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sábado, 9 de octubre de 2010
Para evitar tener que reconocerse, salía poco y nada de su habitación. Siendo él su propio y único centro, su propio y único ombligo del mundo, no se necesitaba más que a sí mismo para vivir. Estaba convencido de que, por ejemplo, el oxígeno era un elemento más o menos accesorio en sus pulmones, en tanto cualquier objeto, sin su sujeto cognoscente (básicamente, su mente clasificadora y organizadora), no era más que un caos. El resto de las personas tenían, aproximadamente, un estatus menos importante que, siguiendo con el ejemplo, el oxígeno. Amaba abusar de la palabra caos, y la interponía –sin entender realmente– en cuanta explicación del mundo-(des)ajustado-a-su-yo exponía: el precio del barril del crudo en boca de pozo es un caos, o es un caos esa aberración que comenzó a ser denominada “pernil de cerdo”. No estoy exagerando, para nada: el caos funcionaba como condición de posibilidad de una mente, la suya, que había sido traída al mundo para ordenarlo y disciplinario ab aeterno o, con mesiánico acierto, in saecula seculorum.
A pesar de esto, era un bicho simpático y –sigo diciéndolo–, inofensivo: era cuestión de tomar su lógica como la de un relato: una especie de parodia de Kafka. Me topé con él por intermedio de otras personas, más luminosas y por ello, con bastante rencor acumulado, tanto que sólo atinaban a recomendarme, tajantes y misteriosos, No le hables, Ni se te ocurra, Es un enfermo. Particularmente, me gusta decidir por mí mismo y las experiencias de otros me resultan una referencia, pero no una enciclopedia en sí: de hecho, buena parte de la gente está enferma, también loca, desviada, aunque tampoco lo admite. Sostuvimos un breve intercambio discursivo; aún conservo la mayoría de sus textos –aunque no los últimos, donde ya, sencillamente, se había decidido a dar rienda suelta a su psicosis, creyéndose avalado a hacerlo debido a mi repentina y diaria predisposición a su escritura– que son, en buena medida, páginas casi geniales –y digo “casi” porque se detienen allí donde la locura se desvirtúa en catarsis vacua–. No obstante, una vez conocidos los dispositivos de su enunciación, se me había hecho borgeanamente repetitivo y, por esto, comencé a tener menor tolerancia a sus agresiones manuscritas, a ese modo tan particular de sopapear al mundo para ordenarlo un poco según su particularísima vida encerrada en la habitación.
Quizás lo estuviera ensalzando demasiado si dijera que era una especie de Gregorio Samsa a la inversa, aunque mis elogios para él siempre fueron genuinos: algún día habré de regular o comprender el porqué de mi deslumbramiento por lo sórdido, las profundidades barrosas y las escorias. Una sola vez lo vi en persona, cara a cara, más allá de su caligrafía abigarrada y prolija: fue un extenso encuentro en que llenó las horas parloteando, increíblemente, acerca de música – lo único en que, evidentemente, se sentía seguro para hablar sin la intermediación, sin el ocultamiento de la letra–. Parecía un ser humano más, y diríase que si te lo cruzabas por la calle nadie pensaría de él Qué desperdicio de hombre: esa ratificación de la escisión paranoico-psicótica, y esa posibilidad de participación nocturna de los dos en el mismo mundo posible, me confundieron: lo sé. Al poco tiempo, quizás no tan sorpresivamente, fue él quien profirió sus habituales insultos, más duros, y decidió cesar en con el intercambio de mensajes: seguramente evaluó que pisaba en terreno en falso, y que era más sencillo mantenerse en la reclusión flagelante de sus cuatro paredes.
No lo culpo: en su condición, creo que cualquiera haría lo mismo. No obstante, a veces un remedo de su presencia, más virtual que real, me invade en mi interior. A veces, incluso, siento que me metamorfoseo en él, o él en mí, todavía. Abandonarme es abandonarlo, pero no puedo. Y, por eso, me lanzo a la escritura.
9/10/10
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jueves, 7 de octubre de 2010
viva, entre tantos fantasmas
A la semana de vivir allí, entre muebles que estaban desordenados adentro y afuera, comenzábamos las clases. A mis once años se les sumaba una responsabilidad nueva: llevar y traer a Vicky en colectivo. A los nueve yo había tenido que aprender, a la fuerza, a viajar solo, un trayecto de una hora, y con combinación: a hacerlo sin nadie, imaginando que el colectivo jugaba carreras con los demás autos, o que los pasajeros competían, y triunfaba quien se sentara en el primer asiento (en uno de esos juegos, y por estar ganando, un mediodía tuve que cerrar los ojos y apoyarme en el vidrio, para no ceder el asiento, con tanta mala suerte que realmente me dormí y me pasé unas paradas, más allá de Camino de Cintura, es decir, más allá de donde tenía permitido ir en bicicleta: me largué a llorar, en esa soledad, hasta que alguien me explicó que, en realidad, estaba a unas pocas cuadras de casa) Pero a partir de la mudanza era distinto, porque tenía la responsabilidad de llevar a mi hermana, dejarla en la escuela, retirarla cuando yo salía de mi turno escolar, volver. Y atenderla a la mañana, porque estábamos los dos solos: que desayunara, que se bañara, peinarla con unas trenzas tirantísimas que le encantaban, cocinar al mediodía. La ida a la escuela era tranquila, porque íbamos sentados; pero en el regreso veníamos parados, en el viejo 88 de asientos reclinables y sin puerta atrás. Entonces tenía que lograr la mejor ubicación donde esperar que alguien se levantara, mientras le indicaba a mi hermana que esperara un poco más allá, vigilarla, lograr el asiento, cedérselo a ella, y vuelta a empezar. Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida sin los colectivos; seguramente, en esencia, hubiera sido la misma, pero se habría desarrollado de otro modo, sin dudas.
A mi papá se le había metido en la cabeza que las extensiones de la nueva casa permitían tener una quinta, un gallinero, árboles frutales. En el terreno lindero, que estaba libre, había sembrado maíz, papas, tomates, acelga, lechuga, ají, zapallo. De nuestro lado había instalado un gallinero en una de las esquinas, dejando libre el recorrido de la acequia de desagüe: un obstáculo más para recorrer. Había plantado también un limonero, un naranjo, un peral, y algunos otros más que se secaron enseguida. Con el tiempo todo eso pasó a ser una tediosa responsabilidad mía. En la anterior casa, que tenía poco jardín, los únicos frutales que conocía eran los del vecino Lencina, que inundaban todos nuestros ambientes con un intenso perfume de azahares. En el nuevo hogar, en cambio, era todo tan abierto, tan amplio, que ni los rosales que mi mamá había plantado frente a la casa, ni los jazmines, ni los naranjos o los mandarinos perfumaban el interior de la vivienda del mismo modo.
Al comenzar octubre de 1984, la maravilla de la vida en el campo se mostró, en todo el cañadón de la ruta, con el surgimiento de margaritas silvestres que tapizaban de blanco esa inmensa extensión verde que había entre la casa y el lejano asfalto. Mi mamá, mi hermana, y a veces mi abuela y mi abuelo salían entonces a juntar esas flores y llenar jarrones y hasta baldes enteros. Yo a veces también las juntaba, pero como excusa para ir a recorrer el arroyo hasta meterme en la parte de un laboratorio cercado que había más allá (y en donde una vez, estando con mis primos, un tipo de seguridad nos retuvo, arma en mano, hasta que mi abuelo, invocando su condición de oficial retirado de la Marina –no en vano se habían vivido tantos años de dictaduras: la enunciación de esas palabras valía por un verdadero acto de habla– nos retiró). En esas caminatas, o cuando me iba hasta el Río Matanza, que pasa a unas quince cuadras al fondo, y donde en esas épocas en las aguas cristalinas se podía pescar y cazar nutrias y hasta liebres, nunca iba mi hermana: eran, diríase hoy, viajes iniciáticos, que reforzaban ese viejo comentario que había escuchado de niño, sin entenderlo todavía muy bien: Es muy responsable, viaja solo a la escuela en colectivo y hasta tiene la llave de casa. De hecho, con mi hermana todavía nos llevábamos mal, tanto como pueden tratarse dos hijos que con cuatro años de diferencia de los cuales una, por lo tanto, una había venido a robar el cariño que antes los padres profesaban sólo al otro.
Al año siguiente yo ya empecé el secundario y, por mis horarios, no podía hacerme cargo de Vicky. Sin embargo, seguía viajando solo a la escuela, aunque ahora para el otro lado de la ruta, una media hora de viaje. Pasé todo ese año relacionándome con otros chicos de la ruta que iban a mi misma escuela, y comencé a ir a sus casas o ellos venir a la mía. En el 35, igual que yo, tenían un arroyo al fondo, pero no era tan exuberante como mi río. Íbamos, sí, pero en lugar de meternos en el agua o pescar o cazar, nos terminábamos escupiendo o arrojando bosta fresca, corriéndonos por toda la extensión de los campos que hoy están hacinados. Mi responsabilidad, con mi hermana, se limitaba a acompañarla a que tomara el micro que la llevaba a su escuela, o esperarla cuando regresaba. Así transcurrió todo 1985 y, con leves variantes, 1986, cuando como castigo por inconductas reiteradas la vicedirectora le recomendó a mi mamá que dejara de juntarme con chicos de la ruta y que me relacionara con gente sana, es decir, de Cañuelas. Tuve que elegir qué actividad social realizar en ese pueblo al que todavía odiaba, para hacerme amigo de paisanos, aunque el berrinche me duró poco y, al poco tiempo, ya estaba juntándome con nuevos amigos, sanos, con quienes, por ejemplo, nos trepábamos a los árboles más altos de la casa de Gastón Garzonio para tirar naranjas muy maduras o podridas, desde los fondos de su casa, a la gente que caminaba por la calle Libertad. Ese año Vicky tomó su primera comunión y me confesó, a mí primero que a nadie, que estaba enamorada de un chico de uno o dos años más, llamado Mauro.
En abril de 1987 todo parecía indicar que sería un año como los anteriores. Una tarde, acompañando a mi hermana desde la ruta a casa, después que la dejó Toti (el padre de una compañera mía y dueño del micro escolar que la traía desde la escuela), mientras veníamos caminando, se cayó. Algo sin importancia, salvo por el hecho de que le pasó porque tenía dormida la pierna. Mi comentario en casa la derivó al médico y, justo el día del cumpleaños de papá, los estudios dieron que había un tumor. En el cerebro. Y que era urgente e imperioso operar. Fue la primera vez que tuve que viajar solo hasta Once, y hasta un hospital, que no era lo mismo que haber seguido yendo a San Justo a visitar ex compañeros, o ir a la academia de peluquería donde cobraban más barato y, por lo tanto, ganaba una pequeña diferencia para los videojuegos. Esa vez era distinto. De hecho, las circunstancias tuvieron, como efectos secundarios, mi primera arritmia cardíaca y la muerte de mi abuelo, solo, también en un colectivo.
Vicky salió bien de la operación. Había perdido su hermoso pelo que yo trenzaba, pero al poco tiempo empezó a salirle, un tanto más oscuro. Estaba obligada a tomar de por vida cierta medicación que controlaba posibles secuelas de la operación cerebral, pero nada más. Ese año nos hicimos más compinches, más hermanos. Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida con una hermana cómplice: seguramente, en esencia, hubiera sido la misma, pero habría tenido alguien con quien poder conversar de igual a igual, alguien que habría llenado de sentido pleno (y no impostor e impostado), ese “tío” con que los hijos de mis amigos me llaman, a veces. El 17 de enero de 1988 tuvo, por primera vez y conmigo, en el jardín, una convulsión, que podía deberse a que la dosis de medicación resultara insuficiente, producto de su desarrollo. El 26 de ese mes se confirmó que, en lugar de uno, había dos tumores que la radioterapia no había logrado vencer. Las posibilidades de una segunda operación eran ínfimas y, entonces, sin decirlo –pero sabiendo qué se callaba– mis padres optaron por no operar. Lo primero que le afectó fue la visión, hasta quedar ciega; luego la misma pierna del año anterior, con el brazo de ese lado del cuerpo; postrada en la cama, comenzó a no articular bien las palabras, hasta que sólo pudo expresarse con leve arqueo de cejas, una sutil caricia de su mano móvil otra. No conocía los pormenores, pero hacía lo imposible por consolar a los demás. Una de las últimas cosas que me contó, cuando todavía algo se le entendía, era que estaba enamorada de Juan Francisco, mi amigo. Y lo último que me dijo fue que me quería. Yo le contesté que también, y que nuestras peleas de chicos, mi hostigamiento de hermano mayor, era (y es) la única y mejor forma que siempre tuve de demostrar mi amor. Pero no aguanté mucho diciéndoselo y tuve que dejarla, para no quebrar el juramento de no llorar delante de ella.
Pese a que yo trataba de no hacer fuera de casa más cosas que ir a la escuela, la tarde del 22 de junio me fui a San Justo, no recuerdo por qué, sabiendo que no tenía que retrasarme demasiado. Para cuando volví ya estaba muerta, todavía en la cama grande de mis viejos. Esa noche, coincidencias extrañas, unos asaltantes mataron en su casa a Julieta, la chica de quien mi amigo Juan Francisco estaba profundamente enamorado.
Esa casa no volvió a ser la misma. Con el tiempo las cosas pasaron a ser lo que realmente eran: un simple parque grande, árboles, una zanja aburrida que permitía el desagüe de la pileta. Ya no había gallinas, ni quinta en el terreno de al lado; de algún modo, los colores y la luz se obstinaron en quedar registrados como una permanente tarde de otoño. Yo pude llorar esa muerte dos años después, yendo a estudiar a Capital: una nena, en algún asiento, hablaba como Vicky en sus últimos tiempos. Y, solo y en un colectivo, derrumbé algo, el segundo de mis grandes muros. Con el tiempo me recibí, empecé a trabajar en la zona; mis amigos terminaron presentándome a aquel Mauro de quien Vicky había estado enamorada, aunque nunca supe explicarle cuál era mi gusto al conocerlo. Allí viví nueve años más, que se suman a los once acá, donde ahora estoy. Desde hace tres o cuatro años (ya muerto también mi viejo, y en esa misma casa, una noche cuando yo festejaba en este, mi nuevo hogar, un cumpleaños), viven allá otras personas, que como corresponde no se hicieron cargo de todos esos recuerdos, de toda esa historia, de todo ese dolor.
Hoy pasé por tres hechos que se concatenaron de un modo, quizás, premonitorio. Estuve en La Plata, y la ciudad estaba inundada de perfume de azahar, por todos lados: el mismo penetrante aroma de la casa de Lencina y que impregnaba todo en mi primera infancia. De regreso, el micro en que volvíamos pasó por mi antigua casa de Ruta 3, completamente distinta, con aquel asfalto que ahora es de doble mano y colectoras de cemento que pasan casi por la puerta, por donde antes estaba el cañadón y el ombú y el puentecito de durmientes de quebracho. Sin embargo, las margaritas silvestres, a pesar de todo esto, pugnan persistir tímidas en el nuevo paisaje, removidas, solitarias, en ese lugar que es menos rural y más extraño.
Jamás pude relatar a alguien todo esto, y si hoy lo hago es porque hace tiempo que comprobé que escribir ya no conjura mis miedos. Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida si hubiera podido construirme de otro modo; seguramente, seguramente, en esencia, hubiera sido la misma, pero conciliaría más rápido el sueño, o no seguiría soñando con las mismas personas, la misma casa y el mismo parque. Dicen que de nada vale preguntarse por el qué hubiera sido, sino por lo que fue, ya que es lo más difícil de responder. También dicen que minutos antes de morir, a las personas se les aparece su vida como en una película. Si esto resulta así, esta noche (seguramente) por fin podré dormir.
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viernes, 1 de octubre de 2010
La literatura y el rol de los críticos
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 4:09La caza de elefantes. Si la literatura no existiera esta sociedad no se molestaría en inventarla. Se inventarían las cátedras de literatura y las páginas de crítica de los periódicos y las editoriales y los cocktails literarios y las revistas de cultura y las becas de investigación, pero no la práctica arcaica, precaria, antieconómica que sostiene la estructura.
La situación actual de la literatura se sintetizaba, según Steve, en una opinión de Roman Jakobson. Cuando lo consultaron para darle un puesto de profesor en Harvard a Vladimir Nabokov, dijo: «Señores, respeto el talento literario del señor Nabokov, ¿pero a quién se le ocurre invitar a un elefante a dictar clases de zoología?»
La estúpida y siniestra concepción de Jakobson es la expresión sincera de la conciencia de gran crítico y gran lingüista y gran profesor que supone que cualquiera está más capacitado para hablar del arte de la prosa que el mayor novelista de este siglo. La autoridad de Jakobson le permite enunciar lo que todos sus colegas piensan y no se animan a decir. Se trata de una reivindicación gremial: los escritores no deben hablar de literatura para no quitarles el trabajo a los críticos y a los profesores.
Ricardo Piglia: Prisión perpetua (1988, 2007)
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Aprovechando la ocasión del comienzo del mes...
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 1:06Ponete esto para escuchar mientras leés:
Dolor
Alfonsina Storni
Quisiera esta tarde divina de octubre
Pasear por la orilla lejana del mar;
Que la arena de oro, y las aguas verdes,
Y los cielos puros me vieran pasar.
Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
Como una romana, para concordar
Con las grandes olas, y las rocas muertas
Y las anchas playas que ciñen el mar.
Con el paso lento, y los ojos fríos
Y la boca muda, dejarme llevar;
Ver cómo se rompen las olas azules
Contra los granitos y no parpadear;
Ver cómo las aves rapaces se comen
Los peces pequeños y no despertar;
Pensar que pudieran las frágiles barcas
Hundirse en las aguas y no suspirar;
Ver que se adelanta, la garganta al aire,
El hombre más bello, no desear amar...
Perder la mirada, distraídamente,
Perderla y que nunca la vuelva a encontrar;
Y, figura erguida, entre cielo y playa,
Sentirme el olvido perenne del mar.
De: Ocre, 1925
(Tomada de: Poesías completas; Buenos Aires: Galerna. 1994)
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miércoles, 29 de septiembre de 2010
Breve tratado acerca de la literatura (I)
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 22:18[...]
Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer me asegura a mí, escritor, la existencia del placer en mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que lo "rastree") sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de goce. No es la "persona" del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía.
Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que murmura. El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura. Aquí no se está en la perversión sino en la demanda. Escribiendo su texto, el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo, automático, sin afecto, una mínima confusión de clics (esos fenómenos lácteos que el maravilloso jesuita Van Ginnieken ubicaba entre la escritura y el lenguaje): son los movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a mí para que yo lo lea, pero yo no soy para usted otra cosa que esa misma apelación; frente a sus ojos no soy el sustituto de nada, no tengo ninguna figura (apenas la de la Madre); no soy para usted ni un cuerpo, ni siquiera un objeto (cosa que me importaría muy poco en tanto no hay en mí un alma que reclama su reconocimiento), sino solamente un campo, un fondo de expansión. Finalmente se podría decii que ese texto usted lo ha escrito fuera de todo goce y en conclusión ese texto-murmullo es un texto frígido, como lo es toda demanda antes de que se forme en ella el deseo, la neurosis.
La neurosis es un mal menor: no en relación con la "salud" sino en relación con ese "imposible" del que hablaba Bataille ("La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible", etc.): pero ese mal menor es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille –o de otros– que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores: estos textos terribles son, después de todo, textos coquetos.
Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico.
El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma)
[...]
¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay "zonas erógenas" (expresión por otra parte bastante inoportuna): es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entrebierta, el guante y la langa); es ese centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición.
No se trata aquí del placer del strip-tease corporal o del suspenso narrativo. En uno y otro caso no hay desgarradura, no hay bordes sino un develamiento progresivo: toda la excitación se refugia en la esperanza de ver el sexo (sueño de colegial) o de conocer el fin de la historia (satisfacción novelesca). Paradójicamente (en tanto es de consumo masivo), es un placer mucho más intelectual que el otro: placer edípico (desnudar, saber, conocer el origen y el fin), si es verdad que todo relato (todo develamiento de la verdad) es una puesta en escena del Padre (ausente, oculto o hipostasiado), lo que explicaría la solidaridad de las formas narrativas, de las estructuras familiares y de las interdicciones de desnudez –reunidas todas entre nosotros– en el mito de Noé cubierto por sus hijos.
[...]
Si acepto juzgar un texto según el placer no puedo permitirme decir: éste es bueno, este otro es malo. Son imposibles entonces los premios, la crítica, pues ésta implica un punto de vista táctico, un uso social y a menudo una garantía imaginaria. No puedo dosificar, imaginar que el texto sea perfectible, dispuesto a entrar en un juego de predicados normativos: es demasiado esto, no es suficiente esto otro; el texto (ocurre lo mismo con la voz que canta) no puede arrancarme sino un juicio no adjetivo: ¡es esto! Y todavía más: ¡es esto para mí! Este para mí no es subjetivo ni existencial sino nietzscheano ("...en el fondo, ¿no es siempre la misma cuestión: qué significa esto para mí?...")
El brío del texto (sin el cual en suma no hay texto) sería su voluntad de goce: allí mismo donde excede la demanda, sobrepasa el murmullo y trata de desbordar, de forzar la liberación de los adjetivos –que son las puertas del lenguaje por donde lo ideológico y lo imaginario penetran en grandes oleadas–.
Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje.
Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico, pues participa al mismo tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en él apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman parte los libros antiguos) y en la destrucción de esa cultura: goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso.
[...]
El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas, pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo.
[...]
Placer del texto, texto de placer: estas expresiones son ambiguas, porque no hay una palabra francesa para cubrir simultáneamente el placer (la satisfacción) y el goce (la desaparición). El "placer" es aquí (y sin poder prevenir) extensivo al goce tanto como le es opuesto. Por lo tanto debo acomodarme a esta ambigüedad, pues, por una parte, tengo necesidad de un "placer" general cada vez que es necesario referirme a un exceso del texto, a lo que en él excede toda función (social) y todo funcionamiento (estructural); y por otra parte, tengo necesidad de un "placer" particular, simple parte del Todo-placer, cada vez que necesito distinguir la euforia, el colmo, el confort (sentimiento de completud donde penetra libremente la cultura), del sacudimiento, del temblor, de la pérdida propios del goce. Estoy obligado a esta ambigüedad porque no puedo depurar a la palabra "placer" de los sentidos que ocasionalmente no necesito: no puedo impedir que en francés "placer" reenvíe simultáneamente a una generalidad ("principios de placer") y a una miniaturización ("Los tontos están en la tierra para nuestros pequeños placeres"). Por lo tanto estoy obligado a dejar que el enunciado de mi texto se deslice en la contradicción.
¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer intenso? ¿Será el placer nada más que un goce debilitado, aceptado y desviado a través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal, inmediato (sin mediación)? De la respuesta (sí o no) depende la manera en que narremos la historia de nuestra modernidad. Pues si digo que entre el placer y el goce no hay más que una diferencia de grado digo también que la historia ha sido pacificada: el texto de goce no será más que el desarrollo lógico, orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia es la forma progresiva, emancipada, de la cultura pasada: el hoy sale del ayer, Robbe-Grillet está ya en Flaubert, Sollers en Rabelais, todo Nicolás de Staël en dos centímetros cuadrados de Cézanne. Pero si por el contrario creo que el placer y el goce son fuerzas paralelas que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que un combate, una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia, nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera tal vez inteligente, y que el texto del goce surge en ella siempre bajo la forma de un escándalo (de una falta de equilibrio), que es siempre la traza de un corte, de una afirmación (y no de un desarrollo), y que el sujeto de esta historia (ese sujeto que soy entre otros), lejos de poder apaciguarse llevando frontalmente el gusto de obras antiguas y el sostén de obras modernas en un bello movimiento dialéctico de síntesis, es una "contradicción viviente": un sujeto dividido que goza simultáneamente, a través del texto, de la consistencia de su yo y de su caída.
Por otra parte, proveniente del psicoanálisis, tenemos un medio indirecto de fundar la oposición entre texto de placer y texto de goce: el placer es decible, el goce no lo es.
El goce es in-decible, inter-dicto. Remito a Lacan ("Lo que hay que reconocer es que el goce como tal está interdicto a quien habla, o más aún, que no puede ser dicho sino entre líneas") y a Leclaire ("el que dice, por lo que dice, se prohíbe el goce, o correlativamente, el que goza desvanece toda letra –y todo dicho posible– en lo absoluto de la anulación que celebra").
[...]
El texto es un objeto fetiche y ese fetiche me desea. El texto me elige mediante toda una disposición de pantallas invisibles, de seleccionadas sutilezas: el vocabulario, las referencias, la legibilidad, etc.; y perdido en medio del texto (no por detrás como un deus ex-machina) está siempre el otro, el autor.
Como institución el autor está muerto: su persona civil, pasional, biográfica, ha desaparecido; desposeída, ya no ejerce sobre su obra la formidable paternidad cuyo relato se encargaban de establecer y renovar tanto la historia literaria como la enseñanza y la opinión. Pero en el texto, de una cierta manera, yo deseo al autor: tengo necesidad de su figura (que no es ni su representación ni su proyección), tanto como él tiene necesidad de la mía (salvo si sólo "murmura")
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domingo, 26 de septiembre de 2010
[...] ¿Tú piensas que me creo héroe? Algo así, tal vez no como O'Higgins o Prat, pero sí como el Che Guevara. ¿Y tú conoces quién fue el Che Guevara? Un bombonazo de hombre, una maravilla de hombre con esos ojos, con esa barba, con esa sonrisa. ¿Y qué más? ¿Y te parece poco? ¿Y no te interesa saber cuál era su sueño de mundo? ¿Qué pensaba? ¿Por qué le entregó su vida a la causa de los pobres? Sería tan romántico y valiente como tú? Me halaga usted, princesa, se sonrojó Carlos, pero yo estoy muy lejos de esa enorme figura. Ni tanto, tú eres regio y sólo te falta la barba. ¿Por qué no te dejas barba, Carlitos? ¿Por qué crees tú? Te cacharían altiro y morirías como el Che? ¿Y usted derramaría alguna lágrima por mí, princesa? Una sola, nada más que una, pequeñita, pequeñita, como una perla amarga que se quedó sin mar. ¿Nunca has pensado escribir?, tú hablas en poesía. ¿Lo sabes? A casi todas las locas enamoradas les florece la voz, pero de ahí a ser escritora, hay un abismo, porque yo apenas llegué a tercera preparatoria, nunca he leído libros, y ni conozco la universidad. En todo caso, me gustaría haber sido cantante, haber escrito canciones y cantarlas, que es lo mismo que ser escritor. ¿No cree usted, señor cochero? Puede ser, princesa, que su canto sea poesía pura, como los pájaros que tampoco han ido a la universidad. Los maricones pobres nunca van a la universidad, lindo. [...]
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martes, 27 de julio de 2010
Como siempre me ocurre en los períodos en los que no trabajo, desfasé mis horarios de sueño y ahí estuve, esa noche, despertándome a la madrugada, luego de dormir seis horas. Me había acostado sabiendo que me quedaban pocos cigarrillos, y proponiéndome que dejaría de fumar. Salí de la cama, puse la pava al fuego, tomé unos mates, encendí –nuevamente– la computadora para hacer las mismas cosas de siempre (revisar correo, ver quién estaba el en MSN, en el Facebook, en los foros) y terminé los pocos puchos que quedaban. La primera acción relacionada con el-mundo-fuera-del-monitor que hice fue vestirme y salir a la calle a buscar, a las dos de la mañana, un kiosco abierto.
Hacía mucho frío. Tendría que ir con el auto, pensé; pero decidí que una caminata extensa no me haría nada mal: vestido a las apuradas con la ropa del día anterior y sin lavarme la cara. No salía de casa desde ese día, cuando también fui a comprar cigarrillos, pero al negocio de la esquina. En la madrugada barrial las cosas se hacen distintas, y yo sabía que podría recorrer más de veinte cuadras hasta encontrar, en la noche del lunes al martes –la más muerta de la semana– algo abierto. Pero no me importó.
Caminé hacia la avenida que tengo a tres cuadras yendo por el medio de la calle, para evitar la oscuridad bajo los árboles de la vereda. Uno va cambiando sus rutinas a medida que los noticieros alarman sobre lo que sucede, a veces, a unos pocos metros de casa; últimamente mi barrio aparece mencionado en las noticias policiales casi diariamente. No dejé encendida la luz de la puerta de calle, para que no se notara que me había ido –dentro de un mes, probablemente, lo que haré será dejarla toda la noche, cuando yo esté adentro. Uno sabe que son previsiones inútiles, y que más temprano que tarde volverá a realizar las mismas acciones; si alguien estuviera estudiando con tiempo suficiente los movimientos de una casa, enseguida encontraría los patrones regulares que indicarían, incluso, cada cambio de hábitos. No hay muchas opciones, aun combinadas: dejar la luz encendida o apagada, cerrar de uno u otro modo las persianas que dan a la calle, hacer que una radio o un televisor emitan sonido: en algún momento, no obstante, el chomskyano ladrón accederá a estos parámetros que dan cuenta de los principios que subyacen, y de la sintaxis que los articula.
En el camino comencé a analizar si tomaría por Villegas hacia la izquierda, o hacia la derecha. Un auto apareció a lo lejos, de repente y a mucha velocidad, y me tuve que volver a la vereda; lo primero se me ocurrió fue que se detendría y me asaltarían o, quizás peor, intentarían llevarme de recorrida por diferentes cajeros automáticos. En ese segundo que transcurrió entre que me movía y pensaba mi futuro inmediato, caí en la cuenta de que los asaltos exprés habían sido algo en boga a principios de siglo, pero que ya no se informaba sobre ellos y que, por lo tanto, no sucedían. Además, no tenía encima más que los justos doce pesos para comprar, así que en todo caso me levantarían, intentarían llevarme a casa, me resistiría y moriría heroicamente dentro del auto que ya tenía fatalmente frente a mí; la mujer que conducía, visiblemente asustada por manejar a la madrugada, moviendo la cabeza para todos lados, me miró con desconfianza y se fue más rápido todavía.
Ya nuevamente en el centro del asfalto, volví a la cuestión de si tomaría hacia la izquierda, hasta San Martín, o a la derecha y llegar a Mosconi. Villegas va en diagonal, por lo tanto, de uno u otro modo podría, en caso de no encontrar un negocio disponible –lo más probable– ir de una avenida a la otra, cerrando el triángulo que forman las tres. Por la izquierda tenía dos posibilidades: el kiosco de la puta y, más allá, el del transa. En ninguno de los dos casos me consta que sean lo que digo, pero alcanza con la suposición para rotularlos fácilmente y así organizar más rápidamente los pensamientos. Yendo a la derecha tenía que caminar aproximadamente la misma cantidad de cuadras hasta llegar a la placita, donde probablemente hubiera pendejos fumando porro; gracias a ellos, alguno de los dos kioscos de ahí estaría abierto. Decidí ir a la plaza, sobre todo porque creía recordar que hace un tiempo, también en una madrugada de martes, no encontré señales ni de la trola ni del chabón que vende droga.
Caminar y escribir sin rumbo, sin un destino específico, prefijado, es poco menos que una aberración, pensé repentinamente, un repliegue que el capitalismo no se puede permitir: un ocio completamente improductivo y nocivo. La primera parte de la idea ya la tenía resuelta: ahí estaban Baudelaire, Bejnamin, Sarlo y el concepto de flâneur; en cambio, la segunda cuestión me dejó pensando unas cuadras, ya que necesitaba más elaboración. Al dar la vuelta por Villegas, un flaco hablaba con una chica en la puerta, como si dijéramos que se hubiese extrapolado un antiguo zaguán a estos tiempos. Las veredas anchas me permitieron ir alejándome de los frentes de las casas, como para –por las dudas– cruzar en caso de que no fuera una pareja sino un arrebatador que disimula ante mi presencia. Cada vez más cerca, confirmé que se trataba de dos personas conocidas –o de un muy buen actor. Estoy cada vez más atrapado en la treta mediática de creer que acá pasa de todo, me dije, seguramente es una especie de plan para hacer bajar el valor de los inmuebles; Magnetto o De Narváez deben de tener intereses en empresas constructoras: se les hace fácil hacer circular cualquier huevada sobre la zona, una y otra vez. Hay lógicas de la paranoia que son implacablemente precisas, evidentemente, y funcionan como sustrato de la cotidianeidad; si no, no se explicarían tantas rejas en las casas: ¿cuántos ladrones entran por la ventana más expuesta del frente?
Siempre que camino miro las fachadas de los edificios; no sé nada de arquitectura o de construcción, pero me gusta ver tal o cual resolución de una edificación, como si algún día fuera a vivir en una casa construida o planeada por mí. Es una manía estética, una de tantas que tengo, y que –estoy seguro– son la explicación de mi soledad. Un tipo como vos: con facha, con casa propia y sin hijos, a tu edad, y que encima vive con una gata, es puto –me dice siempre mi gran amigo Ale, cerrando el chiste con una risa estridente y acomodándose alevosamente el paquete de la entrepierna. Ya desistí de aquel primer impulso de explicarle científicamente que decir eso, acompañando las palabras con su tic característico, podría ser interpretado como una especie de necesidad inconsciente de ratificación de su propia hombría, o como una pícara proposición: sé que jamás comprendería la intención puramente aséptica de mis palabras, por más cuidado que pusiera en desarrollarlas; eso confirma, también, que es necesaria una semiótica de la interpretación y que Occidente, desde la retórica griega para acá, se malgastó demasiado tiempo en desentrañar las obviedades que fundamentan al discurso desde el punto de vista de la producción.
Llegué a la placita y estaba todo, absolutamente todo, cerrado. Tomé por Mosconi como volviendo para casa, con la idea de doblar en cuanto encontrara un kiosco, o llegar hasta San Martín. Una cuadra más adelante y en dirección a mí, se veía venir a cuatro muchachos. Caminaban rápido, se asomaban a los negocios y trepaban por los rombos metálicos de sus cortinas protectoras, pateaban bolsas de basura y revisaban el contenido de las cajas con deshechos. Estaba entregado: si cruzaba, dejaba en evidencia que había descubierto su intención, y no les costaría nada irse a la otra vereda también ellos, mostrándome a su vez lo ridículo de mi decisión; si seguía caminando por la misma mano, inevitablemente me los cruzaría, en pocos segundos. Podía imponer mi tamaño físico, precisamente marcando mi coraje en el hecho de no haber ido enfrente, y hasta podía agarrarme a las piñas: ellos no tenían por qué saber que hace más de veinte años que no lo hago y que estoy absolutamente fuera de forma. A medida que se acercaban, iba reconociendo mejor su fisonomía: eran dos o tres nenes, de no más de 11 años, y uno o dos que tendrían, a lo sumo, 14 ó 15. Eso me alivió sólo fugazmente, porque entendí enseguida que con esas edades, ningún chico con familia estaría deambulando por la calle; me preparé, entonces, para lo inevitable.
Pasaron por al lado mío corriéndose entre ellos en dirección a la plaza, que había quedado a media cuadra de distancia: Eran unos nenes jugando, a la madrugada. O quizás mi plan resultó exitoso e impuse mi presencia con actitud. Sea como fuera, cuando pasé por al lado de un auto estacionado que estaba subido a la vereda, me apoltroné detrás de él y miré para atrás: los pibes se balanceaban en las hamacas. Seguí caminando un poco más tranquilo, relatándome los sucesos mentalmente, como si le estuviera dictando un texto a otro, a lo Borges. Muchas veces me sucede que pienso que tendría que llevar algún aparatito que grabara lo que pienso, diciéndolo en voz alta. En ese momento, justamente, se me ocurrió que se podría escribir una novela, sobre la base de una cierta cantidad de capítulos que fueran, a su vez, cuentos autónomos, cerrados en sí mismos y que, no obstante, formasen una unidad mayor. En cuanto creí que era algo que revolucionaría las letras del siglo XXI me di cuenta de que eso ya estaba, por lo menos, en el Lazarillo. Entonces comencé a desarrollar más en profundidad la idea que me podría llenar de guita, pero se me vino alguien encima, repentinamente, desde la esquina.
Era una pendeja; no tendría más de 16 años, abrigada con una campera que –se notaba– no atemperaba el frío de la noche. Me preguntó si no tenía cinco pesos, y agregó como sin ganas que haría lo que yo quisiera si le daba la plata. Las calles que cruzan la avenida son oscuras, y no pasa nadie a esa hora. Le expliqué que había salido con la cantidad justa para comprar los cigarrillos y –aunque podría haber resignado un paquete y haberle dado ese monto en justa paga por el servicio que ofrecía– me quedé parado, callado, esperando que ella respondiera algo y tomara la iniciativa de chupármela gratis, por el hecho de ser yo. La piba, ausente de todo, pegó la vuelta y volvió a su refugio original, a la espera de otro transeúnte y de más suerte. Yo sentí mellado mi aura y arranqué a caminar, bruscamente ofendido.
A mitad de cuadra, por suerte, encontré un kiosco nuevo. No lo tenía registrado porque la vez aquella cuando el transa y la puta no estaban, no pude comprar ahí la marca que fumo. Esta vez sí había, así que abrí desesperado un paquete y encendí uno; inmediatamente sentí como el humo llenaba mi cuerpo, que el aire frío de la noche había ya oxigenado demasiado. Hice media cuadra más y doblé a la derecha, por otra callejuela solitaria, hasta Villegas. Mi paso era más sereno, y como hacía mucho tiempo que no salía a caminar más de veinte cuadras, comencé a notar que mis piernas fofas se tonificaban un poco; así que intenté recuperar el ritmo con que había estado recorriendo el barrio, para aprovechar el ejercicio aeróbico mientras fumaba.
Justo llegando a la esquina con la avenida, estaba parado un tipo, con uno de esos carros donde llevan trastos y cosas que van encontrando en el cartoneo nocturno. No tenía aspecto de ciruja, y podría decirse que estaba bastante bien vestido –aunque eso, claro está, se sabe, no significa nada. Recostado sobre su armatoste, justo en la esquina opuesta a la que yo estaba llegando, lo tuve frente a mí todo el tiempo, hasta doblar a la izquierda: el suficiente como para estudiarlo; él, notoriamente, también me analizaba: me miraba de arriba abajo o, mejor dicho, fijamente, pero con seguridad estaba escaneando si llevaba algo de valor encima. Debo reconocerlo, salí vestido con lo primero que encontré, y el conjunto era cuasi ridículo: zapatillas marrones, un pantalón Christian Dior color crema y un Ralph Lauren marrón claro con rayas horizontales en blanco y tostado, sobre el cual me puse una campera negra; me sentía como si hubiera ido a la calle con un pijama, desesperado, a comprar cigarrillos. Me tranquilizó saber que mi aspecto era más el de un sonámbulo con insomnio que el de alguien que lleva reloj de oro; no obstante, me terminó de aliviar ver que, cuando pasé justo por la esquina, me sonrió lasciva y descaradamente: nunca me pasó que en una misma noche, y por unos pocos pesos, se me insinuaran dos personas.
Ya caminando hacia mi casa pasó por la avenida un colectivo, el primero que vi en toda la travesía. Por un minuto pensé en llegar, agarrar monedas, volver a salir y esperar hasta que viniera otro, para ir sin rumbo hasta donde fuera, ya que seguramente no dormiría en toda la noche. Probablemente terminaría en Liniers, donde el panorama nocturno es mucho más desolador –y peligroso– que en mi barrio, lleno de borrachos bolivianos y paraguayos. Desistí, y volví a confirmar que aborrezco los viajes y la escritura que no tienen un destino claro y planteado de antemano. Me respondí, impugnándome, que eso era un puro fatalismo determinista y una especie de apostasía del libre albedrío, y entonces intenté retomar la idea con que había salido de casa. Cuando empezaba a profundizar en esto, y llegando a la misma calle donde, en Mosconi, estaba la pendeja, la reconocí o, mejor dicho, vi a alguien con su misma ropa, casi a una cuadra de distancia: estaba con otro, parados los dos, seguramente arreglando la tarifa o los detalles de la transacción. Crucé pensando que alguien, en ese momento, terminaría lo que no empecé, y al caminar unos pocos metros ese alguien, precisamente, me agarró fuerte y de sorpresa por atrás.
No me dio tiempo a nada, porque me rodeó el cuello con su brazo derecho, mientras que con la mano izquierda tiraba para atrás mi propio brazo, obligándome a inclinarme hacia adelante, hasta casi llegar al suelo. Me puso un pie sobre la espalda y soltó mi brazo; mientras me decía que le diera todo lo que tenía, pude ver que tenía un revólver. Indudablemente, esto mismo me habría sucedido de haber aceptado la propuesta de la piba, en aquella otra esquina; no sé por qué, en lugar de pensar una respuesta coherente e intentar calmarlo, me acordé vagamente de un cuento donde un tipo es engatusado por una trola, a la madrugada, y termina siendo cagado a piñas por un negro que era policía y, a la vez, su hermano. Eso me paralizó un instante; supongo que mi silencio descolocó al pendejo, que me dijo:
–¡No entendés, gil, que te voy a matar: dame todo lo que tenés!
Una vez más en esa noche estaba obligado a responder que había salido con lo justo, que lo único que tenía encima era dos paquetes de puchos, uno recién abierto y otro intacto; podría haber agregado que eso era suficiente para alguien como él; o que lamentablemente se había equivocado de persona, y que el transa que vendía pasta estaba en el kiosco de dos cuadras más abajo; o que mejor se dedicara a estar con la pendeja –a todas luces, su cómplice– y se la hacía mamar ahí mismo, en la calle, que era un espacio urbano que él seguramente conocía al detalle. Tuve que frenar todas esas palabras, que querían salir como borbotones de desesperación, temor y coraje resentido, y sólo pude responder:
–No tengo nada, fijate si querés; más allá hay un kiosco abierto, ahí dejé la poca guita que traje…– Fue lo más sutil y políticamente correcto que me salió, dadas las condiciones de enunciación. Con menos sofisticaciones, me contestó:
–¿Qué, me estás descansando vos, gato, te creés pillo? ¡Te estoy diciendo que te quemo, salame, rescatate! –Era, indudablemente, un exquisito compendio sociolectal, un perfecto trabajo de campo: la academia, por fin, se acercaba a la calle. Lástima que no pasara un patrullero con las cámaras de algún programa televisivo… Así las cosas, lo único que atiné a sugerirle fue que me revisara, así comprobaba que le decía la verdad. Se ve que tuvimos la misma idea, porque mientras se lo decía, ya me estaba palpando los bolsillos del pantalón y la campera.
–Bueno sacate la campera y dame las llantas, gil. Y apurate que me está esperando la pibita a la que bardeaste. ¡Apurate, dale!
En ese momento entendí cabalmente la situación: el pibe bien podía no ser un chorro que se exponía infantilmente a un asalto en el medio de una avenida iluminada y transitada (aunque escasamente a esa hora), sino un conocido de la pendeja, o hasta uno de alguna de las villas cercanas que, como me pasó a mí, sin tener la suma necesaria, vio la posibilidad de solventarse el trámite al verme, envalentonado casi con certeza por algún comentario que ella habrá hecho, al reconocerme. Yo seguía agachado, en el suelo, de espaldas a él, aunque pude ir acomodándome y verlo, con mi cuerpo de costado; continuaba estando, no obstante, expuesto a que me rematara de un tiro con total facilidad. Era la primera persona con la que hablaba en dos o tres días, descontando a Ana, la señora del kiosco de la esquina de casa y al que hacía unos minutos me había vendido los cigarrillos. Precisamente, empecé a hablarle diciéndole eso.
–…Mirá, loco. Posta te lo digo –había intentado comenzar homologando el lenguaje, depurando las diferencias– salí sin nada, vos ya lo viste. La campera… Mirá mi cuerpo y mirá el tuyo, es al pedo que te la dé; lo mismo las zapatillas…
–¡Cerrá el orto y hacé lo que te digo!
–Todo bien… Pero… Te repito: aunque no lo creas, sos la primera persona con la que hablo en cinco días; si me quemás acá, la gente que me conoce se enteraría dentro de diez días, porque ando sin documentos y hasta que alguien me llame unas cuantas veces y piense que pasó algo raro…
–¿Y a mí qué me importa, puto?
–Ya sé que no te importa, lo que te estoy queriendo hacer ver es que, la verdad, me da lo mismo que me mates o no. Es más: con suerte hasta aparezco en la tele como un pobre santo más, víctima de la inseguridad; si no fuera por eso, seguramente yo nunca estaría en la tele… –las palabras empezaban a salir fluidamente, como en un cuento, como invitándolo a vivir una especie de telenovela melodramática que lo conmovería y lo redimiría, o al menos eso esperaba– O sea… puedo darte ahora las cosas, o puedo hacerme el boludo, resistirme, y obligarte a matarme, para que te las termines llevando igual, ¿entendés? Vos en definitiva tendrías de mí lo que querés; y si me resisto, yo tendría de vos lo que yo quiero: una muerte heroica, como en El Sur de Borges… –sabía que no entendería la referencia, pero igualmente necesité decirlo– ¿Por qué te las voy a dar, entonces? Decime…
–Estás re limado vos, guacho… Pero no me sicologiés, ¿entendés? ¡No me sicologiés y dame todo, la puta que te parió!
–Mirá, vos no hacés nada con una campera y un par de zapatillas que no vas a poder usar; mirame: todo lo mío, fijate, a vos te queda grande… –Había empezado a consustanciarme con mi personaje hasta el punto de sentir caridad y misericordia por él y por su situación. De repente, creí comprender que toda mi vida se resumiría en este acto: convertir al salvaje rousseauniano en alguien provechoso, llevarlo desde de la barbarie hacia la civilización– Si lo hacés para conseguir un sandwich... Yo vivo cerca… Algo para comer te puedo preparar, y mientras... podemos charlar y te puedo aconsejar, ¿enten…
–¿Qué, me estás llamando muerto de hambre? Gil, puto de mierda, ¡qué querés que vaya a tu casa, pelotudo, así me cae la gorra!
–No te llamé muerto de hambre, lo que te estoy diciendo es que vos no necesitás mi campera, necesitás mi ayuda… –La campera y las zapatillas eran ya irrelevantes: estaba poseído por una especie de mesianismo, de encarnación de cívica justicia divina y destino manifiesto– Alguien que te dé una mano, que te dé consejos…
–¿Quién te creés que sos, gil, mi viejo? –mientras lo decía, comenzó a temblarle la mano, y bajó el arma como apuntando a la vereda, la distancia que nos separaba: empezaba seguramente a quebrar sus barreras, sus defensas, a hacerle entender que lo que estaba en cuestión no eran mis pertenencias, sino su vida y su porvenir; seguramente con el tiempo lo convencería de estudiar, de conseguirse un trabajo, de ahorrar… Detuve la ensoñación con el futuro que le estaba armando cuando, nuevamente firme, levantó el revólver y apuntó directamente a mi cara, acomodando el dedo certero en el gatillo. Inmediatamente comprendí que siempre estuve en sus manos, asesinas, crueles, y que no había valido de nada mi desarrollo discursivo. La noche estaba helada y yo sentía que la sangre se me había paralizado. Fueron, como mucho, diez segundos de un denso y horroroso silencio donde se jugaban mi vida y mi muerte.
–¡Mirá, hijo de puta, rajá; tocá de acá, la concha bien de tu madre! ¡No voy a gastar una bala con un gato como vos!
Dio una rápida vuelta, y se fue de nuevo a la oscuridad de la cuadra, donde lo esperaba la pendeja. Lo último que escuché, antes de salir corriendo desesperado, gritando, y volviendo lentamente a ser yo, fue que ella lo puteaba por haberme dejado ahí, con mi campera Polo y mis zapatillas y mis cigarrillos y las llaves de casa, en el frío de la madrugada.
27/7/10
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miércoles, 12 de mayo de 2010
Supongamos el paseo de toda una familia en un zoológico. En un momento, el hermanito menor ve un animal que hace una extraña mueca y le dice a su hermana “Ah, ahí estás vos”. En ese momento, ese animal, esa cosa, es un signo, en tanto está en lugar de la hermana. Pero su carácter aleatorio, accidental, no perdurará más allá de ese momento, o más allá de ese hermano y esa hermana: es improbable que, a partir de entonces, la humanidad entera comience a interpretar a esa persona a partir de ese animal. La cosa, así, fue un elemento que permitió entender el significado de ese signo y, una vez hecho, se desprendió del signo en sí y volvió a ser cosa, como si dijéramos que “entró en la mente” sólo por la necesidad de formar parte de la interpretación del signo. Y no “entró” el animal completo: para la comparación, bastó la mueca, y no, por ejemplo, el color de su pelaje. De este modo, podemos entender que la cosa, en tanto tal, se desdobla: existe, en la realidad, y es objeto de la percepción y, al mismo tiempo, de eso que es, algo se toma para que persista en el signo, en la mente.
El mismo mecanismo está presente en todos los signos. Tomemos la palabra mesa o una nube negra: en ambos casos, las cosas son, tienen entidad física y temporal, se perciben como tales, y son independientes del sujeto que las percibe. Sin embargo, esta mesa concreta, o esta nube negra específica que está aquí, ahora, poco puede tener que ver con la que figura en la mente del lector: alcanza con el objeto prototípico que tiene almacenado entre sus conocimientos para comprender a qué se alude.
¿Puede alguien pensar en un dragón? Sí, aunque nunca lo haya percibido o experimentado en tanto tal, pues lo que percibió o experimentó fue una serie de signos (en un libro, en un relato oral) que le permitió hacerse la idea de ese animal (es decir, los rasgos básicos y suficientes) ¿Puede alguien pensar en un jitofonón? Probablemente nadie. Y no es porque la cosa no exista (tampoco existen los dragones) sino porque esa cosa no se ha desdoblado en la mente de nadie, no es “cosa” de ningún “signo” que lo incluya.
¿Existen las cosas independientemente de sus nombres? Es probable que existan, por ejemplo, galaxias y soles tan lejanos que aún no los hemos percibido y, por lo tanto, no los hemos nombrado. Son, por ahora, “jitofonones”, es decir, objetos que todavía no participan de signos. Con excepción de estos casos extremos, las cosas existen involucradas en signos. ¿Es, entonces, el signo algo “más importante” (preexistente) que la cosa? Tampoco, puesto que el signo está en lugar de la cosa, es decir que la supone. La relación nombre/cosa es dialéctica, dinámica y variable.
Si las cosas y los signos existen, en tanto tales, y al mismo tiempo involucrados de tal modo que esa relación es la que permite la intelección, la interpretación del mundo; y si esa interpretación se produce a partir de algún tipo de percepción (directa o indirecta) de la cosa y su constitución en objeto mental, tomando de aquella las cualidades básicas más relevantes (y no todas), de modo de reconfigurarse como objeto prototípico; y, finalmente, si las cosas ellas mismas pueden ser signos; ¿cuál es y en qué consiste, entonces, la relación del nombre con la cosa? ¿Es posible suponer una relación directa, mecánica, sin mediaciones, entre uno y otra? ¿Es la designación algo así como un proceso simple de bautizo de las cosas utilizando ciertos nombres? ¿Se puede bautizar toda la cosa, o se designa sólo aquello que se considera su fundamento?
Supongamos que una persona atea afirma "Tengo fe en que el poder de la iglesia católica desaparecerá en diez años, que ella misma desaparecerá en una década" Es evidente que, en este caso, el signo fe no involucra el mismo objeto que se encuentra en ese signo dentro de la teología. Sin embargo, en ambos casos alude, prototípicamente, a cierta actitud o sentimiento de esperanza fundada en la participación de ciertas fuerzas extra-humanas: la fe en procesos históricos, o en la racionalidad divina. Este es, en definitiva, el objeto del signo fe, que dentro del dogma asumirá otros componentes; pero esta es una cuestión de dogma, no de signos, así como el signo animal presenta más significados cuando se lo aplica a una persona concreta.
Supongamos, ahora, que cierta sociedad estableciera, jurídicamente, una distinción entre matrimonio y matrilonio según si los contrayentes fuesen ambos del mismo color de pelo o no. Esta sería considerada absurda, en tanto los signos que se intentan imponer no toman en su fundamento cualidades básicas y relevantes. Según cuáles fueran esas cualidades de la cosa, podría establecerse tal distinción, pero seguramente no sería el color de pelo.
¿Sería el amor la cualidad de un ayuntamiento entre dos personas? ¿La fidelidad? ¿La continuidad de la especie? Existen ayuntamientos que no se fundan en el amor, ni en la fidelidad ni en la continuidad de la especie. El fundamento de un signo, vale decir, ese conjunto de cualidades básicas, relevantes y suficientes que tiene la cosa para constituirse en el objeto del signo (el objeto mental) es producto, también él, de la racionalización, y no simplemente de la percepción: la decisión de cuáles son las cualidades que constituyen el fundamento de un signo son también un prototipo, un consenso, una negociación y una lucha. Retomando el ejemplo inicial, el motivo de la posible discusión entre hermanos, cuando uno relacionó la mueca del animal con la fealdad de la otra, tiene que ver, precisamente, con la determinación del fundamento del signo: bien pudiera haber sido por la belleza del pelaje, y en tal caso el fundamento al que se habría arribado hubiese sido otro. Y otra, también, su significación.
Cuál es el fundamento de la cosa matrimonio es lo que está en juego en estos días. Y, en las posturas más extremas (donde me encuentro, por ejemplo) la verdadera discusión es si existe tal fundamento. Sin embargo, y dado que se trata de una cuestión jurídica, el problema no se agota en el fundamento del signo, sino en sus efectos jurídicos: aquello que sea denominado como matrimonio accede a los beneficios y amparos que la ley establezca.
Las posturas que he leído, o escuchado, apuntaron en estas dos direcciones: cuál es el fundamento de la cosa matrimonio y qué relación debe haber entre esta cosa y (qué) nombre, teniendo en cuenta los efectos jurídicos de una u otra denominación. En cuanto al fundamento, debería entonces revisarse TODA la legislación acerca del matrimonio, reforzando o sacando, por ejemplo, la infidelidad como causal de disolución del vínculo, la monogamia, etc. En cuanto al proceso mismo de designación, queda claro que el nombre y la cosa están involucrados y, por lo tanto, uno u otro signo no es inocente en los procesos de interpretación de la cosa. No es por tener un hijo homosexual como se debe legislar, así como los diputados no deben ser tehuelches para generar una ley de protección de la cultura tehuelche.: esa es pura frusilería melodramática, cercana a los cinco minutos de fama que ofrece Tinelli. Tampoco es un gracioso don que se ofrece paternalmente, como tanto machacó el diputado Rossi. Mucho menos es por el miedo a que una vez designado matrimonio, dos mujeres o dos hombres puedan engendrar o adoptar, puesto que eso ya existe y, por lo tanto, se confirma así que es menester legislar prontamente ese efecto jurídico. Ni hablar de que nada tiene que ver el fundamento de que el matrimonio es el ayuntamiento de hombre y mujer con el fin de la continuidad de la especie, pues nadie, en su sano juicio, legislaría que está prohibido coger por placer. Finalmente, la cuestión sacramental del matrimonio se agota en el atrio de los templos (y en las partuzas delictivas de los conventos y monasterios)
Está en juego el fundamento del signo, completo y total: procreación, amor, fidelidad, monogamia. Está en juego la denominación del signo: matrimonio, unión civil, aberración jurídica. Lo que está claro es que los más elementales principios semióticos establecen que, si el fundamento es el mismo, el signo debiera ser el mismo. Y si no lo es, entonces sí, que sea matrimonio o matrilonio, a partir de un fundamento que surja de la cosa en sí, y no de prejuicios inconfesables. Pero ya no el limbo de los jitofonones.
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domingo, 18 de abril de 2010
«El que por Mí recibiere a un niño como éste, a Mí me recibe; y el que escandalizare a uno de estos pequeñuelos, que creen en Mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno, y le arrojaran al fondo del mar» (Mateo, XVIII, 5-6.)
El actual Papa se lamenta ahora de estar lastimado, con heridas que él mismo apañó. Homologar celibato y pedofilia, y homosexualidad y pedofilia, pareciera ser el camino más corto para atacar o defenderse: los curas célibes son pedófilos (les dicen); los curas putos son buscados por menores desviados (les contestan). Todos, defensores y detractores, piensan en términos de una jerarquía donde el delito objetivo de la pederastía es un mal menor, debajo de otra cosa: encubrimiento en los hechos, y en las palabras.
Lo más parecido a la vida monacal que un laico puede conocer se ve en la película El nombre de la rosa (o en el libro homónimo de Humerto Eco) Nada parece haber cambiado desde la Edad Media en la santa madre iglesia, prostituta y prostituida como dios manda. Esa misma hipocresía (eso es hipocresía, qué duda cabe) fundamenta su rol rector de la ética y la moral del mundo y que otras instituciones retrógradas codifican. Casi diría "chúpenla" pero... tengo miedo de que mi casa se convierta en una sub-sede desaforada y bulliciosa del Episcopado -Ah, no: cierto que no tengo 10 años...
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ADEPA está preocupada. Los empresarios dueños de los principales medios de comunicación, unos pocos señores que poseen casi todo, están preocupados y, como son pocos (y se conocen mucho), todos ellos expresan en sus muchos medios su preocupación, que no tiene nada que ver con la exclusión, el clientelismo, la pobreza, la discriminación aquí o en el mundo: están preocupados por sí mismos, y por extensión, a veces, por sus empleados-voceros. Sin embargo, en su impunidad, se les suelta la chaveta: afirman que un «mensaje sembrado al voleo puede ser recibido por personas que no estén en capacidad de procesarlo y, por lo tanto, disparar reacciones peligrosas contra los señalados» Alguien debería avisarles, entonces, que tienen que empezar por casa.
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Aparición con vida de Tadeo, el de Verano del '98
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 10:52Está claro que en sociedades como la nuestra se ha mercantilizado todo, incluso los procesos mismos de mediación de esas mercancías. Los contenidos de esos procesos (y no sólo los contenidos mediados) son también, claro está, ideológicos, es decir, construyen desde cierto lugar y desde cierto juicio, una cierta parcela de realidad que, surgida en cierto medio, intenta erigirse en LA realidad: única y hegemónica. El cine, la literatura y el arte en general (pero también la tele, Facebook, etc.) siempre fueron concientes de su rol, y se constituyeron en (representantes de) las condiciones de posiblidad para hacer visibiles, mercantilizándolos, procesos sociales y culturales determinados.
En el caso del cantante que corea el livin' la vida (de) loca, los medios que tomaron esta información la enmarcaron en dos actos de habla sugiestivos: la confesión y el blanqueo. En ambos casos, al tiempo que evaluaron, SE evaluaron; pero el gran público, la "gente" no se percató del hecho: alguien "confiesa" cuando cierta relación de poder (real y simbólico) hace que esa persona esté en inferioridad en relación con el interlocutor; este, entonces cuenta con cierta investidura que le permite, de uno u otro modo, perdonar a quien confiesa. Estas reglas preparatorias (para decirlo en términos de Searle) suponen ya no al cantante y su público de Facebook (allí el acto de habla fue apenas de DECIR), sino a aquel y los medios: la reconfiguración del DECIR en CONFESAR es operada por los medios que levantan la "noticia" y se asumen como interlocutor que facilita (u obtura) la indulgencia. El "blanqueo" se orienta del mismo modo, con el añadido de que se colorea de blanco aquello que, lógicamente, no lo es (nadie blanquea lo blanco, diríamos) ¿Qué quiere decir que este muchacho, que gana fortunas con sus melosas melodías, blanqueó su situación? Pues, sencillamente, que su vida (negra, y de allí oscura, sórdida: pecaminosa) es perdonada y blanqueada en y por los medios. De nada importa que, en el camino, éstos ganen mucha guita "informando", y que -aparentemente- la decisión del atildado Ricky pareciera deberse a que cierto fotógrafo lo habría pescado a los besos con otro invertido.
En definitiva, que la actual novela de la tele muestre dos futbolistas en actitudes contranatura, o que encumbrados personajes (excluyendo de esta categoría, por obvias razones, a Pablito Ruiz) confirmen lo que todos sospechaban, o que -saliéndonos del caso específico- K-ristina dijera en un reportaje que se acopla a la "institucionalidad" y que, en consecuencia, habrá de nombrar a Mariano Grondona como Secretario de Derechos Humanos y Democracia (entre paréntesis, K-ristina tiene a su Grondona en el INADI: Morgado, quien como conductor de TVR acumuló, junto a Gianola, la mayor cantidad de humoradas homofóbicas que la tele recuerde), en definitiva nada de esto serviría, en tanto el habla es habla mediada y, como tal, reconfigurada según la convenciencia de los medios, en función de sus necesidades mercantiles. Y si no, que nos lo cuente Tadeo.
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sábado, 3 de abril de 2010
El estreno de la semana (III) - Especial María Luisa Bemberg: "Yo, la peor de todas"
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 10:22Etiquetas de esta entrada: Cinemateca
El estreno de la semana (II) - Especial María Luisa Bemberg: "Miss Mary"
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 10:19
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El estreno de la semana (I) - Especial María Luisa Bemberg: "Camila"
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 10:10
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domingo, 28 de marzo de 2010
Negocios son negocios y, como tales, marcan la pulsión de cada biografía y de la historia. Lo que hasta ayer estaba bien, hoy está mal y viceversa: si me sirve, es seguridad jurídica y si no me sirve, es extorsión. Cada uno habla como si no tuviera historia, como si la historia empezara a partir de él, y del momento actual. De nada servirían, entonces, las muestras de respeto, de lealtad, las famosas reglas de juego. Ser como soy, y desde ahí vincularme con vos, respetándote, sólo me llevará al perdidoso sitial del boludo.
La aceptación (o no), la persecución y el silenciamiento del otro siempre está atravesado por motivos materiales: le darán la voz al que diga lo que se quiere escuchar. Será, entonces, preferible que no se nos conceda tal privilegio; será, entonces, lo más sano resignar amigos, aliados y tongos, para mantenerse tal cual se es: siempre quedará algún intersticio desde donde perdurar, con menos lastre y más vigor que antes.
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sábado, 27 de marzo de 2010
El estreno de la semana: "Mercado de Abasto"
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 13:09
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