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jueves, 22 de noviembre de 2007

NOVELA (SEGUNDA ENTREGA)

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IV

La noticia, por esos días, era el caso de Gonzalo Coronel, un adolescente que, presuntamente, había matado a sus padres y a sus dos hermanos, mientras dormían. Todo el país seguía la cuestión por televisión, en ciertos programas en los que se analizaba si la naturaleza asesina de ese muchacho era humana, o si -por el contrario- respondía a fuerzas satánicas.

Uno de los panelistas, vestido burdamente de mujer, bastardeaba los géneros impúdicamente, declamando, para sí, una condición no-natural, una cuestión de opciones culturales, y ofrecía servicios de masaje en cámara, mientras opinaba que no existía la naturaleza, que no se podía plantear en Coronel un impulso natural, pues no existía tal cosa. El conductor cerraba cada bloque de programa con un rictus que suponía objetividad periodística, mientras azuzaba al público a escupir a semejante asesino el día del juicio oral, a la vez que dos señoras, sistemáticamente, antes de ir a la pausa, dos mujeres como arrancadas de entre las compras de la feria de la esquina, decían que a semejante criminal le correspondía la pena en capital, quizás creyendo que el menor sería ajusticiado en alguna provincia del interior. El abogado de Gonzalo Coronel defendía estrepitosamente a su cliente frente a las cámaras, reclamaba una inimputabilidad no respetada, y juraba que juraría ante Dios la inocencia del muchacho.


V

Estaban en la casa de Sofía, en la puerta de entrada. Era una típica construcción de barrio, llena de flores, fragancias e historia. Caía uno de esos soles de septiembre, entre rosado y naranja, que bañaba los frentes de claridad difuminada. Quizás fuera una de las últimas calles empedradas de la ciudad, y hasta podría decirse que de noche aún estaba el hombre en la esquina rosada.

Ya hacía dos meses que se decían novios, pero esto no era más que estar conociéndose, después de haberse visto en la casa de Marta.

Sofía quería recordar el título de cierta novela en la que el personaje recorre un pueblo, buscando a su padre, y resulta estar dialogando permanentemente con fantasmas, hasta que muere. El argumento continúa con la historia del padre, que se va entremezclando con la del hijo. Era una lectura lejana, pero ella la recordaba con la vividez propia de quien resguarda del olvido ciertas anécdotas, aunque no retenga lugares, personajes o situaciones.

- ¿Qué será un fantasma?
- Algo que no existe. La fe desesperada de nosotros, los vivos, que no nos conformamos con la ilusión de un reencuentro en un más allá paradisíaco.
- Si fuera sólo eso... El fantasma es como un personaje romántico, le da emoción a la muerte.
- Sí, debe ser emocionante morir... Sobre todo después, cuando se lo contás a tus amigos en un café...
- ¡Yo estoy hablando en serio! El día de mi muerte pediría más vida -dijo Sofía.
- El día de mi muerte -respondió Leonardo- quizás me encuentre muerto.


VI

- ¿Qué opina del caso del pibe este que mató a la familia?. Flor de hijo de puta, ¿no?

La pregunta lo arrebató de su mirar fijo por la ventana. La pregunta lo aferró a la tierra. Le recordó que era Leonardo Molina, viudo antes que vivo, ánima en pena en viaje hacia la nada. La pregunta, el hombre, los bigotes del hombre, la mirada obscena con que esperaba su respuesta, los titulares del diario, el tenue sacudirse el tren, el pasillo, el murmullo, las risas, la vida presente y burlándose de él, infeliz médico que renunciaba a todo, infeliz hombre atravesado por dentro con una flecha de vacío, que le llenaba las vísceras de nada; Gonzalo Coronel, el asesino: la gente juzgaba en el televisor cuya pantalla mostraba señoras gritonas y travestis quejosos; un pasaje y el destino: Misiones; un dolor en el pecho como materia del alma, y una muerta, Sofía, y otra muerta, la hija que no llegó, con sus ojos, a dar con los del padre, la hija de un nombre que no llegó a ser aprendido.

- ¿De qué?
- De éste –señaló irritado, casi con los bigotes lo hizo, la foto en primera plana– El tal Gonzalo Coronel, que mató a su familia, durmiéndolos primero, inyectándoles veneno después. Dicen que no se llevaban bien... ¡La pucha!. Si por discutir con los padres, un hijo mata a toda la familia... ¡En qué país vivimos! –le repitió, pegando violentamente con el revés de su mano en la portada del diario- Yo creo que no alcanza con matarlo. Habría que trozarlo vivo, quemarlo, que sufra...
- Ah, no sé –alcanzó a responder, sin fuerza, sin aliento, fija la vista sin atención en un paisaje todo igual, todo lleno de negro, demasiado rebosante de vida como para poder apreciarlo.
-Tome, le doy el diario si quiere. ¿Usted es turista?. Mire que acá hoy por hoy no se habla de otra cosa...

Hubiera querido responderle que no quería el diario, contestarle que en realidad era un muerto, un muerto que acompañaba, en un eterno cortejo, a otras dos muertas; que era un fantasma, aunque no supiera bien qué significaba ser fantasma; que no estuvo últimamente por estas tierras; que era Leonardo Molina, y que quizás estuvo enterado de su caso, ya que si bien ni los periódicos, ni la televisión, ni las radios, ni la gente en la plaza, ni los chicos en las escuelas, ni los funcionarios, ni sus sillones, habían informado nada a la población sobre qué había pasado, él sabía que cualquier mortal tendría que haberse dado cuenta de que el trece de junio el sol se había detenido, las plantas habían dejado de crecer, el aire se solidificó. Hubiera querido gritarle todo eso, pero sólo aceptó el diario, con una sonrisa que no llegó a forzar los labios, una desesperación que sólo el cielo con sus dioses hubieran comprendido, hubieran consentido.

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