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domingo, 24 de enero de 2010

Ya cuerpos ausentes

I
En una no increíble mezcla,
me despierto pensando todavía en sueños viejos,
asuntos de hace exactos catorce años
—la adolescencia del hijo que no fue—;

me despierto pensando por qué ella, anoche, me habló,
qué interés, con qué iría a salirme en el momento justo en que la interrumpí
—un saludo cordial y como inocente:
ingenuo, sería el término preciso, si fuera el caso—;

me despierto pensando en Madrid, qué estaría haciendo
yo, ahora, allá, un domingo a la mañana,
y comprendo que di todo de mí, más de mi alcance,
y que me detuve justo: sacrificios de amor que uno ofrece en secreto
—incomprendido, es cierto,
aunque catorce años sirven para ver más claro,
y por eso, a veces, cada tanto...—

y me despierto pensando en que nuevamente me estoy escondiendo en los costados
para ver pasar la vida.

Y, a veces, los llamados.


II
La puerta de la antecámara nupcial se cerró, anoche, irremediable,
otras habrán de ser abiertas por esas u otras manos;
de los espasmos de hielo brotarán monedas de seda, indescifrables
como el destino sembrado de relatos que el dolor traerá en sus hojas invisibles;

y las monedas pagarán las nuevas deudas,
olvidarán los viejos hábitos,
pues en ello consiste la vida,

hacia allí siempre caminan los hambrientos
que ambicionan esos banquetes, torpes platos.


III
Desperté preguntándome desafiante si yo era un destino turístico para todo mi mundo.
Hay pasajeros y vuelos que nunca regresan,
y otros que van y vienen, cabotaje rutinario,
que dejan su sabor de eterno tránsito,
hombres de negocios que apenas saben las sumas y restas más elementales,
que van, que vienen, que se quedan, que regresan,
siempre —de uno u otro modo— comerciando:

aterrizan-compran-venden-ilusionan-vuelven;

de pequeños, alguien les enseñó los fundamentos del arte de la ambición,
de la culpa sin culpa, la arena de la superficie:
dejad que los niños vengan a mí, para enseñarles
a ser los futuros mercaderes de la vida farisea;

nunca sufrirán, y si lo hacen, será con ligeras lágrimas incontenibles
en un hombro alquilado, destino fácil donde abundan la compasión,
la palabra, el plato de sopa caliente y el souvenir,

en el lapso delimitado por los relojes del miedo


IV
Ya cuerpos ausentes, en la vigilia,
estoy cayéndome en pedazos desde mí mismo,
el viento forma pequeños remolinos en el piso con mi piel
y mis recuerdos
—ahora estás vos allá y yo acá, cada uno trazándose a su modo los momentos—;
hay un espejo en el fondo de esa pared, que me mira,
casi se ríe de, en silencio,
las ingenuas ilusiones que traje embolsadas y solté en este cuarto
donde el viento me empuja en remolinos
llevándose esas dos o tres noches donde quedarán las dudas,
las copas, las palabras, las miradas, las manos,
los silencios,
los cuerpos ofreciéndose en contorsiones y remilgos invisibles;

esa vez en el auto:
todavía me arrepiento de haber amurallado las defensas ante el cauce del río turbulento,
privilegiando tu sonrisa, resignando tu sexo,
como desdeñando el hambre del hombre,
siempre suponiendo.

En los autos nunca soplan los remolinos de los vientos.


V
Carpintero, haz un féretro pequeño,
de madera olorosa,
se nos ha muerto un sueño
Conrado Nalé Roxlo

Al despertar, noté que me faltabas;
estabas —es cierto— pero te desvanecías a medida que se cerraban los sueños
donde íbamos, simplemente, caminando, el horizonte a la derecha,
mojándonos los pies en la espuma, y hablando de nosotros:
que cuánto tiempo hacía,
que hasta cuándo duraría,
que por qué,
que cómo,
y sin embargo.

(Nunca pretendí más que eso que teníamos:
temerle al fin de la felicidad siempre me ha llevado
a beberme los instantes con la resignación del destierro)

No es fácil,
nunca es fácil sepultarse; hay
demasiado de vos que todavía desconozco, intuyo o espero; hay
demasiado de mí que no viviste.
O te dejaste olvidado.

Las perlas del dolor me engarzaron y te entregaron en silencio
mientras miraba cómo te iban arrullando anoche esas nuevas, desconocidas manos.

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