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martes, 11 de septiembre de 2007
En la media mañana de un día cualquiera, sobre el descascarado pizarrón, una diminuta docente traza, con el máximo de exactitud que su pulso le permite, un triángulo que casi, casi, es rectángulo. Podría pedir disculpas por no haberlo logrado, teniendo en cuenta la escasez de elementos de que se dispone en aquella escuela; sin embargo prefiere la omisión: es un triángulo rectángulo porque ella lo ha dicho y al decirlo, ese trazo tímido y acutángulo (técnicamente hablando) es bautizado, nombrado, catalogado en función de una teoría infalible a la cual debe ajustarse esta realidad: es un triángulo rectángulo y la suma del cuadrado de sus catetos es igual al cuadrado de su hipotenusa. Explica estas cosas como para nadie, como ella cree que se debeb enseñar las cosas de las ciencias en las aulas: como sin historia y para todos, que es decir para ninguno, relatando desapasionadamente lo que alguien ha develado con la pasión acumulada de los siglos. Más atrás, un alumno le entrega a otro una hoja, otros trazos, mucho más certeros:
–Mirá, Robledo: tu vieja
Robledo quiere verlo, pero la imagen se le figura otra, le trae a los ojos el recuerdo de una mañana, un colectivo, muy temprano: él y su madre iban a la Municipalidad, a entregar los papeles del Plan, y ver si así les daban más mercadería. Era la primera vez que llegaba tan lejos, que viajaba en un colectivo, que conocía ese lugar en donde todas las calles eran de asfalto y tenían semáforo y reclamaban cuidado a cruzar. Acá no se puede jugar a la pelota, recuerda que pensó, y también reflexionó que la vida de los chicos de ese lugar sería muy aburrida si no podían estar jugando en las calles, porque no eran de tierra y porque pasaban tantos autos y tan rápido; pero no vio ningún pibe en los alrededores, sólo gente grande y negocios y apuro y empujones y agarráme fuerte la mano que te vas a perder. La madre le estaba diciendo que él, con ocho años, ya estaba grandecito y que mirara bien todo porque seguramente en poco tiempo él mismo tendría que hacer esos viajes, u otros, y que por eso ya tenía que empezar a portarse bien, a cuidar de sus cinco hermanos para que el padre no se enojara tanto con ellos.
El padre… Entonces a Matías Robledo se le aparece otra imagen, que va empujando la anterior hasta hacerla desaparecer, aunque él no quiere que se vaya, porque la señorita Adela, la que le tocó cuando repitió segundo grado, le había dicho que cuando se sintiera así como en este momento tratara de recordar cosas lindas y mantenerlas en la mente, porque era la forma de que nuevas cosas lindas le fueran a pasar. Muchas veces lo había intentado, y en algunas le había servido mantener el recuerdo de la felicidad como si fuera la semilla del presente; pero, la mayoría de los casos, le ocurría lo que ahora: un recuerdo desplazaba a otro, y él no lograba sofocarlo. Es entonces cuando se rearma en su mente la tarde en que estaba en la vereda, enfrente de su casa, sentado, cuando vio que venía su padre, tambaleante, enfurecido. Matías ya conocía ese llegar y se paró rápidamente, como si alguien o algo lo obligara a correr ligerísimo, cerrar la puerta e impedirle la entrada. Pero no llegó a tiempo. Cuando estuvo adentro ya el hombre estaba discutiendo con su madre, una de esas peleas en que uno gritaba y la otra se mantenía en aturdido silencio, mirando el piso con temor y consentimiento. Fue más o menos para la época del viaje en colectivo, quizás ese mismo día: el padre le reclamaba por qué no había logrado la mercadería, que al final todos tenían razón cuando le decían a él que su mujer era una tarada, que no servía para nada, que ni criar a los hijos sabía. Matías quiso, lo intentó, explicar algo, pero no pudo decirlo porque cuando la primera palabra estaba por brotar en su boca, tímida, aletargada, el padre, haciendo lo que ya todos allí sabían que sucedería, levantó su mano y con el revés le dio un derechazo a la mujer, que fue a parar de un solo envión al piso, donde sin llorar (llorando para adentro, le confesaba a Matías) miraba ella compasivamente a su marido, ella entendiéndolo, asintiéndolo todo: que había sido una descuidada, que él tenía razón y que por su culpa no habrían de tener ese mes la mercadería. Yo te mando a vos para que te ganes al tipo y traigas la comida y vos volvés sin nada, le dijo, y era sustancialmente cierto: no había conseguido convencer a la empleada, porque ese día había una empleada, seguramente una que se había encamado con el encargado y ahora hasta tenía un trabajo en la Municipalidad y todo, solamente acostándose con él, mientras ella había ido a pedir mercadería para darles de comer a sus hijos, pero eso a la empleada no le interesaba, claro, porque estaba seguramente más ocupada en pensar con qué nuevas armas seguiría seduciendo al encargado, de quien se decía que era conocido de ese amigo del concejal que a veces sabía ir al barrio para cuando se votaba. La madre desde el piso callaba y aceptaba, y Matías sintió nuevamente ese extraño hervor, esa fuerza que le costaba dominar, las tremendas ganas de escupir, patear, golpear a su padre mucho, muchísimo, hasta que soltara todo el vino que traía adentro y pidiera perdón y les dijera por primera vez que lo quería, a él y a todos, y recordó cuando su madre le dijo que el padre los amaba a todos ellos, a todos, pero que no conseguía trabajo y por eso tomaba, que tomaba para olvidar y por eso cuando iba a pedir trabajo la gente no se lo daba, pero que él era un buen padre y que un padre es el hombre de la casa y si no podía mantener a su familia entonces para eso estaba también la madre, porque la madre también los quería a todos, y por eso ella entendía por qué él le pegaba: le pegaba porque ella había fallado, porque ella también tenía que cuidarlos y quererlos pero a veces no lo hacía, entonces él la fajaba a ella para que se portara bien e hiciera lo que le correspondía como madre. Y que prefería esta vida a la vida que su hermana, la María, le hacía vivir a su marido: él trabajaba, trabajaba todo el día, no tomaba, ni tampoco le pegaba; y ella, la tía, su propia hermana, criadas las dos por la misma madre que les había enseñado de chiquitas que el marido era el hombre de la casa y era el que mandaba, ella, la María, le hacía faltar de todo, no cocinaba, no se encargaba de los chicos, estaba todo el día mirando la tele. Si yo fuera el Tito, decía la madre, si fuera el marido, ya le estaba dando una buena paliza para que haga las cosas como corresponden, para que se porte bien, porque no tiene que hacerle eso al Tito, que se rompe el lomo por su familia y ella ahí, todo el día sin hacer nada. Vos tenés que aprender a portarte bien, Matías, porque cuando seas grande vas a ser el hombre de tu familia y tenés que ver que tu esposa no te haga faltar de nada.
Entonces otro recuerdo empuja al anterior y Matías se resiste, porque sabe que el que viene será más doloroso, y quiere hacerle caso a la señorita Adela. Pero no puede, no consigue frenar la memoria y las imágenes se transfiguran hasta vislumbrarse él mismo en una noche, en su cama, donde duerme con Jennifer, su hermanita de tres años. Se va reconociendo de a poco, sin sueño, dando vueltas y vueltas preocupado, planeando la venganza a la paliza de esa tarde, la primera que el padre les dio a su madre y a él mismo, cuando quiso y pudo por fin hablar, balbucear unas palabras que intentaban explicar cómo habían ocurrido las cosas que lo enojaron ese día. No sabía cómo pero ya había aprendido a reconocer sus pasos torpes en la calle, donde el sonido arrastrado de los pies se colaba por debajo de la puerta de lata y llegaba hasta la habitación en que dormían él y todos los hermanos, la misma donde estaba la canilla, el balde para llevar al baño y la tele. Al lado, dividida por un mueble, la cama matrimonial, y su madre llorando para adentro: Matías podía escucharla, porque esta vez no escondía el llanto, que salía chiquito, como suspiros entrecortados, alimentados seguramente por el mismo dolor en el cuerpo que tenía él mismo. No sabe cuánto tiempo estuvo esperando que su padre entrara, pero seguramente en un descuido se durmió, porque cuando volvió a abrir los ojos ya estaba ese olor impregnándolo todo, ese odre a vino y transpiración y odio que inundaba el ambiente como un vaho pesado que se le pegaba en su propia piel. A veces descubría ese mismo olor, el de su sangre, el de su familia, en su cuerpo, y por eso iba a bañarse, sin importarle que en invierno el agua fuera más fría: para sentir en la propia carne su aroma, y no la sangre de su padre, la marca que ahora era también unos dedos rojos en su cara y un dolor insoportable en sus costillas. Percibió ese idéntico hedor de siempre y un murmullo seco, cortante, como dándole una orden a su esposa, a quien se le escapaba cada tanto el mismo llanto quedo de un rato antes. Luego Matías escuchó una vez más el desvencijado ruido, ese golpear contra el mueble que dividía los espacios y empujaba su propia cama, esos mismos bramidos animalizados de su padre, que en otras noches eran los que causaban risas apagadas entre los hermanos pero que esta vez a él le volvían a despertar el extraño hervor, la fuerza que le costaba dominar, las tremendas ganas de escupir, patear, golpear a su padre mucho, muchísimo, hasta que soltara todo el vino que traía adentro y pidiera perdón y les dijera por primera vez que lo quería, a él y a todos. La madre le había explicado que eso que el padre hacía en las noches era mostrarle que la amaba, y que ella seguía siendo su mujer, y a Matías le había quedado la fantasía de que algún día el padre haría, entonces, eso mismo con sus hijos, para mostrarles que los amaba, que ellos seguían siendo sus hijos. Sin embargo Matías no quería esa noche que su padre le demostrara nada, porque les había pegado como nunca y el hijo tenía lista su venganza, que esa noche no pudo concretar porque se quedó dormido, seguramente porque él tampoco servía para nada, como su madre, con quien se pasaba todo el día en esa casa y quien por eso mismo tenía así la culpa de que Matías fuera otro inservible que no era capaz de defenderla ni detener la situación.
Esa noche… Es entonces cuando las imágenes vuelven a trastocarse, y por más que lo intente no logra encontrar el recuerdo feliz que conjure los que están llegando, los que intuye, los que siguen en su historia, en su biografía. Había aprendido esa palabra por culpa de la escuela, cuando la maestra había mandado a buscar en casa, como tarea, la de la autora de una lectura y él, que no tenía enciclopedias, no tenía libros donde hallar las proezas de esa mujer, no se animó a preguntarle a su señorita qué era una biografía. Entonces empezó a imaginarse posibles sentidos de esa palabra, y todos eran de juegos y de comida, hasta que se decidió por uno: TAREA: buscar la torta de chocolate rellena de dulce de leche y obleas de María Elena Walsh. Sabía que no era eso lo que pedía la maestra, porque había que anotarla en la carpeta y una torta no se anota en la carpeta sino que se come, como cuando festejaron en clase el cumpleaños de una compañera, que trajo una torta de esas, que Matías nunca había probado, y cuando comió la porción que le tocaba quedó enamorado de la torta, y de su dueña, y decidió en el acto que la mejor forma de hacerle ver que la amaba era comiéndose toda la torta él solo para que ella sintiera que él era el hombre de la casa, que él con gusto comía lo que ella cocinaba. La torta no era para ser anotada en la hoja, pero en una bien limpia escribió su nombre, con letra muy pareja, y el de su compañerita, los enlazó con un corazón en color rojo y le pidió a otra chica que le alcanzara el papel bien doblado, en cuya cara superior se podía leer grasias por la torta. Él pensó que esa tendría que ser una forma de demostrar el amor, porque no tenía una cama y un ropero cerca, pero que eso, así, bien valdría como manifestación de amor. Pero la nena no lo entendió, Matías pensó que quizás era porque ella esperaba la cama y no una hoja, y le fue a decir a la maestra que Robledo la estaba molestando. La docente, esta que ahora explica lo de los triángulos, le dijo a los gritos que se dejara de molestar a las chicas, que era incorregible y que evidentemente era inútil cualquier esfuerzo por intentar enseñarle algo.
La noche de esa mañana, o tal vez la siguiente, pasó lo de la madre, y los recuerdos vuelven a sucederse aunque él intente evitarlo: el mismo llegar borracho del padre, los mismos murmullos secos, que parecían decir corréte o algo así, los mismo golpes contra el armario, los mismos bufidos con una voz que no era la paterna, que era como la del caballo cansado del vecino que junta cartón con el carro, el mismo silencio de la madre y el mismo aquietarse todo, poco después. Matías se durmió, pensando que ese día no había habido paliza pero sí había habido amor entre ellos, y que quizás algún día su padre también les demostrara a sus hijos que los amaba, y con esa infantil esperanza cerró los ojos. No sabe si soñó, pero si lo hizo integró en ellos unos golpes, unos ruidos tímidos que recuerda vagamente hasta hoy, un caminar en puntas de pie y arrastrar cosas, que bien podrían haber sido parte de un sueño o lo que pasaba en la calle. Sólo se dio cuenta a la mañana siguiente, cuando María entró por la puerta de atrás, la que va al baño y a la propia casa de la tía, y despertó a los gritos a su cuñado: Despertáte. La Nora y el Tito se fueron.
Lo primero que cruzó Matías cuando abrió sus ojos fueron otros, enceguecidos de furia, inyectados, los de su padre: la peor de las miradas de la peor de las palizas no se parecía en nada a esta que se dirigía a él, y venían con todo el cuerpo y dos puños que por poco no se partían a sí mismos en su fuerza contenida, y que lo levantaron por el cuello, desde la cama, hasta tirarlo al suelo; esas manos acusadoras que le decían que él sabía dónde estaba su madre, que seguramente él, Matías, sabía qué había pasado, que tenía que saberlo porque era el mayor y cuando su padre no estaba en casa, todo quedaba a su cuidado, porque era el otro hombre de la familia. María gritaba que su hermana era una puta, que le había robado el marido, y el padre le seguía dando trompadas porque no le decía a dónde habían ido el Tito y la puta de su madre. Entonces Matías volvió a sentir ese extraño hervor, esa fuerza que le costaba dominar, las tremendas ganas de escupir, patear, golpear a su padre mucho, muchísimo, hasta que soltara todo el vino que traía adentro y pidiera perdón y les dijera por primera vez que lo quería, a él y a todos; pero esta vez no pudo hacer nada, porque estaba en el piso y sus hermanitos lo miraban con miedo, y ahora que su madre no estaba él tendría que cuidarlos todo el día. Y, como su madre, prefirió callar, en aturdido silencio, mirando el piso con temor y consentimiento, porque al final todos iban a tener razón cuando le dijeran que no servía para nada, y que ni criar a los hermanos podría.
Y así aquel piso borroso al que miraba, para no cruzar los ojos acusadores de su padre, se convierte en la hoja, que su compañero en clases le ofrece:
–Mirá, Robledo: tu vieja
La foto… Una foto gastada de una mujer desnuda que está con un hombre desnudo.
Matías ve a su madre con el Tito, esa mujer desconocida es su madre con su tío; por primera vez reconoce a una mujer desnuda, que es su madre desnuda, aquella a la que las palizas de su padre no lograron educar, aquella que desapreció la noche en que él creía que su padre y ella se amaban y que algún día los amarían a él y a sus hermanos, y que terminó dejándolos porque su tía no cuidaba de su tío y él, Matías, bien podía cuidar de sus hermanos. Así pensado, era justo, pero al mismo tiempo no lo era, porque su padre no le demostraba a él amor, pero le pegaba por hacer las cosas mal, por ser un inútil.
Con esa foto en clase vuelve a sentir ese extraño hervor, esa fuerza que le cuesta dominar, las tremendas ganas de escupir, patear, golpear a su padre mucho, muchísimo, hasta que suelte todo el vino que trae adentro y pida perdón y les diga por primera vez que lo quiere, a él y a todos. Y se le cierra la mano, antes que pueda encontrar el recuerdo feliz que la señorita Adela recomendaba, uno lindo, como el del viaje a la Municipalidad, y con el puño cerrado y de revés le pega un derechazo justo en la nariz a su compañero, quien en un mismo instante se inunda de sangre y cae al piso, llorando, mientras todos gritan y Matías por fin siente que esa fuerza se libera y que algo en su cuerpo deja de pesar, que algo fluye y lo domina... Hasta que la maestra lo agarra como puede, y le grita que pare, que qué se cree, que las cosas no se arreglan a los golpes, sino dialogando, y que como no quiere violentos en el aula lo va a hacer echar de la escuela. Para que sus padres, en su casa, lo eduquen como corresponde.
–Mirá, Robledo: tu vieja
Robledo quiere verlo, pero la imagen se le figura otra, le trae a los ojos el recuerdo de una mañana, un colectivo, muy temprano: él y su madre iban a la Municipalidad, a entregar los papeles del Plan, y ver si así les daban más mercadería. Era la primera vez que llegaba tan lejos, que viajaba en un colectivo, que conocía ese lugar en donde todas las calles eran de asfalto y tenían semáforo y reclamaban cuidado a cruzar. Acá no se puede jugar a la pelota, recuerda que pensó, y también reflexionó que la vida de los chicos de ese lugar sería muy aburrida si no podían estar jugando en las calles, porque no eran de tierra y porque pasaban tantos autos y tan rápido; pero no vio ningún pibe en los alrededores, sólo gente grande y negocios y apuro y empujones y agarráme fuerte la mano que te vas a perder. La madre le estaba diciendo que él, con ocho años, ya estaba grandecito y que mirara bien todo porque seguramente en poco tiempo él mismo tendría que hacer esos viajes, u otros, y que por eso ya tenía que empezar a portarse bien, a cuidar de sus cinco hermanos para que el padre no se enojara tanto con ellos.
El padre… Entonces a Matías Robledo se le aparece otra imagen, que va empujando la anterior hasta hacerla desaparecer, aunque él no quiere que se vaya, porque la señorita Adela, la que le tocó cuando repitió segundo grado, le había dicho que cuando se sintiera así como en este momento tratara de recordar cosas lindas y mantenerlas en la mente, porque era la forma de que nuevas cosas lindas le fueran a pasar. Muchas veces lo había intentado, y en algunas le había servido mantener el recuerdo de la felicidad como si fuera la semilla del presente; pero, la mayoría de los casos, le ocurría lo que ahora: un recuerdo desplazaba a otro, y él no lograba sofocarlo. Es entonces cuando se rearma en su mente la tarde en que estaba en la vereda, enfrente de su casa, sentado, cuando vio que venía su padre, tambaleante, enfurecido. Matías ya conocía ese llegar y se paró rápidamente, como si alguien o algo lo obligara a correr ligerísimo, cerrar la puerta e impedirle la entrada. Pero no llegó a tiempo. Cuando estuvo adentro ya el hombre estaba discutiendo con su madre, una de esas peleas en que uno gritaba y la otra se mantenía en aturdido silencio, mirando el piso con temor y consentimiento. Fue más o menos para la época del viaje en colectivo, quizás ese mismo día: el padre le reclamaba por qué no había logrado la mercadería, que al final todos tenían razón cuando le decían a él que su mujer era una tarada, que no servía para nada, que ni criar a los hijos sabía. Matías quiso, lo intentó, explicar algo, pero no pudo decirlo porque cuando la primera palabra estaba por brotar en su boca, tímida, aletargada, el padre, haciendo lo que ya todos allí sabían que sucedería, levantó su mano y con el revés le dio un derechazo a la mujer, que fue a parar de un solo envión al piso, donde sin llorar (llorando para adentro, le confesaba a Matías) miraba ella compasivamente a su marido, ella entendiéndolo, asintiéndolo todo: que había sido una descuidada, que él tenía razón y que por su culpa no habrían de tener ese mes la mercadería. Yo te mando a vos para que te ganes al tipo y traigas la comida y vos volvés sin nada, le dijo, y era sustancialmente cierto: no había conseguido convencer a la empleada, porque ese día había una empleada, seguramente una que se había encamado con el encargado y ahora hasta tenía un trabajo en la Municipalidad y todo, solamente acostándose con él, mientras ella había ido a pedir mercadería para darles de comer a sus hijos, pero eso a la empleada no le interesaba, claro, porque estaba seguramente más ocupada en pensar con qué nuevas armas seguiría seduciendo al encargado, de quien se decía que era conocido de ese amigo del concejal que a veces sabía ir al barrio para cuando se votaba. La madre desde el piso callaba y aceptaba, y Matías sintió nuevamente ese extraño hervor, esa fuerza que le costaba dominar, las tremendas ganas de escupir, patear, golpear a su padre mucho, muchísimo, hasta que soltara todo el vino que traía adentro y pidiera perdón y les dijera por primera vez que lo quería, a él y a todos, y recordó cuando su madre le dijo que el padre los amaba a todos ellos, a todos, pero que no conseguía trabajo y por eso tomaba, que tomaba para olvidar y por eso cuando iba a pedir trabajo la gente no se lo daba, pero que él era un buen padre y que un padre es el hombre de la casa y si no podía mantener a su familia entonces para eso estaba también la madre, porque la madre también los quería a todos, y por eso ella entendía por qué él le pegaba: le pegaba porque ella había fallado, porque ella también tenía que cuidarlos y quererlos pero a veces no lo hacía, entonces él la fajaba a ella para que se portara bien e hiciera lo que le correspondía como madre. Y que prefería esta vida a la vida que su hermana, la María, le hacía vivir a su marido: él trabajaba, trabajaba todo el día, no tomaba, ni tampoco le pegaba; y ella, la tía, su propia hermana, criadas las dos por la misma madre que les había enseñado de chiquitas que el marido era el hombre de la casa y era el que mandaba, ella, la María, le hacía faltar de todo, no cocinaba, no se encargaba de los chicos, estaba todo el día mirando la tele. Si yo fuera el Tito, decía la madre, si fuera el marido, ya le estaba dando una buena paliza para que haga las cosas como corresponden, para que se porte bien, porque no tiene que hacerle eso al Tito, que se rompe el lomo por su familia y ella ahí, todo el día sin hacer nada. Vos tenés que aprender a portarte bien, Matías, porque cuando seas grande vas a ser el hombre de tu familia y tenés que ver que tu esposa no te haga faltar de nada.
Entonces otro recuerdo empuja al anterior y Matías se resiste, porque sabe que el que viene será más doloroso, y quiere hacerle caso a la señorita Adela. Pero no puede, no consigue frenar la memoria y las imágenes se transfiguran hasta vislumbrarse él mismo en una noche, en su cama, donde duerme con Jennifer, su hermanita de tres años. Se va reconociendo de a poco, sin sueño, dando vueltas y vueltas preocupado, planeando la venganza a la paliza de esa tarde, la primera que el padre les dio a su madre y a él mismo, cuando quiso y pudo por fin hablar, balbucear unas palabras que intentaban explicar cómo habían ocurrido las cosas que lo enojaron ese día. No sabía cómo pero ya había aprendido a reconocer sus pasos torpes en la calle, donde el sonido arrastrado de los pies se colaba por debajo de la puerta de lata y llegaba hasta la habitación en que dormían él y todos los hermanos, la misma donde estaba la canilla, el balde para llevar al baño y la tele. Al lado, dividida por un mueble, la cama matrimonial, y su madre llorando para adentro: Matías podía escucharla, porque esta vez no escondía el llanto, que salía chiquito, como suspiros entrecortados, alimentados seguramente por el mismo dolor en el cuerpo que tenía él mismo. No sabe cuánto tiempo estuvo esperando que su padre entrara, pero seguramente en un descuido se durmió, porque cuando volvió a abrir los ojos ya estaba ese olor impregnándolo todo, ese odre a vino y transpiración y odio que inundaba el ambiente como un vaho pesado que se le pegaba en su propia piel. A veces descubría ese mismo olor, el de su sangre, el de su familia, en su cuerpo, y por eso iba a bañarse, sin importarle que en invierno el agua fuera más fría: para sentir en la propia carne su aroma, y no la sangre de su padre, la marca que ahora era también unos dedos rojos en su cara y un dolor insoportable en sus costillas. Percibió ese idéntico hedor de siempre y un murmullo seco, cortante, como dándole una orden a su esposa, a quien se le escapaba cada tanto el mismo llanto quedo de un rato antes. Luego Matías escuchó una vez más el desvencijado ruido, ese golpear contra el mueble que dividía los espacios y empujaba su propia cama, esos mismos bramidos animalizados de su padre, que en otras noches eran los que causaban risas apagadas entre los hermanos pero que esta vez a él le volvían a despertar el extraño hervor, la fuerza que le costaba dominar, las tremendas ganas de escupir, patear, golpear a su padre mucho, muchísimo, hasta que soltara todo el vino que traía adentro y pidiera perdón y les dijera por primera vez que lo quería, a él y a todos. La madre le había explicado que eso que el padre hacía en las noches era mostrarle que la amaba, y que ella seguía siendo su mujer, y a Matías le había quedado la fantasía de que algún día el padre haría, entonces, eso mismo con sus hijos, para mostrarles que los amaba, que ellos seguían siendo sus hijos. Sin embargo Matías no quería esa noche que su padre le demostrara nada, porque les había pegado como nunca y el hijo tenía lista su venganza, que esa noche no pudo concretar porque se quedó dormido, seguramente porque él tampoco servía para nada, como su madre, con quien se pasaba todo el día en esa casa y quien por eso mismo tenía así la culpa de que Matías fuera otro inservible que no era capaz de defenderla ni detener la situación.
Esa noche… Es entonces cuando las imágenes vuelven a trastocarse, y por más que lo intente no logra encontrar el recuerdo feliz que conjure los que están llegando, los que intuye, los que siguen en su historia, en su biografía. Había aprendido esa palabra por culpa de la escuela, cuando la maestra había mandado a buscar en casa, como tarea, la de la autora de una lectura y él, que no tenía enciclopedias, no tenía libros donde hallar las proezas de esa mujer, no se animó a preguntarle a su señorita qué era una biografía. Entonces empezó a imaginarse posibles sentidos de esa palabra, y todos eran de juegos y de comida, hasta que se decidió por uno: TAREA: buscar la torta de chocolate rellena de dulce de leche y obleas de María Elena Walsh. Sabía que no era eso lo que pedía la maestra, porque había que anotarla en la carpeta y una torta no se anota en la carpeta sino que se come, como cuando festejaron en clase el cumpleaños de una compañera, que trajo una torta de esas, que Matías nunca había probado, y cuando comió la porción que le tocaba quedó enamorado de la torta, y de su dueña, y decidió en el acto que la mejor forma de hacerle ver que la amaba era comiéndose toda la torta él solo para que ella sintiera que él era el hombre de la casa, que él con gusto comía lo que ella cocinaba. La torta no era para ser anotada en la hoja, pero en una bien limpia escribió su nombre, con letra muy pareja, y el de su compañerita, los enlazó con un corazón en color rojo y le pidió a otra chica que le alcanzara el papel bien doblado, en cuya cara superior se podía leer grasias por la torta. Él pensó que esa tendría que ser una forma de demostrar el amor, porque no tenía una cama y un ropero cerca, pero que eso, así, bien valdría como manifestación de amor. Pero la nena no lo entendió, Matías pensó que quizás era porque ella esperaba la cama y no una hoja, y le fue a decir a la maestra que Robledo la estaba molestando. La docente, esta que ahora explica lo de los triángulos, le dijo a los gritos que se dejara de molestar a las chicas, que era incorregible y que evidentemente era inútil cualquier esfuerzo por intentar enseñarle algo.
La noche de esa mañana, o tal vez la siguiente, pasó lo de la madre, y los recuerdos vuelven a sucederse aunque él intente evitarlo: el mismo llegar borracho del padre, los mismos murmullos secos, que parecían decir corréte o algo así, los mismo golpes contra el armario, los mismos bufidos con una voz que no era la paterna, que era como la del caballo cansado del vecino que junta cartón con el carro, el mismo silencio de la madre y el mismo aquietarse todo, poco después. Matías se durmió, pensando que ese día no había habido paliza pero sí había habido amor entre ellos, y que quizás algún día su padre también les demostrara a sus hijos que los amaba, y con esa infantil esperanza cerró los ojos. No sabe si soñó, pero si lo hizo integró en ellos unos golpes, unos ruidos tímidos que recuerda vagamente hasta hoy, un caminar en puntas de pie y arrastrar cosas, que bien podrían haber sido parte de un sueño o lo que pasaba en la calle. Sólo se dio cuenta a la mañana siguiente, cuando María entró por la puerta de atrás, la que va al baño y a la propia casa de la tía, y despertó a los gritos a su cuñado: Despertáte. La Nora y el Tito se fueron.
Lo primero que cruzó Matías cuando abrió sus ojos fueron otros, enceguecidos de furia, inyectados, los de su padre: la peor de las miradas de la peor de las palizas no se parecía en nada a esta que se dirigía a él, y venían con todo el cuerpo y dos puños que por poco no se partían a sí mismos en su fuerza contenida, y que lo levantaron por el cuello, desde la cama, hasta tirarlo al suelo; esas manos acusadoras que le decían que él sabía dónde estaba su madre, que seguramente él, Matías, sabía qué había pasado, que tenía que saberlo porque era el mayor y cuando su padre no estaba en casa, todo quedaba a su cuidado, porque era el otro hombre de la familia. María gritaba que su hermana era una puta, que le había robado el marido, y el padre le seguía dando trompadas porque no le decía a dónde habían ido el Tito y la puta de su madre. Entonces Matías volvió a sentir ese extraño hervor, esa fuerza que le costaba dominar, las tremendas ganas de escupir, patear, golpear a su padre mucho, muchísimo, hasta que soltara todo el vino que traía adentro y pidiera perdón y les dijera por primera vez que lo quería, a él y a todos; pero esta vez no pudo hacer nada, porque estaba en el piso y sus hermanitos lo miraban con miedo, y ahora que su madre no estaba él tendría que cuidarlos todo el día. Y, como su madre, prefirió callar, en aturdido silencio, mirando el piso con temor y consentimiento, porque al final todos iban a tener razón cuando le dijeran que no servía para nada, y que ni criar a los hermanos podría.
Y así aquel piso borroso al que miraba, para no cruzar los ojos acusadores de su padre, se convierte en la hoja, que su compañero en clases le ofrece:
–Mirá, Robledo: tu vieja
La foto… Una foto gastada de una mujer desnuda que está con un hombre desnudo.
Matías ve a su madre con el Tito, esa mujer desconocida es su madre con su tío; por primera vez reconoce a una mujer desnuda, que es su madre desnuda, aquella a la que las palizas de su padre no lograron educar, aquella que desapreció la noche en que él creía que su padre y ella se amaban y que algún día los amarían a él y a sus hermanos, y que terminó dejándolos porque su tía no cuidaba de su tío y él, Matías, bien podía cuidar de sus hermanos. Así pensado, era justo, pero al mismo tiempo no lo era, porque su padre no le demostraba a él amor, pero le pegaba por hacer las cosas mal, por ser un inútil.
Con esa foto en clase vuelve a sentir ese extraño hervor, esa fuerza que le cuesta dominar, las tremendas ganas de escupir, patear, golpear a su padre mucho, muchísimo, hasta que suelte todo el vino que trae adentro y pida perdón y les diga por primera vez que lo quiere, a él y a todos. Y se le cierra la mano, antes que pueda encontrar el recuerdo feliz que la señorita Adela recomendaba, uno lindo, como el del viaje a la Municipalidad, y con el puño cerrado y de revés le pega un derechazo justo en la nariz a su compañero, quien en un mismo instante se inunda de sangre y cae al piso, llorando, mientras todos gritan y Matías por fin siente que esa fuerza se libera y que algo en su cuerpo deja de pesar, que algo fluye y lo domina... Hasta que la maestra lo agarra como puede, y le grita que pare, que qué se cree, que las cosas no se arreglan a los golpes, sino dialogando, y que como no quiere violentos en el aula lo va a hacer echar de la escuela. Para que sus padres, en su casa, lo eduquen como corresponde.
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Excelente descripción de la cotidianeidad escolar, que suele mirarse con un sólo ojo; el derecho.
ResponderEliminarMUCHAS HISTORIAS TIENEN ALGUN PUNTO DE CONTACTO. ES UN BUEN RELATO DE LO QUE SUELE SUCEDER,NO SIEMPRE ,PERO POR REGLA GENERAL ESTAS PERSONAS NO PUEDEN AMAR,PORQUE NO SE AMAN ELLAS.
ResponderEliminarNO SE PORQUE PREFIERO PERSONALMENTE LA COMEDIA. ESCRIBE MUY PARECIDO A LA REALIDAD DE MUCHOS.
YO
Holas...
ResponderEliminarLa verdad nuca habia entrado aca..
quiza porque sea una de las personas que a veces elimina mensajes sin leerlos..
pero me arrepiento..
Excelente articulo de la educacion actual...dejar bastante que pensar...
Un orgullo haber sido alumno suyo..
Jee.!!
Abrazo...!!
http://martinshoo.blogspot.com