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miércoles, 12 de noviembre de 2008

Tomar en consideración a Macedonio en la serie literaria argentina de principios del siglo XX es rastrear no sólo sus influencias en el "joven Borges", sino en las de toda la generación martinfierrista, junto con Güiraldes y con Ramón de la Serna. Del margen al centro, la crítica le ha impuesto a la figura de Macedonio un recorrido que lo ubica, como menos, en el germen de todo lo que se ha escrito y experimentado narrativamente. El epítome de esta crítica ha sido, sin dudas, Ricardo Piglia, quien hasta convirtió a Fernández en el eje central de su novela La ciudad ausente.

La figura del Macedonio-escritor es, en alguna medida, la contrapartida de la que Borges construyó del Carriego-escritor. De éste, poco y nada de su escritura se salva o se salvaba del olvido; de aquél, en realidad, todos veneraron su decir, sus tertulias en algún café, su estilo bohemio y bon-vivant. La recopilación de sus escritos dispersos ha sido más producto de los demás que de sí mismo, aunque sus proyectos (Museo de la novela de la eterna, por caso) implican e implicaron no sólo extremar las condiciones mismas de la escritura, sino también de los géneros, de las convenciones y, por qué no, de la propia configuración del escritor.

El texto que seleccionamos pertenece al género epistolar, hoy olvidado pero vigente a comienzos del siglo que pasó. Siendo la carta a su época lo que el chat es a la nuestra, permitió a los escritores de los anteriores siglos la construcción de un tipo de verosímil que podía ser interpretado en sus propios términos por los lectores, algo que quizás nos cueste hoy por hoy. Convencionalismos, frases hechas, estructuras más o menos prototípicas, hacían que la carta pintara la psicología de los personajes, presentara otras perspectivas en la narración, etc.

La epístola, sin embargo, que Macedonio le escribe a Borges destartala todas esas convenciones, hasta revertirlas en un decir vacuo, filosamente irónico, sarcástico o cuando menos absurdo: los procedimientos del género comienzan a hacer crisis, y es Macedonio quien los parodia, en su estocada final.

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Correo casero de Recienvenido
Macedonio Fernández


Querido Jorge Luis:

Iré esta tarde y me quedaré a cenar si hay inconveniente y estamos con ganas de trabajar. (Advertirás que las ganas de cenar las tengo aún con inconveniente y sólo falta asegurarme las otras.)

Tienes que disculparme no haber ido anoche. Soy tan distraído que iba para allá y en el camino me acuerdo de que me había quedado en casa. Estas distracciones frecuentes son una vergüenza y me olvido de avergonzarme también.

Estoy preocupado con la carta que ayer concluí y estampillé para vos; como te encontré antes de echarla al buzón tuve el aturdimiento de romperle el sobre y ponértela en el bolsillo: otra carta que por falta de dirección se habrá extraviado.

Muchas de mis cartas no llegan, porque omito el sobre o las señas o el texto. Esto me trae tan fastidiado que rogaría que se viniera a leer mi correspondencia en casa.

Su objeto es explicarte que si anoche vos y Pérez Ruiz en busca de Galíndez no dieron con la calle Coronda, debe ser, creo, porque la han puesto presa para concluir con los asaltos que en ella se distribuían de continuo. A un español le robaron hasta la zeta, que tanto la necesitan para pronunciar la ese y aún para toser. Además, los asaltantes que prefieren esa calle por comodidad, quejáronse de que se la mantenía tan oscura que escaseaba la luz para su trabajo y se veían forzados a asaltar de día, cuando debían descansar y dormir.

De modo que la calle Coronda antes era ésa y frecuentaba ese paraje, pero ahora es otra; creo que atiende al público de 10 a 4, seis horas. Lo más del tiempo lo pasa cruzada de veredas en alguna de sus casas: quizá anoche estaba metida en lo de Galíndez: ese día le tocó a él vivir en la calle.

Es por turnos y éste es el de que yo me calle.


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