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miércoles, 24 de febrero de 2010

Una jueza de la Ciudad de Buenos Aires volvió a autorizar el casamiento entre dos personas del mismo sexo • Bergoglio reclama a Mauri que sea garante de la legalidad • Putos, derecha e Iglesia: ¿y acá de qué acusamos a los K?


Ayer, una jueza autorizó el casamiento (no la "unión civil": el casamiento, es decir, eso que implica libretita, hijos y herencia) a dos hombres. Increíblemente, todavía hay gente que quiere casarse. Y encima, gays. Obviamente, la santa madre iglesia (católica apostólica y romana) puso el grito en el cielo y, enarbolando sus sotanas según la moda otoño-invierno 2010, salió a pedir que el señor Gerente General de Buenos Aires S. A. garantizara la legalidad.

En cualquier teoría sobre el discurso argumentativo, se distinge entre argumento y falacia; así, mientras se considera que el primero es un enunciado de forma válida, que deviene en conclusiones válidas, el segundo "asume" la apariencia de un argumento aunque, bien mirado, su forma y/o sus conclusiones no lo son. Un caso típico es la falacia de afirmación del consecuente por la cual, por ejemplo, se sostiene algo así como que (1) Los Kirchner aborrecen la institucionalidad [causa-consecuencia]; (2) Pepe Mujica invita a los empresarios argentinos a fugar capitales al Uruguay [aplicación de la consecuencia anterior a un nuevo caso]; (3) Pepe Mujica es kirchnerista [conclusión falaz]. Otra típica falacia es la denominada ad hominem, o contra la persona: Este gobierno está lleno de montoneros, enunciado que, aunque bien podría ser válido, no dice nada respecto de por qué tal o cual medida, acción, etc., lo es (o no). Esta falacia puede, por extensión, aplicarse a toda una institución: Los obispos en la época de la dictadura apoyaron a los genocidas, por lo tanto la iglesia es una mierda.

Lo interesante de las falacias es que, desde un punto de vista comunicativo (no desde la lógica de una argumentación científica) suelen ser muy eficaces y, por lo tanto, válidas en términos de convencimiento de un determinado auditorio. Sin embargo, la sacrosanta madre aborrece de estos pragmatismos, y se inscribe en una especie de retórica aristotélica en la cual la verdad es la verdad. Por este motivo, y aunque eficaces en términos argumentativos e históricos, no se van a considerar acá contrargumentos del tipo "¿De qué legalidad hablan los que confesaron a los genocidas?" o similares (es imposible no pensar en la caritativa cristiandad del santo patrono Quarrachino y su reversión de la aeroisla del menemato). Intentemos deconstruir el argumento del atildado Bergoglio en sus propios términos.

El Monse dijo que «Dado que el Poder Ejecutivo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires es el garante de la legalidad en la ciudad, el Sr. Jefe de Gobierno, a través del Ministerio Público, tiene la obligación de apelar el fallo» Suponiendo (no hay razón para pensar en contrario), que se refiere a la legalidad secular, y no religiosa (o sea, que el purpurino cardenal no está pensando en Mauri como especialista en derecho canónico, ni como abogado del diablo, por supus), el propio Monse está diciendo:
(1) La iglesia no tiene jurisprudencia ni alcance en las leyes del Estado;
(2) La cuestión excede los preceptos del derecho canónico;
(3) La iglesia y el Estado son dos órdenes distintos, cada uno con sus poderes y autoridades naturales;
(4) La actual configuración legistlativo-jurídica constituye la "legalidad" que los Estados deben garantizar.

De lo anterior se desprende, entonces:
(1) Que la iglesia no es un particular interesado ni damnificado (sí, en última instancia, el Estado);
(2) Que la iglesia bien puede aplicar (y lo aplica, a los laicos -otra cosa es a los propios sacerdotes, y si no miremos a Grassi y a Storni-) cuanta sanción cupiera en el derecho canónico a sus feligreses antinatura;
(3) Que los poderes del Estado son, por pleno derecho, los que legislan, ejecutan y tutelan las leyes; por ejemplo, la ley de divorcio;
(4) Que, en definitiva, Mauri -en este caso- tiene que garantizar que siga habiendo divorcios en la Capital, pues esta es su "legalidad" actual.

La conclusión anterior (4) es contradictoria con los mismos preceptos que la iglesia tiene en su particularísimo ordenamiento jurídico, y con su praxis cotidiana: los divorciados no pueden volver a casarse, comulgar, etc. Increíblemente, el mismo Monse que reclama garantizar la legalidad es, entonces (y una vez más, diríamos) el primer gran socio de la ilegalidad: como en viejas épocas, bendice a los que no cumplen con la ley que, en nombre de dios, piden se defienda.

¿Curioso, no?

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