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martes, 26 de agosto de 2008
Un nuevo cuento • No sé si les conté, pero una versión aggiornada de Disciplina escolar anda concursando en la Municipalidad de La Matanza, y quedó como finalista • O sea que entrará en una antología que se publicará con los 20 seleccionados • Este que acá les doy me parece que va a otro concurso
Esa madrugada fría, Machuca abrió raudamente la puerta de calle. No andaba nadie a esa hora y él sabía cómo hacer para que hasta la cerradura más retobada cediera silenciosamente ante sus habilidades. En sus diecinueve años había aprendido demasiadas técnicas para demasiados planes, aunque éste era, de lejos, el que mejor había ideado.
Cerró suavemente, mirando a todos lados en la oscuridad, como un animal que en medio de la noche se sabe apresado o libre en cada movimiento. Escudriñó con una sincronización profesional, porque todo su bagaje de conocimientos se resumía en ese calcular cada paso y estar previendo el siguiente. Frente a la puerta, ya lo sabía, se encontraba la mesa familiar, y a la derecha el televisor, la cocina y la pileta. Más allá, la abertura que daba al pasillo y los dos dormitorios y la puerta de afuera, por donde se salía al baño y a la otra habitación, la del hijo mayor de la casa. Respiró hondo, y al acomodar las pupilas a la tenue luz del ambiente, logró abarcar frente a él la silueta del mueble. Se detuvo con la respiración entrecortada y pensando sus siguientes acciones.
Machuca había sido siempre, para todos, “El Chori”, excepto en la escuela y ahora, en la fábrica: estaba trabajando en una metalúrgica a la que había entrado porque necesitaban un aprendiz de tornería para sacar una producción. Al principio le pagaban al final de cada jornada, en negro: una miseria que no justificaba estar encerrado doce horas. Pero era lo que había, y no lo iba a dejar pasar: Es cuestión de esperar –se decía– alguna vez aguantar va a servirme para hacer, por fin, una buena.
Se contaba que le habían puesto “El Chori” porque en cierto cumpleaños, cuando tenía dos o tres años, había probado por primera vez un choripán, y luego de terminarlo pidió otro, y otro, y otro. Dependiendo de quién lo narrara, había engullido, uno, diez o cien. Y sobre esta cuasiverdad luego se fue reelaborando el mito del apodo: que puteó en una semilengua divertida a la abuela del parrillero; que se alzó con el gancho de chorizos y salió corriendo hacia su casa; que amenazó de muerte a todos los presentes si no le daban en ese mismísimo momento todo el asado. Al relato del apodo se sobrepuso el mito del personaje, y así, desde que recuerda, él siempre fue El Chori y siempre –también– el matón de la casa. Nunca le quedó claro con qué intención le contaban la historia, si para censurarlo o para convencerlo de su destino, pero lo cierto es que, finalmente, un buen día, a los once años, se sintió por primera vez “El Chori” y fue el más respetado entre los pibes.
Todo empezó porque uno de los amigos que se juntaban en el campito llevó una cuchilla de su casa. No servía para jugar, pero alguna utilidad habría de tener, y El Chori fue quien rápidamente la encontró. Vamos a la plaza, les dijo a los otros tres, y se guardó el arma entre la remera y el pantalón. El frío y el peso del metal ahí, al alcance de la mano, fue una caricia y fue un impulso, y a los veinte minutos fue un resultado: treinta y dos pesos y un reloj. Y fue también un poder de convicción: como la idea había sido de él, la mitad era para él, y el resto se repartía entre los otros. En realidad los demás se habían quedado inmóviles, extasiados y temerosos al ver al Chori en acción, saltándole como un puma al viejo, desde atrás, indefenso, sin darle tiempo a nada, poniéndole en el medio del cuello el filo del cuchillo y torciéndole la cara con la mano izquierda. Pura intuición, una lección que aprendió ese día: ser frío, sereno, y dar el primer paso. La otra lección fue saber marcar quién manda. En ambas, estaba aprobado.
Donde no estuvo nunca aprobado fue en la escuela. Allí sí era “Machuca”. En realidad era “Machuca, Braian Alberto”, pero, la mayor de las veces, era “Machuca”, a secas. Había repetido segundo, cuarto y sexto grado. Pero no le importaba demasiado, ni a él ni a la familia. Cinco hijos para criar y el mayor ya se había echado a perder; por lo tanto, tenía cierta libertad para manejarse en la escuela así como lo hacía en la vida, sabiendo moverse y dejando en claro quién mandaba. Más de una vez pergeñó alguno que otro plan para apretar a alguna maestra y que le pusiera todo “satisfactorio” en el boletín, ese que dejaba displicentemente al fin de cada trimestre sobre la mesa del comedor, para que alguien se dignara a firmarlo sin mirar. Con el tiempo comprendió que lo mejor era aguantar, porque las maestras conocían hasta su grupo sanguíneo, y no valía la pena caer por algo así. Sin embargo, más o menos para esa época fue cuando decidió reventar la primera casa de su historia, y fue, precisamente, la de la directora. ¿Qué culpa tenía él en el hecho de que citaran a sus padres a la escuela y ellos nunca fueran? Sí, era cierto que ninguno trabajaba en algo fijo, que changueaban como podían y que tenían horarios libres. Machuca les dejaba sobre la mesa la citación pero ellos la usaban para hacer una especie de cenicero chiquito donde desagotaban la yerba usada del mate y enterraban los puchos. Entonces fue cuando eligió la casa de esa buena mujer que, al fin y al cabo, era también una presa más en la selva donde él se estaba haciendo el mejor puma.
Se dedicó dos meses a estudiar el terreno. En su mente tenía un croquis detallado de todas las entradas, ventanas y salidas. Y en tanto ir del aula derecho a la dirección, había logrado confesiones invalorables de la incauta docente, que vivía en el barrio con sus dos hijos y sin siquiera un perro. Una de las últimas veces, casi en el fin del año, en esas penitencias en las cuales la mujer intentaba inculcarle los valores de una vida digna, mientras llenaba y llenaba papeles, atendía a padres, respondía el teléfono y corría a la cocina porque el proveedor había entregado menos papas, Machuca obtuvo el dato preciso: la directora se iría con sus hijos de vacaciones a Entre Ríos, una semana, en enero. A partir de ese día sus pensamientos fueron un vértigo de pasos y etapas, en las que decidía cómo entrar, qué llevar y dónde reducirlo. Y, una tarde de verano, luego de vigilar todos los días, comprobó que, efectivamente, la mujer había dejado su hogar.
No pudo cargar mucho, pero se llevó unas cuantas cosas chicas por las cuales Agüero le dio trescientos pesos. El Chori sabía que, en conjunto, todo eso valía más de mil, pero el viejo Agüero era el único en el barrio, lo único a mano. Algo debe de haber salido mal, y todavía hoy no sabe explicar qué, pero a los dos días apareció el patrullero en la canchita, y el más gordo de los dos gordos con gorra lo calzó desprevenido y lo metió en la parte de atrás. Le dieron una paliza machaza en la que nunca lloró, aunque le dolían todos los huesos. Y le dijeron que era una advertencia, porque veían que era un pibe y que podía ser una travesura. Pero que la próxima vez sería peor y que le iban a hacer un par de causas. Que se cuidara, que ellos siempre vigilaban lo que pasaba en el barrio. Y que también protegían… Pero no le dijeron qué, y él no supo comprender. Lo dejaron a los dos días en la puerta de la casa, y se fueron. Los padres, que algo sabrían o intuirían, simplemente le dijeron que lo mejor sería que él, con trece años, tuviera su independencia, y que viera de amontonar las porquerías del cuartito de atrás para armarse ahí su piecita.
En marzo no quiso volver a la escuela. Estaba convencido de que lo importante de la vida se aprendía solo, y que en el colegio nada útil había para él. En realidad, quizás, no se animaba a cruzarse con la directora, mirarla a los ojos. Pero se justificaba pensando que en ese verano había terminado de entrenarse. Y ya no le hacía falta estudiar: sus padres habían concluido la primaria y ahí estaban. A él no le iba a pasar lo mismo. Él había sido El Chori, desde siempre, y en la escuela era un Machuca más. ¿Vos sos Machuca, el que siempre repite? le había dicho la maestra el primer día de clases de su primera vez en sexo grado. También le decía Machuca, Machuca, no aprende ni se educa, quizás creyendo que de ese modo lograría que él se diera cuenta de cómo funcionaban las cosas en la vida. Algo logró con ese dístico la docente, pues, finalmente, en marzo, Machuca decidió no recursar el sexo grado y dar por acreditados sus estudios.
A partir de entonces nunca más trabajó en su barrio. Comenzó a entender que el costo de tomar un colectivo para estudiar otras zonas era una inversión. A los quince años ya contaba con un pequeño capital, un par de fierros y una moto. Y quizás ese mínimo mundo hubiera determinado a cualquiera a manejarse en sus ínfimas fronteras, pero no a él. Por eso comenzó, por segunda vez, a idear una buena, una grande: una joyería en San justo, nada menos. Necesitaba un socio o, mejor dicho, un empleado, que fuera aprendiz y aceptara que él era el jefe. No fue difícil decidirse porque, a medida que El Chori fue cada vez más “El Chori”, solitos venían a querer acoplarse. Nunca les había dado cobijo pero, esta vez, necesitaba a uno. Un perejil que hiciera de campana mientras él, limpiamente, vaciaba el negocio. Finalmente se decidió por alguien, y comenzó a pasarle los detalles imprescindibles del plan. Sólo esos, no fuera que avivara un gil. Se sentía importante escamoteando los datos, respondiendo simplemente vos ocupáte de lo que te digo, acá mando yo. Tenía todo resuelto, inclusive las partes de cada uno: Para vos, el veinte, y para mí que soy el jefe acá, el que tuvo la idea y pone el cuerpo, el ochenta. Y era un buen trato para ambos, teniendo en cuenta que el otro estaba en la etapa de aprendizaje, esa que él ya había modelado a su antojo.
Llegó el día y, como aquella otra primera vez en casa de la directora, cuando decidió dar el primer gran salto, algo salió mal. El pibe esperaba con la moto en marcha, él tenía todo embolsado y estaba por salir, pero a lo lejos se escuchó un remolino de sirenas por doquier, y sólo atinó a arrojarle al compañero el botín. Se dejó llevar por el miedo, se sintió atrapado y cometió un error: el aprendiz arrancó quemando las gomas en la calle y giró en la esquina con la bolsa en la mano. El Chori se quedó estupefacto unos segundos, viendo como el perejil se llevaba el veinte y el ochenta también, pero reaccionó y se largó a correr, en la misma dirección que la moto. Cuando dio la vuelta, vio cómo desde un patrullero disparaban, y a la moto sin control estrellarse contra una pared. Se paró en seco, y se escondió entre unos autos. Transpiraba miedo pero dominaba la situación. Había sido un instante de error, pero por suerte no fue él quien terminó muerto. En algún momento creyó que ya podía salir de su escondite, mientras allá, a tres o cuatro cuadras, un mar de uniformes azules y de patrulleros recomponían una situación que, para él, significó algo más que un plan fallido. Si aquella otra primera vez no le había servido como advertencia, ésta comenzaba, en cambio, a definirse como tal.
Caminaba por las calles como si fuera un peatón más, aunque le temblaban las piernas y el corazón le latía como nunca. Tenía ganas de llorar y al mismo tiempo de reírse, aunque en realidad lo de lo que tenía ganas era de volver el tiempo y llegar a ese asado, ese cumpleaños, y explicarles a todos que él ya no quería (o que nunca quiso) ser “El Chori” Caminó rápido, pero llegar hasta la parada del colectivo le pareció una eternidad, quizás porque se demoraba en cada paso mirando a los costados, adelante, atrás. De lo que siguió en esa tarde recuerda poco, imágenes difusas del recorrido de siempre que refulgía ante sus ojos como si fuera un mundo nuevo. Al día siguiente, cuando se despertó en la desvencijada cama de su pieza en el fondo, creyó por un momento que todo había sido un sueño y se propuso, para comprobarlo, encontrarse con su ayudante. Al llegar a la esquina de la casa del pibe se frenó en seco cuando vio el patrullero estacionado, y a la madre llorando frente al oficial. Por suerte la moto era robada y no estaba a su nombre, y por suerte también la mujer no conocía al Chori. Pero no pensó en nada de eso: volvió a ponerse en blanco, a sentirse acorralado, y giró sobre su rumbo. Anduvo caminando por ahí todo el día, sin otra intención que andar y andar, pisando la tierra como quien aplasta recuerdos. Caminar sin rumbo es olvidar el camino, es encontrar una salida, y El Chori tenía que encontrarla pronto.
La semana que siguió salió poco y nada de su casa. Nadie allí se explicaba esta actitud, pero tampoco nadie le preguntaba qué le pasaba. El Chori ya era grande y sabía lo que hacía, por lo que tan suya era la decisión de salir todos los días y volver muy tarde a la noche, como lo era la de quedarse todo el día encerrado. Apenas si abandonaba su refugio para comprar cigarrillos, si es que no mandaba a alguno de sus hermanos. De a poco fue animándose, pero nunca se dirigió para el lado de la casa del pibe ni a lo alrededores de la comisaría. A medida que fue convenciéndose de que todo se había cerrado con un muerto y, quizás, la recuperación de la mercadería, fue animándose a recorrer el barrio con una mirada desconfiada y triste.
En una de esas ocasiones volvió a ver, después de tanto tiempo, a la directora. Ella lo saludó cortésmente, como si realmente lo recordara y lo hubiera perdonado. Él no quería conversar con ella, no podía mirarla a los ojos, no entendía por qué tenía esas ganas de largarse a llorar como un nene de siete años, mientras ella le preguntaba qué era de su vida, qué estaba haciendo, y si había terminado la escuela primaria. El Chori sólo respondía monosílabos, y cuando creyó que la maestra le recriminaría aquel pasado, aquel defraudarla en su confianza, intentó desembarazarse explicando que estaba apurado. Ella le contestó que se lo entendía, y al despedirse, antes de darle un beso, le dijo que si estaba sin estudiar y sin trabajar, por qué no aprovechaba el tiempo y hacía algún curso en la escuela profesional que había en el recreo del sindicato, que ella conocía a alguien de ahí y que no iba a haber problemas en que entrara, aunque no fuera fecha de ingreso. Y que pasara por su casa más tarde así, si a él le parecía, le daba tiempo de llamarlo y pedirle este favor. El Chori sólo pudo decirle que sí, nervioso, y volvió rápido a su casa, sin saber qué le pasaba.
Lo que siguió fue, más o menos, un vértigo de sucesos que él no calculó ni dominó. El Chori fue esa tarde, como un autómata, a la casa de Silvia, la directora, quizás más porque necesitaba sentir que alguien le demostraba que lo quería tal cual era, que por otros motivos. Y por esa gratitud y esa deuda que sentía por ella (aunque jamás hubo un atisbo de recriminación en las palabras de la vieja directora) también por ella fue, callado y sin entender qué hacía, al sindicato, a averiguar lo de los cursos. Y se anotó en el de tornería. Y al poco tiempo ya era el mejor de la clase y el instructor le decía que necesitaban aprendices en una metalúrgica, en la que al principio se entraba en negro y por doce horas pero que, si trabajaba bien, podían llegar a tomarlo por ocho horas más extras, y ponerlo en blanco, esa situación que en su casa sólo se conocía por mentas y que permitía tener un recibo y comprar en cuotas y usar obra social.
Algo extraño sucede con la mente cuando quiere redimirse de sus recuerdos, y quizás ese fue el motivo por el cual los siguientes cuatro o cinco meses fueron, para El Chori, un ostracismo consciente, sólo quebrado por su labor en la fábrica. Salía y comía algo en el colectivo, camino al colegio, para terminar el curso de tornería. Su vida se resumía en esos hábitos que se cortaban, angustiosamente, los domingos, cuando no había dónde ir. Entonces se quedaba en casa, y nadie le preguntaba qué le pasaba, en qué andaba. Y él tampoco sentía necesidad de explicar mucho. Es cuestión de esperar –se decía– alguna vez aguantar va a servirme para hacer, por fin, una buena.
Esa madrugada, llegó a la casa que se había convertido en su último y mejor objetivo. A oscuras, abrió sigilosamente la puerta de calle, pues no quería que nadie se despertara. Su cuerpo, que adentro era de diecinueve años pero por fuera tenía las marcas de la eternidad, escudriñó como un animal que en medio de la noche se sabe apresado o libre en cada movimiento. Respiró hondo, y luego de lograr abarcar frente a él la silueta del mueble, sin prender la luz, dejó sobre la mesa su primer recibo de sueldos. Sabía que al día siguiente nadie lo miraría, ni le preguntarían qué era eso. Pero allí, bien arriba, decía “Machuca, Braian Alberto”.
Al traspasar la puerta del fondo para ir a su pieza, se despidió para siempre del Chori.
Cerró suavemente, mirando a todos lados en la oscuridad, como un animal que en medio de la noche se sabe apresado o libre en cada movimiento. Escudriñó con una sincronización profesional, porque todo su bagaje de conocimientos se resumía en ese calcular cada paso y estar previendo el siguiente. Frente a la puerta, ya lo sabía, se encontraba la mesa familiar, y a la derecha el televisor, la cocina y la pileta. Más allá, la abertura que daba al pasillo y los dos dormitorios y la puerta de afuera, por donde se salía al baño y a la otra habitación, la del hijo mayor de la casa. Respiró hondo, y al acomodar las pupilas a la tenue luz del ambiente, logró abarcar frente a él la silueta del mueble. Se detuvo con la respiración entrecortada y pensando sus siguientes acciones.
Machuca había sido siempre, para todos, “El Chori”, excepto en la escuela y ahora, en la fábrica: estaba trabajando en una metalúrgica a la que había entrado porque necesitaban un aprendiz de tornería para sacar una producción. Al principio le pagaban al final de cada jornada, en negro: una miseria que no justificaba estar encerrado doce horas. Pero era lo que había, y no lo iba a dejar pasar: Es cuestión de esperar –se decía– alguna vez aguantar va a servirme para hacer, por fin, una buena.
Se contaba que le habían puesto “El Chori” porque en cierto cumpleaños, cuando tenía dos o tres años, había probado por primera vez un choripán, y luego de terminarlo pidió otro, y otro, y otro. Dependiendo de quién lo narrara, había engullido, uno, diez o cien. Y sobre esta cuasiverdad luego se fue reelaborando el mito del apodo: que puteó en una semilengua divertida a la abuela del parrillero; que se alzó con el gancho de chorizos y salió corriendo hacia su casa; que amenazó de muerte a todos los presentes si no le daban en ese mismísimo momento todo el asado. Al relato del apodo se sobrepuso el mito del personaje, y así, desde que recuerda, él siempre fue El Chori y siempre –también– el matón de la casa. Nunca le quedó claro con qué intención le contaban la historia, si para censurarlo o para convencerlo de su destino, pero lo cierto es que, finalmente, un buen día, a los once años, se sintió por primera vez “El Chori” y fue el más respetado entre los pibes.
Todo empezó porque uno de los amigos que se juntaban en el campito llevó una cuchilla de su casa. No servía para jugar, pero alguna utilidad habría de tener, y El Chori fue quien rápidamente la encontró. Vamos a la plaza, les dijo a los otros tres, y se guardó el arma entre la remera y el pantalón. El frío y el peso del metal ahí, al alcance de la mano, fue una caricia y fue un impulso, y a los veinte minutos fue un resultado: treinta y dos pesos y un reloj. Y fue también un poder de convicción: como la idea había sido de él, la mitad era para él, y el resto se repartía entre los otros. En realidad los demás se habían quedado inmóviles, extasiados y temerosos al ver al Chori en acción, saltándole como un puma al viejo, desde atrás, indefenso, sin darle tiempo a nada, poniéndole en el medio del cuello el filo del cuchillo y torciéndole la cara con la mano izquierda. Pura intuición, una lección que aprendió ese día: ser frío, sereno, y dar el primer paso. La otra lección fue saber marcar quién manda. En ambas, estaba aprobado.
Donde no estuvo nunca aprobado fue en la escuela. Allí sí era “Machuca”. En realidad era “Machuca, Braian Alberto”, pero, la mayor de las veces, era “Machuca”, a secas. Había repetido segundo, cuarto y sexto grado. Pero no le importaba demasiado, ni a él ni a la familia. Cinco hijos para criar y el mayor ya se había echado a perder; por lo tanto, tenía cierta libertad para manejarse en la escuela así como lo hacía en la vida, sabiendo moverse y dejando en claro quién mandaba. Más de una vez pergeñó alguno que otro plan para apretar a alguna maestra y que le pusiera todo “satisfactorio” en el boletín, ese que dejaba displicentemente al fin de cada trimestre sobre la mesa del comedor, para que alguien se dignara a firmarlo sin mirar. Con el tiempo comprendió que lo mejor era aguantar, porque las maestras conocían hasta su grupo sanguíneo, y no valía la pena caer por algo así. Sin embargo, más o menos para esa época fue cuando decidió reventar la primera casa de su historia, y fue, precisamente, la de la directora. ¿Qué culpa tenía él en el hecho de que citaran a sus padres a la escuela y ellos nunca fueran? Sí, era cierto que ninguno trabajaba en algo fijo, que changueaban como podían y que tenían horarios libres. Machuca les dejaba sobre la mesa la citación pero ellos la usaban para hacer una especie de cenicero chiquito donde desagotaban la yerba usada del mate y enterraban los puchos. Entonces fue cuando eligió la casa de esa buena mujer que, al fin y al cabo, era también una presa más en la selva donde él se estaba haciendo el mejor puma.
Se dedicó dos meses a estudiar el terreno. En su mente tenía un croquis detallado de todas las entradas, ventanas y salidas. Y en tanto ir del aula derecho a la dirección, había logrado confesiones invalorables de la incauta docente, que vivía en el barrio con sus dos hijos y sin siquiera un perro. Una de las últimas veces, casi en el fin del año, en esas penitencias en las cuales la mujer intentaba inculcarle los valores de una vida digna, mientras llenaba y llenaba papeles, atendía a padres, respondía el teléfono y corría a la cocina porque el proveedor había entregado menos papas, Machuca obtuvo el dato preciso: la directora se iría con sus hijos de vacaciones a Entre Ríos, una semana, en enero. A partir de ese día sus pensamientos fueron un vértigo de pasos y etapas, en las que decidía cómo entrar, qué llevar y dónde reducirlo. Y, una tarde de verano, luego de vigilar todos los días, comprobó que, efectivamente, la mujer había dejado su hogar.
No pudo cargar mucho, pero se llevó unas cuantas cosas chicas por las cuales Agüero le dio trescientos pesos. El Chori sabía que, en conjunto, todo eso valía más de mil, pero el viejo Agüero era el único en el barrio, lo único a mano. Algo debe de haber salido mal, y todavía hoy no sabe explicar qué, pero a los dos días apareció el patrullero en la canchita, y el más gordo de los dos gordos con gorra lo calzó desprevenido y lo metió en la parte de atrás. Le dieron una paliza machaza en la que nunca lloró, aunque le dolían todos los huesos. Y le dijeron que era una advertencia, porque veían que era un pibe y que podía ser una travesura. Pero que la próxima vez sería peor y que le iban a hacer un par de causas. Que se cuidara, que ellos siempre vigilaban lo que pasaba en el barrio. Y que también protegían… Pero no le dijeron qué, y él no supo comprender. Lo dejaron a los dos días en la puerta de la casa, y se fueron. Los padres, que algo sabrían o intuirían, simplemente le dijeron que lo mejor sería que él, con trece años, tuviera su independencia, y que viera de amontonar las porquerías del cuartito de atrás para armarse ahí su piecita.
En marzo no quiso volver a la escuela. Estaba convencido de que lo importante de la vida se aprendía solo, y que en el colegio nada útil había para él. En realidad, quizás, no se animaba a cruzarse con la directora, mirarla a los ojos. Pero se justificaba pensando que en ese verano había terminado de entrenarse. Y ya no le hacía falta estudiar: sus padres habían concluido la primaria y ahí estaban. A él no le iba a pasar lo mismo. Él había sido El Chori, desde siempre, y en la escuela era un Machuca más. ¿Vos sos Machuca, el que siempre repite? le había dicho la maestra el primer día de clases de su primera vez en sexo grado. También le decía Machuca, Machuca, no aprende ni se educa, quizás creyendo que de ese modo lograría que él se diera cuenta de cómo funcionaban las cosas en la vida. Algo logró con ese dístico la docente, pues, finalmente, en marzo, Machuca decidió no recursar el sexo grado y dar por acreditados sus estudios.
A partir de entonces nunca más trabajó en su barrio. Comenzó a entender que el costo de tomar un colectivo para estudiar otras zonas era una inversión. A los quince años ya contaba con un pequeño capital, un par de fierros y una moto. Y quizás ese mínimo mundo hubiera determinado a cualquiera a manejarse en sus ínfimas fronteras, pero no a él. Por eso comenzó, por segunda vez, a idear una buena, una grande: una joyería en San justo, nada menos. Necesitaba un socio o, mejor dicho, un empleado, que fuera aprendiz y aceptara que él era el jefe. No fue difícil decidirse porque, a medida que El Chori fue cada vez más “El Chori”, solitos venían a querer acoplarse. Nunca les había dado cobijo pero, esta vez, necesitaba a uno. Un perejil que hiciera de campana mientras él, limpiamente, vaciaba el negocio. Finalmente se decidió por alguien, y comenzó a pasarle los detalles imprescindibles del plan. Sólo esos, no fuera que avivara un gil. Se sentía importante escamoteando los datos, respondiendo simplemente vos ocupáte de lo que te digo, acá mando yo. Tenía todo resuelto, inclusive las partes de cada uno: Para vos, el veinte, y para mí que soy el jefe acá, el que tuvo la idea y pone el cuerpo, el ochenta. Y era un buen trato para ambos, teniendo en cuenta que el otro estaba en la etapa de aprendizaje, esa que él ya había modelado a su antojo.
Llegó el día y, como aquella otra primera vez en casa de la directora, cuando decidió dar el primer gran salto, algo salió mal. El pibe esperaba con la moto en marcha, él tenía todo embolsado y estaba por salir, pero a lo lejos se escuchó un remolino de sirenas por doquier, y sólo atinó a arrojarle al compañero el botín. Se dejó llevar por el miedo, se sintió atrapado y cometió un error: el aprendiz arrancó quemando las gomas en la calle y giró en la esquina con la bolsa en la mano. El Chori se quedó estupefacto unos segundos, viendo como el perejil se llevaba el veinte y el ochenta también, pero reaccionó y se largó a correr, en la misma dirección que la moto. Cuando dio la vuelta, vio cómo desde un patrullero disparaban, y a la moto sin control estrellarse contra una pared. Se paró en seco, y se escondió entre unos autos. Transpiraba miedo pero dominaba la situación. Había sido un instante de error, pero por suerte no fue él quien terminó muerto. En algún momento creyó que ya podía salir de su escondite, mientras allá, a tres o cuatro cuadras, un mar de uniformes azules y de patrulleros recomponían una situación que, para él, significó algo más que un plan fallido. Si aquella otra primera vez no le había servido como advertencia, ésta comenzaba, en cambio, a definirse como tal.
Caminaba por las calles como si fuera un peatón más, aunque le temblaban las piernas y el corazón le latía como nunca. Tenía ganas de llorar y al mismo tiempo de reírse, aunque en realidad lo de lo que tenía ganas era de volver el tiempo y llegar a ese asado, ese cumpleaños, y explicarles a todos que él ya no quería (o que nunca quiso) ser “El Chori” Caminó rápido, pero llegar hasta la parada del colectivo le pareció una eternidad, quizás porque se demoraba en cada paso mirando a los costados, adelante, atrás. De lo que siguió en esa tarde recuerda poco, imágenes difusas del recorrido de siempre que refulgía ante sus ojos como si fuera un mundo nuevo. Al día siguiente, cuando se despertó en la desvencijada cama de su pieza en el fondo, creyó por un momento que todo había sido un sueño y se propuso, para comprobarlo, encontrarse con su ayudante. Al llegar a la esquina de la casa del pibe se frenó en seco cuando vio el patrullero estacionado, y a la madre llorando frente al oficial. Por suerte la moto era robada y no estaba a su nombre, y por suerte también la mujer no conocía al Chori. Pero no pensó en nada de eso: volvió a ponerse en blanco, a sentirse acorralado, y giró sobre su rumbo. Anduvo caminando por ahí todo el día, sin otra intención que andar y andar, pisando la tierra como quien aplasta recuerdos. Caminar sin rumbo es olvidar el camino, es encontrar una salida, y El Chori tenía que encontrarla pronto.
La semana que siguió salió poco y nada de su casa. Nadie allí se explicaba esta actitud, pero tampoco nadie le preguntaba qué le pasaba. El Chori ya era grande y sabía lo que hacía, por lo que tan suya era la decisión de salir todos los días y volver muy tarde a la noche, como lo era la de quedarse todo el día encerrado. Apenas si abandonaba su refugio para comprar cigarrillos, si es que no mandaba a alguno de sus hermanos. De a poco fue animándose, pero nunca se dirigió para el lado de la casa del pibe ni a lo alrededores de la comisaría. A medida que fue convenciéndose de que todo se había cerrado con un muerto y, quizás, la recuperación de la mercadería, fue animándose a recorrer el barrio con una mirada desconfiada y triste.
En una de esas ocasiones volvió a ver, después de tanto tiempo, a la directora. Ella lo saludó cortésmente, como si realmente lo recordara y lo hubiera perdonado. Él no quería conversar con ella, no podía mirarla a los ojos, no entendía por qué tenía esas ganas de largarse a llorar como un nene de siete años, mientras ella le preguntaba qué era de su vida, qué estaba haciendo, y si había terminado la escuela primaria. El Chori sólo respondía monosílabos, y cuando creyó que la maestra le recriminaría aquel pasado, aquel defraudarla en su confianza, intentó desembarazarse explicando que estaba apurado. Ella le contestó que se lo entendía, y al despedirse, antes de darle un beso, le dijo que si estaba sin estudiar y sin trabajar, por qué no aprovechaba el tiempo y hacía algún curso en la escuela profesional que había en el recreo del sindicato, que ella conocía a alguien de ahí y que no iba a haber problemas en que entrara, aunque no fuera fecha de ingreso. Y que pasara por su casa más tarde así, si a él le parecía, le daba tiempo de llamarlo y pedirle este favor. El Chori sólo pudo decirle que sí, nervioso, y volvió rápido a su casa, sin saber qué le pasaba.
Lo que siguió fue, más o menos, un vértigo de sucesos que él no calculó ni dominó. El Chori fue esa tarde, como un autómata, a la casa de Silvia, la directora, quizás más porque necesitaba sentir que alguien le demostraba que lo quería tal cual era, que por otros motivos. Y por esa gratitud y esa deuda que sentía por ella (aunque jamás hubo un atisbo de recriminación en las palabras de la vieja directora) también por ella fue, callado y sin entender qué hacía, al sindicato, a averiguar lo de los cursos. Y se anotó en el de tornería. Y al poco tiempo ya era el mejor de la clase y el instructor le decía que necesitaban aprendices en una metalúrgica, en la que al principio se entraba en negro y por doce horas pero que, si trabajaba bien, podían llegar a tomarlo por ocho horas más extras, y ponerlo en blanco, esa situación que en su casa sólo se conocía por mentas y que permitía tener un recibo y comprar en cuotas y usar obra social.
Algo extraño sucede con la mente cuando quiere redimirse de sus recuerdos, y quizás ese fue el motivo por el cual los siguientes cuatro o cinco meses fueron, para El Chori, un ostracismo consciente, sólo quebrado por su labor en la fábrica. Salía y comía algo en el colectivo, camino al colegio, para terminar el curso de tornería. Su vida se resumía en esos hábitos que se cortaban, angustiosamente, los domingos, cuando no había dónde ir. Entonces se quedaba en casa, y nadie le preguntaba qué le pasaba, en qué andaba. Y él tampoco sentía necesidad de explicar mucho. Es cuestión de esperar –se decía– alguna vez aguantar va a servirme para hacer, por fin, una buena.
Esa madrugada, llegó a la casa que se había convertido en su último y mejor objetivo. A oscuras, abrió sigilosamente la puerta de calle, pues no quería que nadie se despertara. Su cuerpo, que adentro era de diecinueve años pero por fuera tenía las marcas de la eternidad, escudriñó como un animal que en medio de la noche se sabe apresado o libre en cada movimiento. Respiró hondo, y luego de lograr abarcar frente a él la silueta del mueble, sin prender la luz, dejó sobre la mesa su primer recibo de sueldos. Sabía que al día siguiente nadie lo miraría, ni le preguntarían qué era eso. Pero allí, bien arriba, decía “Machuca, Braian Alberto”.
Al traspasar la puerta del fondo para ir a su pieza, se despidió para siempre del Chori.
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