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domingo, 21 de marzo de 2010
—Mirá —me dijo—. Mirá bien esto.
Sacó de un cajón del escritorio una fotografía que reconocí de inmediato. Era nuestra división, en segundo año Nacional. Me pidió que le dijera cuál de esos adolescentes era él. Confieso que me dio mucho trabajo encontrarlo, aunque sabía perfectamente dónde estaba. Era casi imposible vincular a aquel muchacho delgado, algo borroso, de aspecto ausente, con este sólido Moraes a quien me habitué a mirar en los últimos veinte años. Era él, por supuesto. Sólo que éste de ahora parecía haberse ido construyendo de cualquier modo alrededor del otro.
—Supongo que sos éste —dije molesto; sabía que era él, lo que me molestó fue haber pensando «supongo» y no habérmelo callado—. Estás al lado mío.
—Suponés —dijo Moraes—. Lo sabés perfectamente; éramos muy amigos en ese tiempo. Sabés que debo ser ése, pero no podés concebir que ése haya llegado a ser yo. Porque, decime: ¿cómo se llega a esto? ¿Como llegué a pesar 120 kilos? ¿Cuándo dejé de quererla a Elisa? ¿Cómo hice para estudiar abogacia y cuándo empezó a gustarme, si yo detestaba hasta Instrucción Cívica? Escuchame, ¿te acordás de la Sinfonía en gris mayor? El mar como un vasto cristal azogado. Y todo lo demás. Miré los muros de la patria mía. Serán ceniza, mas tendrán sentido. Aljaba, almena, almohada, esas palabras vienen del árabe. En todo el idioma castellano hay una sola vocal larga. La «i» de pie. Pie del verbo piar. Ésas eran las cosas en las que me gustaba pensar. ¿Te acordás o no te acordás? Eras mi amigo, eras mi amigo justamente porque a los dos nos gustaba. Silencio sonoro. Dios mío. Silencio Sonoro. Hablábamos noches enteras hasta la madrugada, hablabas vos, porque yo ni siquiera tenía facilidad de palabra. Polvo enamorado, a la caza le di alcance, oh y esta noche el viento no sé qué ritmo tiene. Yo era así, contestame, carajo.
—No exageres —dije—. Yo también, en algún momento, hice las cosas mal. Nos pasa a todos. Yo también cambié. Ese adolescente que está ahí tampoco tiene mucho que ver conmigo.
—Estás hablando de otra cosa —dijo Moraes—. Estás hablando del fracaso, o de la vejez. Claro que cambiaste. Pero cambiaste en tu misma dirección. Sos un bibliotecario de morondanga que se está quedando calvo y se emborracha en el Club Social los fines de semana; no es un destino brillante, y hasta es mucho menos brillante que el mío. He sentado precedentes jurídicos que figuran en tesis, he ganado juicios imposibles. Me invitan a Europa. Pero yo te miro ahí y te miro acá y me digo es él, él a la caza le dio alcance. Y si no le dio alcance es porque no quiso o no lo intentó. A vos no te robaron tu vida. Vos, en todo caso, la estropeaste solo. Y no sé, no sé. Yo creo que a todos nos roban la vida.
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