Actualizaciones en lo que va del tiempo:
jueves, 25 de diciembre de 2008
Hace unos días nos despertábamos con la aciaga noticia de la muerte de Manolo Quindimil: un pejotista histórico, un devaluado Perón de los arrabales (fue Lucas quien, sumamente compungido, me pidió que escribiera sobre este asunto). Hubo otras muertes, quizás menos rimbombantes pero no por eso menos estadísticas o menos fatales: la del niño flogger y la de Mabel V. M. Manacorda de Rosetti.
El sr. Quindimil ha sido tildado, con justísima razón, como un barón del conurbano. En nuestras pampas, la baronería se establece y ejerce a partir de prácticas que no han cambiado mucho desde la década infame (al respecto, es altamente recomendable leer Fin de fiesta, de Beatriz Guido). Alguien del oeste no puede dimensionar el valor de haber asfaltado no sé cuántas cuadras en la inhóspita, lejana y arrabalera zona sur, así que la vida y la muerte de Manolo (sólo) justifica la recomendación de leer el libro de Guido (aplicable también a a nuestro prócer matancero, don Federico P. Russo, QEPD, del mismo tenor y calaña).
El deceso del niño flogger estuvo preanunciado en el mismo momento en el que en los medios comenzaron a pulular los Cumbio, Principito y toda esa parafernalia de superficie. Es más, dicen que en algunas zonas (vecinas a la casa de don Manolo), se levantaron apuestas clandestinas relacionadas con el día y hora en que aparecería el primer flogger muerto, acuchillado, acribillado, vejado. Es instructivo ver cómo emerge la juventud mediopelo en los medios: blanca, inocente y bienpensante, sana y tecnológica; y siempre es bueno tener un par de mártires para recordar cuan ruines son los negros-cabeza cumbieros, villeros y asesinos. El niño flogger fue asesinado por pibes chorros, negros patoteros y/o similar, y en las palabras elegidas para cada mote están, indefectiblemente, las marcas de su clase. Poco importa que por día haya cientos de muertos por gatillo fácil (ni hablar de muertos por desnutrición, por enfermedades no irreversibles, etc.) Poco importa que en un sistema donde la violencia es estructural, la respuesta del excluido sea violenta. Al niño flogger lo mataron por flogger, mientras que la otredad muere como si nadie (la naturaleza o Dios) fuera responsable de ese estado de cosas. El mártir cordobés habría podido acceder a los créditos blandos que se lanzaron últimamente para la compra de automóviles 0 km o de electrodomésticos, o hubiera ingresado -indefectiblemente- a alguna universidad, para ser un futuro garca más. Los parias, en cambio, solamente sirven para molestar en las esquinas, queriendo lavar con esa agua casi tan sucia como su alma los parabrisas de los autos.
La de Mabel Rosetti es una de esas muertes que, aunque esperables, despiertan intacto el dolor por la pérdida. Una lingüista descollante, que revolucionó no sólo el mediocre ambiente científico argentino sino iberoamericano; discípula de Amado Alonso y de Pedro Herníquez Ureña, desde la cátedra de Gramática de la UBA (junto a Ana Barrenechea y María Hortensia Lacau) signó la dirección de las tendencias gramaticales y didácticas de nuestro país durante medio siglo. Con el comienzo del oscurantismo en la Universidad, allá en el Onganiato y sus bastones largos, renunció indeclinablemente a su cargo de profesora, sabiendo que esa decisión significaría perjuicios en lo académico, pero intachable desde la ética y la política. Tuve la oportunidad de conocerla, a través de sus libros desde muy pendejo, y personalmente, una vez que Clarín publicó una famosa (?) nota cuyo título era Los estudiantes de Letras no saben escribir, que se basaba -descontextualizándola- en una investigación de mi bienamada Ofelia. Jorgito Panesi vio la oportunidad y organizó una de sus habituales tiradas de... bomba, con una charla-debate en la que participó M. Rosetti. Luego de presentarme y adorarla como toda deidad se merece, hice un par de cursos con ella, ya viejita aunque intacta. Si es que llega a ser cierto que existe el cielo, la vida después de la vida, los ángeles y todo eso, seguramente por ahí anda, haciendo cajas chinas en oraciones escritas en los pizarrones de las nubes.
El sr. Quindimil ha sido tildado, con justísima razón, como un barón del conurbano. En nuestras pampas, la baronería se establece y ejerce a partir de prácticas que no han cambiado mucho desde la década infame (al respecto, es altamente recomendable leer Fin de fiesta, de Beatriz Guido). Alguien del oeste no puede dimensionar el valor de haber asfaltado no sé cuántas cuadras en la inhóspita, lejana y arrabalera zona sur, así que la vida y la muerte de Manolo (sólo) justifica la recomendación de leer el libro de Guido (aplicable también a a nuestro prócer matancero, don Federico P. Russo, QEPD, del mismo tenor y calaña).
El deceso del niño flogger estuvo preanunciado en el mismo momento en el que en los medios comenzaron a pulular los Cumbio, Principito y toda esa parafernalia de superficie. Es más, dicen que en algunas zonas (vecinas a la casa de don Manolo), se levantaron apuestas clandestinas relacionadas con el día y hora en que aparecería el primer flogger muerto, acuchillado, acribillado, vejado. Es instructivo ver cómo emerge la juventud mediopelo en los medios: blanca, inocente y bienpensante, sana y tecnológica; y siempre es bueno tener un par de mártires para recordar cuan ruines son los negros-cabeza cumbieros, villeros y asesinos. El niño flogger fue asesinado por pibes chorros, negros patoteros y/o similar, y en las palabras elegidas para cada mote están, indefectiblemente, las marcas de su clase. Poco importa que por día haya cientos de muertos por gatillo fácil (ni hablar de muertos por desnutrición, por enfermedades no irreversibles, etc.) Poco importa que en un sistema donde la violencia es estructural, la respuesta del excluido sea violenta. Al niño flogger lo mataron por flogger, mientras que la otredad muere como si nadie (la naturaleza o Dios) fuera responsable de ese estado de cosas. El mártir cordobés habría podido acceder a los créditos blandos que se lanzaron últimamente para la compra de automóviles 0 km o de electrodomésticos, o hubiera ingresado -indefectiblemente- a alguna universidad, para ser un futuro garca más. Los parias, en cambio, solamente sirven para molestar en las esquinas, queriendo lavar con esa agua casi tan sucia como su alma los parabrisas de los autos.
La de Mabel Rosetti es una de esas muertes que, aunque esperables, despiertan intacto el dolor por la pérdida. Una lingüista descollante, que revolucionó no sólo el mediocre ambiente científico argentino sino iberoamericano; discípula de Amado Alonso y de Pedro Herníquez Ureña, desde la cátedra de Gramática de la UBA (junto a Ana Barrenechea y María Hortensia Lacau) signó la dirección de las tendencias gramaticales y didácticas de nuestro país durante medio siglo. Con el comienzo del oscurantismo en la Universidad, allá en el Onganiato y sus bastones largos, renunció indeclinablemente a su cargo de profesora, sabiendo que esa decisión significaría perjuicios en lo académico, pero intachable desde la ética y la política. Tuve la oportunidad de conocerla, a través de sus libros desde muy pendejo, y personalmente, una vez que Clarín publicó una famosa (?) nota cuyo título era Los estudiantes de Letras no saben escribir, que se basaba -descontextualizándola- en una investigación de mi bienamada Ofelia. Jorgito Panesi vio la oportunidad y organizó una de sus habituales tiradas de... bomba, con una charla-debate en la que participó M. Rosetti. Luego de presentarme y adorarla como toda deidad se merece, hice un par de cursos con ella, ya viejita aunque intacta. Si es que llega a ser cierto que existe el cielo, la vida después de la vida, los ángeles y todo eso, seguramente por ahí anda, haciendo cajas chinas en oraciones escritas en los pizarrones de las nubes.
Etiquetas de esta entrada: Sociedad
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
No hay comentarios :
Publicar un comentario