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martes, 15 de julio de 2008

Acerca de la violencia y la escuela

En el paroxismo de la inducción, un par de casos aislados habilitaron por unos días un debatito mediático • Uno en Capital y otro en provincia, como para que la paranoia no tenga respiro ni escondrijos • Palabrerío y soluciones sencillas para un problema complejo


En una escuela de la Ciudad de Buenos Aires, un grandote y un amigo se mofan impunemente de una profesora que intenta leer anodinamente andá a saber qué cosa que se refiere a la historia argentina; en una escuela de Témperley una profesora está sentada a su mesa abstraída del mundo mientras alborotadamente la rodean y le encienden el pelo. Ambos casos se conocen porque, tecnologías mediante, los registros de los hechos son tanto o más importantes que los hechos en sí: o los autores los colgaron en el ciberespacio y la tele los encontró allí, serviditos en bandeja; o algún involucrado-poseedor envió los archivos a los canales para obtener sus cinco segundos de fama. Esto, creo, es inherente a la cuestión, y por lo tanto no deja de ser menor.

Indisciplina, bromas pesadas y desmanes hubo, hay y habrá siempre. Esto no es justificarlos, pero sí ubicarlos en un contexto, relativizar su trágica marca de época. La adolescencia es una etapa en la cual es central la exploración de la norma, al derecho y al revés, casi tribalmente. La sociedad inventó las escuelas, también, para controlar, encauzar, revertir esa rebeldía sin objetivo, sin horizonte de intervención (no es subversión del orden establecido, no es verdadera rebelión: es apenas extremar y tensar las cuerdas de la paciencia como para ver qué onda).

La escuela tradicional, esa de la que yo soy hijo (y me jugaría a pensar que vos también lo sos) consideró el hecho indisciplinado como un todo en sí mismo, como un parangón con el delito en el mundo social adulto, y lo trató en consecuencia: si al delito se lo pune, a la indisciplina también. Las amonestaciones eran a la falta escolar lo que los años de cárcel al asesinato; y un reincidente en ambos casos no tenía derecho a atenuantes ni privilegios, sino a condiciones de agravamiento y dureza. El juicio no siempre era (no siempre es) justo ni siempre hallaba (no siempre halla) al verdadero autor material: cierta tendenciosidad, arbitrariedad, parcialidad teñía la sanción en la escuela (y en la sociedad), doy fe: si tenías "buenas notas" quizás zafabas "para no ensuciarte el promedio", "porque sos el abanderado", etc. Y zafabas, o estabas fatalmente condenado, por el hecho de que el haber tirado unas bombitas de olor en el aula se menguaba si habías estudiado la fórmula del movimiento rectilíneo uniforme (el cual, por otra parte, si eras realmente vivo, te había dado la pauta para tirar esa bombita y salir de raje limpia, veloz y científicamente)

El péndulo pasó del norte al sur y, a la era autoritaria del tratamiento de la falta en la escuela siguió otra en la cual, de repente, personas (docentes, padres, alumnos) educadas en el autoritarismo (y cómodas en él) tuvieron que consturir de la noche a la mañana los acuerdos institucionales (o escolares) de convivencia y pensar en la sanción como una intervención reparatoria, no punitiva, en órganos colegiados (docentes, padres, autoridades, alumnos), con deliberación y consensos. Dicho en criollo: que la sanción sea una instancia de aprendizaje para el alumno que realizó la falta, que implique la reflexión y la toma de conciencia. Nada de amonestaciones, claro está: entre todos construimos colectivamente las normas de convivencia de la institución y supervisamos su funcionamiento; la disciplina pasa a ser cuestión de convivencia, en la que están incluidos alumnos, pero también docentes, auxiliares, directivos, padres, o sea, todos aquellos que estaban acostumbrados, durante generaciones y generaciones, a que una autoridad externa y objetiva decretara según su leal saber y entender la norma, su cumplimiento, sus excepciones y sus sanciones. ¿Capacitación? ¿Transición ordenada? ¿Prueba piloto? No hay tiempo: tenemos que ser ya-ya democráticos y felices. ¿Posibilidades en la práctica? Y... que un director haya escrito "para presentar" esas pautas de convivencia (como si las hubieran construido entre todos), algo parecido a un reglamento (pero sin llamarlo así, qué horror) e intente aplicarlo, pero sin la posibilidad de amonestar a los alumnos. Se revalorizó el llamado de atención, la firma, y el pase de escuelas no sabés cómo empezó a funcionar...

La democracia, lo vemos todos los días, es una construcción fatigosa, del día a día, y una vez que se tiene no es para siempre. Implica tensiones y conflictos, porque supone intereses contrapuestos: consensos y disensos, y también decisiones acerca de cómo se tratará a aquellos que, en el disenso, intervienen de otro modo en el colectivo social. Implica también representaciones y delegaciones, y la aceptación por parte de todos de esas representaciones y delegaciones. Pero fundamentalmente conlleva colectivos de identificación, espacios imaginados como comunes, redes de vinculación, de intereses, de poder. Sin todo esto, claro está, una sociedad no puede plantearse una democracia de calidad, y una escuela es, por rejunte legal, una microsociedad.

Las reformas educativas de los últimos 20 años, lo dijimos muchas veces, fueron maquiavélicamente a tontas y a locas: mezclar todo en la coctelera y esperar que el caldo de cultivo decantara para ver qué quedó (bien destruido, claro está). Todo ya, para los papeles (donde los paradigmas siempre son perfectos y bonitos, realmente), sin atender al hecho indiscutible de que las escuelas son elefantes adormecidos en una cristalería: a un nene que apenas empezó a gatear le sacás el andador (qué cosa antigua, el andador) y le exigís que ya mismo corra el maratón Quilmes-San Isidro por Camino de Cintura, en patas y con colgantes de oro y brillantes bien a la vista...

Docentes que no tienen dominio de grupo, que no saben para qué están en un aula, hubo, hay y habrá siempre. Alumnos que necesitan tensar la norma para autoconfirmarse en su subjetividad, también. Las posibilidades de la tecnología hacen ahora que esa ratificación del yo se proyecte y amplifique para todo el mundo, con lo cual se multiplican al infinito los autores intelectuales, los cómplices, los sentidos de la praxis. Lo que es novedoso es el hecho de no saber qué hacer, de no tener a mano la respuesta autoritaria (aunque en el caso del gerente de Cuidad de Buenos Aires S. A., por medio de su Jefe del Departamento de Educación y Negocios Afines, la tentación autoritaria apareció, espasmódica, disfrazada: al tal Kevin lo rajaron -y eso que no coronó de fuego la cabellera de la enamorada de Rosas). Lo que es novedoso es que la sociedad, y la escuela, no sepamos qué hacer con la norma, no podamos recurrir a construcciones colectivas, a instancias de democracia participativa real que permitan abordar estas cuestiones que son y serán permanentes.

Hay cosas que no son novedosas: que los medios de comunicación construyan un sentido común que ahonda las contradicciones, mostrando la falta en sí misma, como un todo, en parangón con el delito, y dejando bien explícitamente el implícito de que necesitamos mano dura, de que se requiere depuración étnica urgente en la docencia y el alumnado, de que esto no da para más y que nadie hace nada (obturando el hecho de que los medios tampoco hacen nada, obviamente: las sociedades se tienen que construir sin ellos, aunque ellos sean un colectivo privilegiado de conformación de ideología). Tampoco es novedoso que los docentes (no todos, obviamente) no sepan qué hacer, cómo participar, cómo ser parte de una escuela democrática, que les exige algo más que pararse en el frente, bien pegados al pizarrón, y hablar hablar y hablar de sus saberes. No estoy poniendo el foco de la culpa en la docencia, pero está claro que el alumno de hoy no es el mismo de hace 10, 20, 30 años; y que por lo tanto, ante un sujeto pedagógico inédito se requieren intervenciones pedagógico-didácticas también inéditas, inseguras en su novedad (dan más seguridad las que conocemos, las que aplicamos desde siempre, aunque no sirvan para nada). La docente que lee ese documento acerca del rosismo en una paródica clase magistral, y la profesora de inglés que corrige trabajos mientras la clase espera, están extrapoladas, fuera del tiempo: añejadas ¿Qué suponían? ¿Qué esperarían? ¿Qué pensarían? Son víctimas y ejecutoras, a la vez, de un sistema que las dejó, conscientemente, varadas en 1980, incapaces de repensarse y repensar la profesión en la que decidieron ejercer. Paralizadas y funcionales. Toda una metáfora de la sociedad que les gusta. ¿A quién? A los que permanentemente sacan provecho de todo esto.

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