbanas que patalearon por poder meter un poco más el hocico en el manejo de la cosa pública, constituyendo lo que hoy denominaríamos una clase media, es decir, esa clase híbrida que no tenía (ni tiene) los medios de producción pero tampoco se siente, se reconoce, como parte del oprimido, y por eso busca lograr, al menos, los derechos civiles de los de arriba, participar en los circuitos económicos secundarios de esa oligarquía, y que se acote bien acotadito a los de abajo, nativos o inmigrantes, politizados o independientes.
Desde el Perón de 1946, y especialmente con Eva Duarte, su esposa, cierta línea de continuidad de ese radicalismo popular se amalgamó con una visión de anticuerpo para la amenaza anarco-socialista: a la idea de conciencia de clase se superpuso otra mucho más sencilla de, podríamos decir, visibilización de la clase, es decir, hacer emerger al oprimido en los espacios sociales, en la legislación, en el discurso, en lo simbólico, logrando, en el mejor de los casos, esa añorada movilidad social, la idea de que es posible pasar a ser clase media sin más lucha que la individual y la ayudita del Estado, el híbrido que busca no ser de un lado y no puede ser del otro. Esta visibilización, reformulada de ciertas modalidades fascistas en auge entonces, supuso, por ejemplo, la famosa conquista de la Plaza de Mayo: el aluvión zoológico -se dijo así- de cabecitas negras que se mojaban las patas en la fuente el 17 de octubre del '45. Esta visibilización no produjo toma de conciencia, lucha de clases, porque ahí estaba el punto central de la diferencia y de la neutralización, del anticuerpo: podrá valorarse positiva o negativamente el hecho de que ese peronismo haya logrado inéditos niveles de participación del obrero en la renta, el PBI per cápita, etc., pero lo cierto es que eso no solo no fue de la mano del programa anarquista-socialista sino que lo anuló en términos políticos: la transversalidad y el aparato que fagocita no es un invento K...
Sí provocó, es indudable, un doble sentimiento de repulsión: la oligarquía que vio que el Teatro Colón, que la av. Alvear, etc., empezaban a ser transitados por esas sirvientitas ahora visibles, sus novios-operarios igualmente visibles, y sus hijos, se sintió acorralada, circunscripta, acotada desde lo simbólico (Casa tomada de Cortázar, digamos). Y tuvo que aflojar un poco de guita. Nada más que eso. En términos históricos, visto desde hoy y desde su perspectiva, fue lo mejor que pudo pasarles, porque no puso en discusión la verdadera naturaleza de la explotación. Pero se sabe que el que se acostumbró a tener todo no se preocupa por la minucia histórica, sino por no dar ahora la moneda, quizás porque se siente íntimamente convencido de que a la larga todo es y seguirá siendo suyo, y que si hoy tiene que darla mañana se la recupera y con creces. No olvidemos que están acostumbrados desde antes del feudalismo, desde el comienzo de los tiempos, a llevar la sartén por el mango. Esta buena gente es la que, a partir de una anécdota mediática, comenzó a ser denominada desde 1955 como gorila.
La repulsión del proletario, en el explotado, fue de otro orden: no fue visceral, porque no la sostuvo la conciencia de clases: apenas fue revancha, fue ese típico gaste que uno de Ríver le hace a uno de Boca cuando éstos pierden el partido. Fue algo así como "mirá cómo camino ahora por tu av. Alvear, no sé bien para qué, pero mirá cómo camino". Fue también una nueva santificación, la nueva deificación de los ídolos de las grandes masas, un nuevo patronato, como antes lo habían sido las damas de sociedad. Después del '55 será otra historia, se forjará una conciencia, no de clase sino política, y fue políticamente (y no desde convicción sociológico-ideológica) como se equiparó peronismo con obrero, con pobre, con pueblo, en una militancia que luchó contra una proscripción política, pero que tuvo que esperar hasta los '70 para pensar, nuevamente, la historia en términos de clases sociales y explotación.
La cuestión fue cómo reducir poco a poco esos espacios (materiales y simbólicos) que el proletario había avasallado. Tímidamente desde 1955, con furia y muerte desde 1976, la reconquista de esos espacios fue la tarea central de esa oligarquía terrateniente. Pero la situación actual no es la misma:
1) toda la militancia que en los '70 podría equipararse a la militancia anarquista y socialista de principios de siglo, fue chupada. El error de principios de siglo fue corregido: todo lo que no se logró con la Ley de Residencia, las persecuciones, la picana de Lugones (h), fue perfeccionado en un plan sistemático de asesinatos que son conocidos como desapariciones forzadas. Los '90 no tuvieron una base de militancia, cuestionamiento, lucha ideológica sino que se fundaron en una elipsis anterior, un silenciamiento por el terror.
2) la polarización explotador/explotado, que en los principios del siglo XX era nítida y actuaba como condición de posibilidad objetiva para el semillero anarquista y socialista, cedió paso a una trama compleja de ascensos y descensos en esa movilidad que provocó el peronismo de los '40: el que subió se olvidó de lo que había sido (y no quería volver a serlo) y el que cayó pensaba más en volver a subir que en pelearla desde abajo (por supuesto, siempre hablando en términos genéricos: siempre habrá, por suerte, casos particulares para contraejemplificar)
3) el contexto internacional (y el modo como se relacionó el país con ese contexto desde 1955, o antes) ensayó con éxito el repliegue de las oligarquías conservadoras al poder; en nuestro caso particular, cooptando en los '90 el peronismo y vaciándolo de ese sentido de identidad de clase (política) que se había construido en los '50 y '70, estimulando entonces ya no planes de genocidio y desarticulación social desde lo represivo-(para)militar sino desde lo represivo-económico
4) La composición misma de la oligarquía tradicional se diversificó, fuera por los tímidos conatos industrialistas, fuera por las nuevas relaciones de cierta clase media con el Estado en los últimos 50 años
¿Y hoy qué (h)onda?
Durante el sultanato de los '90, hubo miltancia en contra. No estoy pensando en Bordón-Álvarez del '95, por supus, porque eso ni siquiera fue contradiscurso. Hubo piquetes, señores piquetes, de los que -pauperizados por la indignidad y el desempleo- salieron a cortar rutas: primero alrededor de ex centros productivos, luego en todos lados. El común de estos casos era que esos caídos del sistema salían a reclamar ser incluidos. En muchos casos, la alternativa que se pidió o se dio fue el plan, algún tipo de dádiva o prevenda estatal. En otros, quizás los menos -o al menos, los que emergieron menos en términos de alternativa revolucionaria- la opción fue cooperativizarse, apropiarse de los medios de producción: incluirse en un microsistema por fuera del sistema que los excluyó. Juzgar cuál de las dos alternativas es más ética, es mejor, etc., desde la encorsetada mirada de clase-media-que-no-se-cayó sería tan ridículo como impugnar que el beso esquimal sea con las narices y no con un buen par de lengüetazos: como diría Jauretche, es esperar que la cabeza se acomode al sombrero en lugar de buscar un sombrero del talle de la cabeza. Desde el lugar del que trabaja, mal o bien, precarizado o no, responder que la alternativa para el que fue despojado de trabajo (y todo lo demás) es que de una buena vez deje de haraganear y trabaje, es como decirle a un enfermo terminal de cáncer que de una buena vez se ponga las pilas y deje de tener cáncer. La sempiterna clase media del menemato osciló entre los viajes al exterior, el oasis de la tecnología de punta que se vino con la modernización global, y el temor a caer, a ser eso que la clase media no quiere ser, justo en el momento cuando más que nunca la ilusión del viaje a Europa en cuotas acercaba a la vuelta de la esquina la ilusión de estatus.
Sin embargo, un buen día, piquete y cacerola la lucha es una sola. El temor a estar transitando el último borde antes del abismo hizo que la clase media saliera a las calles y acompañara a esos que nunca quiso ser. Digámoslo claramente: aun en ese momento la oligarquía hizo negocio, pesificó deudas contraídas previamente en dólares contantes y sonantes, que se fugaron un par de días antes del corralito/corralón, y que volvieron un par de días después, para comprar en una economía deprimida, con moneda que valía tres veces más, y mercancías que valían menos que tres veces menos. Sin embargo, en cuanto hubo un atisbo de que este peligro no ocurriría, desapareció esa clase media de la lucha, López Murphi pareció una muy buena opción y se fotografió en el podio en 2003, y el consumo y la sensación de estar adentro les hizo volver la sangre a las venas a los medios pelos de la sociedad. E incluso a muchos de los que se habían caído, y que tenían por anhelo volver, costara lo que costara. El militante que optó por la prebenda se encontró feliz de que le ofrecieran alguna subsecretaría, algún plan, alguna cosilla, y el que la peleó por el lado de la colectivización la vio mejorar tibiamente, quizás, y con eso le alcanzó por el momento, porque reconstruir una conciencia de clase, sesenta o más años después de haberla adormecido, es una tarea bastante difícil, mucho más compleja que creer que votando a Cristina se arreglan los problemas.
Es así como llegamos al día de hoy, con un gobierno típicamente peronista, en el sentido como analizábamos más arriba: dar un poco, pelear un toque el tamaño de la porción de la renta, gesticular por izquierda y actuar por derecha, para seguir aletargando la desnaturalización de la explotación. Un gobierno formado por cierta oligarquía medio pelo (¿o alguien cree que los K son clase media?), nuevos ricos, burguesía nacida al calor de los negocios con el Estado, alianza compleja entre ciertos sectores de esa oligarquía y ciertos sectores de esa burguesía, que busca tirar el caracú con carne a las masas para quedarse, una vez más, y siempre, con el lomo. Entonces, si estamos en alianza, ¿por qué a mí las cacerolas?, trina que trina la señora Cristina.
Piquete y cacerola, la soja es una sola
Las clases medias urbanas surgieron, acá y en otros lados, como un recorte social autoconstruido que reclamó por derechos que los diferenciaran del proletario. Ni en la Revolución Francesa ni acá, el ciudadano fue cualquier persona, ni se peleó para que fueran todos ciudadanos. La pequeña burguesía urbana se visualizó a sí misma como el jamón del medio, la mediadora entre el explotador y explotado, sea en administación burocrática, sea en servicios (educación, salud), en términos represivos (policía, fuerzas armadas) o, modernamente, en términos religiosos (tradicionalmente, cura fue siempre cualquiera de los hijos de la aristocracia, con excepción del primero, por eso del primogénito y la herencia) Autoinstituirse como el mediador, entre el que quiero ser y no puedo y el que casi podría ser pero no quiero, supone que uno de los dos polos es necesario pero odioso, y el otro es necesario y loable, deseable: defendible. Para las rancias aristocracias, el chorro puede ser cualquiera, incluso uno de ellos mismos, por aquello de que el ladrón conoce a los de su condición; para las clases medias, los chorros son casi indefectiblemente, los negros.
Si al negro (pobre, cabeza, chorro, peronista, o como se lo llame) le tocan un poco más el orto, no pasa nada, por una especie de naturalización inexorable: pobres siempre va a haber (barrenderos y peones de campo siempre vamos a tener). Si al negro lo exprimen un poco más es soberano acto de justicia, porque el negro nació para ser explotado yas que no tiene más que la fuerza de su trabajo y ésta es trabajo-para otros (porque los derechos que la pequeña burguesía reclama, los reclama para sí, tácita o explícitamente: desde el matrimonio homosexual hasta que las tarjetas de crédito cobren menores tasas, estamos hablando de cuestiones de un mundo-otro, un mundo cuya escala de valores no tiene nada que ver con el mundo del explotado) El negro siempre molesta, siempre resulta espejo, y cuando se visibiliza, las clases medias se crispan. Cosa muy distinta es cuando se visibiliza la gente como uno. Gente de campo, por ejemplo.
Sin saber bien por qué, un martes la presidenta habló y las cacerolas cocinaron un sofisticado plato. Algunos tronaban el escarmiento por solidaridad con el campo, otros por la inseguridad y andá a saber, quizás algunos por esnobismo. Al campo le están metiendo la mano y eso es intolerable, decían o pensaban. El campo no es un grupo homogéneo, ya lo charlamos. Al campo no le meten nada que no quiera, o al menos se lo hacen con lubricante y respeto. Veamos:
1) venden productos con nada o poco de valor agregado, o sea, un peón alcanza para sembrar y cosechar de sol a sol: no hay mano de obra intensiva ni industrialización fuerte.
2) venden a precios internacionales, liquidando con divisas artificialmente altas sostenidas por todos nosotros/as. Vendian, digamos, 100 semillas, hace un año, a 100U$S; ahora, con el alza internacional, las venden a 150 U$S. Los precios internos y los costos no subieron a ese ritmo (la inflación no fue tanta) y la subida de costos en dólares acompañó ese incremento (hay inflación en dólares en todo el mundo). Por otra parte, el alza interna se amortigua con la apreciación, leve pero constante, de la cotización de la divisa en el mercado local (el dolar en Argentina no estaba, hace un año, 3.20$ como ahora)
3) Se aplicaban hace un año retenciones de 35% sobre la venta, es decir, el Estado se quedaba con U$S 35 por cada 100 U$S. El quilombo empezó por la suba a 44%, pero 44% de 150 U$S es 66 U$S (en nuestro hipotético ejemplo, pero la proporción es lo que cuenta), o sea que antes ganaban U$S 75 y ahora ganan, con más retenciones, U$S 86.
4) Tuvieron y tienen exenciones de todo tipo, que no tienen otros sectores. Esto, que nadie dice, marca claramente la alianza. Sólo por hablar de lo mío, como siempre, para no meter la pata, afirmo: en términos bien puramente económicos, bien de derecha, lo más importante para un país se produce en la educación. En el discurso, lo declaman todos. Sin embargo, al campo y no a los docentes se le subsidia el combustible, el flete, impuestos provinciales y municipales, etc. Ni a las PyME, ni a las cooperativas: al campo.
5) El campo decidió parar 20 días, lo cual implicó un me cago en lo que comas, implicó cortar rutas, con muertos incluidos. Dependiendo del cristal con que se mire, esto fue justo, soberano, el pueblo en las calles, y basta de injusticia dirigista. Antes, cuando estaban y protestaban los negros, era una situación intolerable y un relajamiento del estado de derecho. También implicó hordas mercenarias de grupos de choque en la Plaza y otros lugares. Entre otros, Mariano Grondona, activo militante de la juventud universitaria católica en 1955 (un grupo de choque gorila que atacaba a negros peronistas por el solo hecho de serlo), pataleó por la plaza y las piñas de D'Elía.
Muy pocos de los que se expresaron en el cacerolacito de ese martes tenía en claro nada. Era solidaridad individual ciega, con un grupo de productores agropecuarios que siempre actuaron por su cuenta, también individualmente. Jamás les calentó nada de lo que pasaba más abajo, pero cuando tuvieron que extorsionar lo hicieron con aquellos métodos que, en ellos, visten tan bien. No es lo mismo un pequeño productor que uno grande, eso es indudable. Un multinacional que un nacional. Un sojero que un triguero. Pero que hayan venido haciendo la suya, ganándola por su cuenta, subfacturando la venta, sacando compensaciones y demases, sin asociarse, sin agremiarse, sin cooperativizarse, no es sino la marca de su orillo. Ahora se quejan del grande y piden tratamiento diferenciado. Ahora recuerdan cómo, en el grito de Alcorta, los arrendatarios minifundistas se plantaron ante los latifundistas y arrancaron rebajas en alquileres y otras yerbas. Y ahora, sin embargo, venden la creencia de que el gran problema está en el Estado, y no en el latifundista que maneja a su antojo precios y condiciones. El Estado, muchachos, siempre estuvo de su lado.
El problema no es el de las retenciones: retener parte de esas ganancias extraordinarias, basadas en el paraguas que ofrece vender a un dólar que sólo acá está tan alto, es acto de estricta justicia. Que esa guita no llega a donde tiene que llegar, ni redistribuye, que coopta, que compra votos y voluntades, también es estrictamente cierto. Que el Estado podría fomentar con esa guita emprendimientos colectivos, en tierras no sembradas (propias o privadas), y vender eso en el mercado interno a precios de mercado interno, y cobrar altísimas retenciones a la exportación; que el Estado tendría que regular cómo y dónde se siembra, y quién; que en doscientos años de ser el granero del mundo no redundó en que nunca, jamás, toda la población tuviera al menos la panza llena; que estamos gobernados por un opio que esconde la explotación atrás del nuevo celular: todo eso tendría que haber sido pedido, exigido, gritado en un cacerolazo.
Ahora resulta que asusta ver las divisiones, ver las antinomias, ver la polarización, como si alguna vez hubiera estado resuelto el abismo. Apurado, te diría: estoy con el gobierno. Pero apurado no sirve. La polarización existió, existe y existirá, al menos por los próximos cuatro años, porque es funcional. Ahora resulta que la cosa es algo así como peronistas versus la ciudad y el campo. Y es una ficción, como toda polarizacón creada por el marketing. Como la famosa Stones versus Beatles, que todos sabemos que fue un invento: la verdadera y única siempre fue Rolling vs. Stones.
Los latifundistas que fundaron este país, allá por el siglo XIX, se sintieron siempre los dueños de todo: dueños materiales y simbólicos, por tener la tierra y por tener el apellido forjado en la bosta de esa tierra. La crisis de 1930 y las coyunturas de las dos guerras septentrionales (nunca entendí por qué han de ser denominadas mundiales) permitieron un tibio desarrollo de manufacturas, de industria, sobre la base de la agricultura y la ganadería. Orgullosos funcionarios de la oligarquía que aseveraban, voz bien estridente, que éramos la mejor joya del Imperio Británico, o que éramos el granero del mundo, favorecían la diversificación de la renta entre el grupete de gente distinguida. El resto, todo el resto, a ver los fastos de la fiesta soñando con somníferos al estilo Cenicienta, que siempre funcionaron en diversas modalidades y épocas.
La militancia y el trabajo de base de socialistas y anarquistas pugnó, en esta etapa preperonista, por la conciencia de clase, es decir, por la desnaturalización de la relación opresor-oprimido, y la lucha de clase para revertir o invertir esta relación. El radicalismo, con Alem e Yirigoyen, supuso -haciendo un parangón con la Revolución Francesa- un ajuste de cuentas de corte liberal frente al poder concentrado de la oligarquía terrateniente, por parte de las pequeñas burguesías urbanas que patalearon por poder meter un poco más el hocico en el manejo de la cosa pública, constituyendo lo que hoy denominaríamos una clase media, es decir, esa clase híbrida que no tenía (ni tiene) los medios de producción pero tampoco se siente, se reconoce, como parte del oprimido, y por eso busca lograr, al menos, los derechos civiles de los de arriba, participar en los circuitos económicos secundarios de esa oligarquía, y que se acote bien acotadito a los de abajo, nativos o inmigrantes, politizados o independientes.
Desde el Perón de 1946, y especialmente con Eva Duarte, su esposa, cierta línea de continuidad de ese radicalismo popular se amalgamó con una visión de anticuerpo para la amenaza anarco-socialista: a la idea de conciencia de clase se superpuso otra mucho más sencilla de, podríamos decir, visibilización de la clase, es decir, hacer emerger al oprimido en los espacios sociales, en la legislación, en el discurso, en lo simbólico, logrando, en el mejor de los casos, esa añorada movilidad social, la idea de que es posible pasar a ser clase media sin más lucha que la individual y la ayudita del Estado, el híbrido que busca no ser de un lado y no puede ser del otro. Esta visibilización, reformulada de ciertas modalidades fascistas en auge entonces, supuso, por ejemplo, la famosa conquista de la Plaza de Mayo: el aluvión zoológico -se dijo así- de cabecitas negras que se mojaban las patas en la fuente el 17 de octubre del '45. Esta visibilización no produjo toma de conciencia, lucha de clases, porque ahí estaba el punto central de la diferencia y de la neutralización, del anticuerpo: podrá valorarse positiva o negativamente el hecho de que ese peronismo haya logrado inéditos niveles de participación del obrero en la renta, el PBI per cápita, etc., pero lo cierto es que eso no solo no fue de la mano del programa anarquista-socialista sino que lo anuló en términos políticos: la transversalidad y el aparato que fagocita no es un invento K...
Sí provocó, es indudable, un doble sentimiento de repulsión: la oligarquía que vio que el Teatro Colón, que la av. Alvear, etc., empezaban a ser transitados por esas sirvientitas ahora visibles, sus novios-operarios igualmente visibles, y sus hijos, se sintió acorralada, circunscripta, acotada desde lo simbólico (Casa tomada de Cortázar, digamos). Y tuvo que aflojar un poco de guita. Nada más que eso. En términos históricos, visto desde hoy y desde su perspectiva, fue lo mejor que pudo pasarles, porque no puso en discusión la verdadera naturaleza de la explotación. Pero se sabe que el que se acostumbró a tener todo no se preocupa por la minucia histórica, sino por no dar ahora la moneda, quizás porque se siente íntimamente convencido de que a la larga todo es y seguirá siendo suyo, y que si hoy tiene que darla mañana se la recupera y con creces. No olvidemos que están acostumbrados desde antes del feudalismo, desde el comienzo de los tiempos, a llevar la sartén por el mango. Esta buena gente es la que, a partir de una anécdota mediática, comenzó a ser denominada desde 1955 como gorila.
La repulsión del proletario, en el explotado, fue de otro orden: no fue visceral, porque no la sostuvo la conciencia de clases: apenas fue revancha, fue ese típico gaste que uno de Ríver le hace a uno de Boca cuando éstos pierden el partido. Fue algo así como "mirá cómo camino ahora por tu av. Alvear, no sé bien para qué, pero mirá cómo camino". Fue también una nueva santificación, la nueva deificación de los ídolos de las grandes masas, un nuevo patronato, como antes lo habían sido las damas de sociedad. Después del '55 será otra historia, se forjará una conciencia, no de clase sino política, y fue políticamente (y no desde convicción sociológico-ideológica) como se equiparó peronismo con obrero, con pobre, con pueblo, en una militancia que luchó contra una proscripción política, pero que tuvo que esperar hasta los '70 para pensar, nuevamente, la historia en términos de clases sociales y explotación.
La cuestión fue cómo reducir poco a poco esos espacios (materiales y simbólicos) que el proletario había avasallado. Tímidamente desde 1955, con furia y muerte desde 1976, la reconquista de esos espacios fue la tarea central de esa oligarquía terrateniente. Pero la situación actual no es la misma:
1) toda la militancia que en los '70 podría equipararse a la militancia anarquista y socialista de principios de siglo, fue chupada. El error de principios de siglo fue corregido: todo lo que no se logró con la Ley de Residencia, las persecuciones, la picana de Lugones (h), fue perfeccionado en un plan sistemático de asesinatos que son conocidos como desapariciones forzadas. Los '90 no tuvieron una base de militancia, cuestionamiento, lucha ideológica sino que se fundaron en una elipsis anterior, un silenciamiento por el terror.
2) la polarización explotador/explotado, que en los principios del siglo XX era nítida y actuaba como condición de posibilidad objetiva para el semillero anarquista y socialista, cedió paso a una trama compleja de ascensos y descensos en esa movilidad que provocó el peronismo de los '40: el que subió se olvidó de lo que había sido (y no quería volver a serlo) y el que cayó pensaba más en volver a subir que en pelearla desde abajo (por supuesto, siempre hablando en términos genéricos: siempre habrá, por suerte, casos particulares para contraejemplificar)
3) el contexto internacional (y el modo como se relacionó el país con ese contexto desde 1955, o antes) ensayó con éxito el repliegue de las oligarquías conservadoras al poder; en nuestro caso particular, cooptando en los '90 el peronismo y vaciándolo de ese sentido de identidad de clase (política) que se había construido en los '50 y '70, estimulando entonces ya no planes de genocidio y desarticulación social desde lo represivo-(para)militar sino desde lo represivo-económico
4) La composición misma de la oligarquía tradicional se diversificó, fuera por los tímidos conatos industrialistas, fuera por las nuevas relaciones de cierta clase media con el Estado en los últimos 50 años
¿Y hoy qué (h)onda?
Durante el sultanato de los '90, hubo miltancia en contra. No estoy pensando en Bordón-Álvarez del '95, por supus, porque eso ni siquiera fue contradiscurso. Hubo piquetes, señores piquetes, de los que -pauperizados por la indignidad y el desempleo- salieron a cortar rutas: primero alrededor de ex centros productivos, luego en todos lados. El común de estos casos era que esos caídos del sistema salían a reclamar ser incluidos. En muchos casos, la alternativa que se pidió o se dio fue el plan, algún tipo de dádiva o prevenda estatal. En otros, quizás los menos -o al menos, los que emergieron menos en términos de alternativa revolucionaria- la opción fue cooperativizarse, apropiarse de los medios de producción: incluirse en un microsistema por fuera del sistema que los excluyó. Juzgar cuál de las dos alternativas es más ética, es mejor, etc., desde la encorsetada mirada de clase-media-que-no-se-cayó sería tan ridículo como impugnar que el beso esquimal sea con las narices y no con un buen par de lengüetazos: como diría Jauretche, es esperar que la cabeza se acomode al sombrero en lugar de buscar un sombrero del talle de la cabeza. Desde el lugar del que trabaja, mal o bien, precarizado o no, responder que la alternativa para el que fue despojado de trabajo (y todo lo demás) es que de una buena vez deje de haraganear y trabaje, es como decirle a un enfermo terminal de cáncer que de una buena vez se ponga las pilas y deje de tener cáncer. La sempiterna clase media del menemato osciló entre los viajes al exterior, el oasis de la tecnología de punta que se vino con la modernización global, y el temor a caer, a ser eso que la clase media no quiere ser, justo en el momento cuando más que nunca la ilusión del viaje a Europa en cuotas acercaba a la vuelta de la esquina la ilusión de estatus.
Sin embargo, un buen día, piquete y cacerola la lucha es una sola. El temor a estar transitando el último borde antes del abismo hizo que la clase media saliera a las calles y acompañara a esos que nunca quiso ser. Digámoslo claramente: aun en ese momento la oligarquía hizo negocio, pesificó deudas contraídas previamente en dólares contantes y sonantes, que se fugaron un par de días antes del corralito/corralón, y que volvieron un par de días después, para comprar en una economía deprimida, con moneda que valía tres veces más, y mercancías que valían menos que tres veces menos. Sin embargo, en cuanto hubo un atisbo de que este peligro no ocurriría, desapareció esa clase media de la lucha, López Murphi pareció una muy buena opción y se fotografió en el podio en 2003, y el consumo y la sensación de estar adentro les hizo volver la sangre a las venas a los medios pelos de la sociedad. E incluso a muchos de los que se habían caído, y que tenían por anhelo volver, costara lo que costara. El militante que optó por la prebenda se encontró feliz de que le ofrecieran alguna subsecretaría, algún plan, alguna cosilla, y el que la peleó por el lado de la colectivización la vio mejorar tibiamente, quizás, y con eso le alcanzó por el momento, porque reconstruir una conciencia de clase, sesenta o más años después de haberla adormecido, es una tarea bastante difícil, mucho más compleja que creer que votando a Cristina se arreglan los problemas.
Es así como llegamos al día de hoy, con un gobierno típicamente peronista, en el sentido como analizábamos más arriba: dar un poco, pelear un toque el tamaño de la porción de la renta, gesticular por izquierda y actuar por derecha, para seguir aletargando la desnaturalización de la explotación. Un gobierno formado por cierta oligarquía medio pelo (¿o alguien cree que los K son clase media?), nuevos ricos, burguesía nacida al calor de los negocios con el Estado, alianza compleja entre ciertos sectores de esa oligarquía y ciertos sectores de esa burguesía, que busca tirar el caracú con carne a las masas para quedarse, una vez más, y siempre, con el lomo. Entonces, si estamos en alianza, ¿por qué a mí las cacerolas?, trina que trina la señora Cristina.
Piquete y cacerola, la soja es una sola
Las clases medias urbanas surgieron, acá y en otros lados, como un recorte social autoconstruido que reclamó por derechos que los diferenciaran del proletario. Ni en la Revolución Francesa ni acá, el ciudadano fue cualquier persona, ni se peleó para que fueran todos ciudadanos. La pequeña burguesía urbana se visualizó a sí misma como el jamón del medio, la mediadora entre el explotador y explotado, sea en administación burocrática, sea en servicios (educación, salud), en términos represivos (policía, fuerzas armadas) o, modernamente, en términos religiosos (tradicionalmente, cura fue siempre cualquiera de los hijos de la aristocracia, con excepción del primero, por eso del primogénito y la herencia) Autoinstituirse como el mediador, entre el que quiero ser y no puedo y el que casi podría ser pero no quiero, supone que uno de los dos polos es necesario pero odioso, y el otro es necesario y loable, deseable: defendible. Para las rancias aristocracias, el chorro puede ser cualquiera, incluso uno de ellos mismos, por aquello de que el ladrón conoce a los de su condición; para las clases medias, los chorros son casi indefectiblemente, los negros.
Si al negro (pobre, cabeza, chorro, peronista, o como se lo llame) le tocan un poco más el orto, no pasa nada, por una especie de naturalización inexorable: pobres siempre va a haber (barrenderos y peones de campo siempre vamos a tener). Si al negro lo exprimen un poco más es soberano acto de justicia, porque el negro nació para ser explotado yas que no tiene más que la fuerza de su trabajo y ésta es trabajo-para otros (porque los derechos que la pequeña burguesía reclama, los reclama para sí, tácita o explícitamente: desde el matrimonio homosexual hasta que las tarjetas de crédito cobren menores tasas, estamos hablando de cuestiones de un mundo-otro, un mundo cuya escala de valores no tiene nada que ver con el mundo del explotado) El negro siempre molesta, siempre resulta espejo, y cuando se visibiliza, las clases medias se crispan. Cosa muy distinta es cuando se visibiliza la gente como uno. Gente de campo, por ejemplo.
Sin saber bien por qué, un martes la presidenta habló y las cacerolas cocinaron un sofisticado plato. Algunos tronaban el escarmiento por solidaridad con el campo, otros por la inseguridad y andá a saber, quizás algunos por esnobismo. Al campo le están metiendo la mano y eso es intolerable, decían o pensaban. El campo no es un grupo homogéneo, ya lo charlamos. Al campo no le meten nada que no quiera, o al menos se lo hacen con lubricante y respeto. Veamos:
1) venden productos con nada o poco de valor agregado, o sea, un peón alcanza para sembrar y cosechar de sol a sol: no hay mano de obra intensiva ni industrialización fuerte.
2) venden a precios internacionales, liquidando con divisas artificialmente altas sostenidas por todos nosotros/as. Vendian, digamos, 100 semillas, hace un año, a 100U$S; ahora, con el alza internacional, las venden a 150 U$S. Los precios internos y los costos no subieron a ese ritmo (la inflación no fue tanta) y la subida de costos en dólares acompañó ese incremento (hay inflación en dólares en todo el mundo). Por otra parte, el alza interna se amortigua con la apreciación, leve pero constante, de la cotización de la divisa en el mercado local (el dolar en Argentina no estaba, hace un año, 3.20$ como ahora)
3) Se aplicaban hace un año retenciones de 35% sobre la venta, es decir, el Estado se quedaba con U$S 35 por cada 100 U$S. El quilombo empezó por la suba a 44%, pero 44% de 150 U$S es 66 U$S (en nuestro hipotético ejemplo, pero la proporción es lo que cuenta), o sea que antes ganaban U$S 75 y ahora ganan, con más retenciones, U$S 86.
4) Tuvieron y tienen exenciones de todo tipo, que no tienen otros sectores. Esto, que nadie dice, marca claramente la alianza. Sólo por hablar de lo mío, como siempre, para no meter la pata, afirmo: en términos bien puramente económicos, bien de derecha, lo más importante para un país se produce en la educación. En el discurso, lo declaman todos. Sin embargo, al campo y no a los docentes se le subsidia el combustible, el flete, impuestos provinciales y municipales, etc. Ni a las PyME, ni a las cooperativas: al campo.
5) El campo decidió parar 20 días, lo cual implicó un me cago en lo que comas, implicó cortar rutas, con muertos incluidos. Dependiendo del cristal con que se mire, esto fue justo, soberano, el pueblo en las calles, y basta de injusticia dirigista. Antes, cuando estaban y protestaban los negros, era una situación intolerable y un relajamiento del estado de derecho. También implicó hordas mercenarias de grupos de choque en la Plaza y otros lugares. Entre otros, Mariano Grondona, activo militante de la juventud universitaria católica en 1955 (un grupo de choque gorila que atacaba a negros peronistas por el solo hecho de serlo), pataleó por la plaza y las piñas de D'Elía.
Muy pocos de los que se expresaron en el cacerolacito de ese martes tenía en claro nada. Era solidaridad individual ciega, con un grupo de productores agropecuarios que siempre actuaron por su cuenta, también individualmente. Jamás les calentó nada de lo que pasaba más abajo, pero cuando tuvieron que extorsionar lo hicieron con aquellos métodos que, en ellos, visten tan bien. No es lo mismo un pequeño productor que uno grande, eso es indudable. Un multinacional que un nacional. Un sojero que un triguero. Pero que hayan venido haciendo la suya, ganándola por su cuenta, subfacturando la venta, sacando compensaciones y demases, sin asociarse, sin agremiarse, sin cooperativizarse, no es sino la marca de su orillo. Ahora se quejan del grande y piden tratamiento diferenciado. Ahora recuerdan cómo, en el grito de Alcorta, los arrendatarios minifundistas se plantaron ante los latifundistas y arrancaron rebajas en alquileres y otras yerbas. Y ahora, sin embargo, venden la creencia de que el gran problema está en el Estado, y no en el latifundista que maneja a su antojo precios y condiciones. El Estado, muchachos, siempre estuvo de su lado.
El problema no es el de las retenciones: retener parte de esas ganancias extraordinarias, basadas en el paraguas que ofrece vender a un dólar que sólo acá está tan alto, es acto de estricta justicia. Que esa guita no llega a donde tiene que llegar, ni redistribuye, que coopta, que compra votos y voluntades, también es estrictamente cierto. Que el Estado podría fomentar con esa guita emprendimientos colectivos, en tierras no sembradas (propias o privadas), y vender eso en el mercado interno a precios de mercado interno, y cobrar altísimas retenciones a la exportación; que el Estado tendría que regular cómo y dónde se siembra, y quién; que en doscientos años de ser el granero del mundo no redundó en que nunca, jamás, toda la población tuviera al menos la panza llena; que estamos gobernados por un opio que esconde la explotación atrás del nuevo celular: todo eso tendría que haber sido pedido, exigido, gritado en un cacerolazo.
Ahora resulta que asusta ver las divisiones, ver las antinomias, ver la polarización, como si alguna vez hubiera estado resuelto el abismo. Apurado, te diría: estoy con el gobierno. Pero apurado no sirve. La polarización existió, existe y existirá, al menos por los próximos cuatro años, porque es funcional. Ahora resulta que la cosa es algo así como peronistas versus la ciudad y el campo. Y es una ficción, como toda polarizacón creada por el marketing. Como la famosa Stones versus Beatles, que todos sabemos que fue un invento: la verdadera y única siempre fue Rolling vs. Stones.
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