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viernes, 19 de septiembre de 2008

La muerte rondaba El Cóndor

En El Cóndor, a mil kilómetros y monedas de Buenos Aires, el agua tibia y el sol fuerte se combinan con viento, mucho viento. Un día común en la playa es una jornada de gránulos de arena suspendidos, flotantes y danzantes en el aire. Te acostumbrás a ellos, como a la poca gente, a las extensiones de arena y a las cíclicas pleamares y bajamares.

Una mañana me había levantado temprano y había decidido caminar por la playa hasta el mediodía; me detendría, pasaría el rato retozando cual foca al sol y luego, a la media tarde, insumiría la misma cantidad de horas para el regreso. Cargaba una mochila con libros, equipo de mate, manzanas y cigarrillos. Era la hora cuando la marea bajaba, y dejaba sobre la costa restos de naturaleza terrestre envueltas y devueltas por el mar: ramitas, básicamente.

Delante de mí, como con mi mismo plan, caminaba otro ser humano, a unos cincuenta metros o quizás un poco más. Algo raro, repito, en playas tan grandes donde es imposible que las personas estén apiñadas contra su voluntad. En un punto, esa presencia me molestaba, desafiaba mi deseo de consustanciación con mi elemento básico y vital; pero desde otro punto de análisis, el hecho de que estuviera ahí, adelante, sin saber que yo venía atrás, me permitía contar con auxilio en caso de que mi absoluta y total falta de estado aeróbico de ese (y este) entonces, hiciera que me sofocara ante el tercer hectámetro. Finalmente, de tan habitual, ese cuerpo que caminaba allí, cerca del borde del agua, terminó por ser un punto fijo más en el paisaje, como las rocas, los meandros y los barrancos. O como aquel relieve extraño que empezaba a verse a lo lejos, en medio de la arena, un montículo que no parecía una roca ni un trasto ni un tronco allí, en el llano de la arena de la costa.

El caminante también lo habrá visto, y como su andar iba en dirección exacta de ese prodigio extraño, naturalmente le perteneció. Doblemente insultado, por haber invadido él la soledad en mi caminata, y por haber sido el Cristóbal Colón que se arrogó ante la historia el reconocimiento de unas tierras ya recorridas antes por otros, resigné responder a mi curiosidad, y cuando pasé por su costado no miré qué era aquello. Seguí andando, pero la duda pudo más y, unos pasos más adelante, giré sobre mí mismo, esperando que el extraño se hubiese ido y, como las hienas, yo pudiera saciar mi voracidad luego de que los leones alimentaron la suya. Pero no: estaba todavía parado allí, petrificado, mirando sin saber cómo abordar el objeto. A medida que me acercaba, se parecía cada vez más a los restos de un huevo, un cangrejo gigante, una tortuga marina. Cuando llegué y me paré frente al usurpador de mi avistaje, pregunté secamente: ¿Qué es?
-Parece... un bicho de tierra- me dijo con una tonada del interior.
-Es... una mulita o un peludo -dije, enseñándole la flora y la fauna de la llanura- pero estos son animales de tierra y de agua dulce, ¿qué hace acá en el medio de la playa y en el mar?
-Ni idea -es dialecto cuyano, pensaba mi lingüista mente, esa que toma por informantes a todos los hablante-oyentes del español
-Estaría ya por morir o muerto, y alguna de las subidas del río lo arrastró hasta el mar, y del mar a la playa- concluí yo, contundente, como si alguna vez hubiera sabido algo acerca de los ecosistemas marítimos, como un naturalista que recorría las exóticas playas del sur: la reencarnación cómica de Darwin.
-Así ha de ser- contestó, y con ese silencio con que solemos dar por terminadas las informales conversaciones mundanas, nos despedimos. Retomamos nuestros caminos, que eran el de dos personas solas yendo por el mismo sendero y con el mismo sin-rumbo, salvo que esta vez, por lógicos motivos, no teníamos los anteriores metros de diferencia. Y así nos hallábamos caminando, ya despedidos, en silencio, cada uno en su mundo, pero a la par.
-Mucho gusto, me llamo Martín
-Yo Esteban, ¿qué tal?
-Todo bien, ¿para dónde te diriges?

Esa pregunta, ese tipo de preguntas, invitan al diálogo. Mi antiguo oponente, invasor del espacio que creía mío, por el solo hecho de haberlo imaginado mío, convidaba la charla. Y a mí me atrapaba el repentino deseo del estudio dialectológico, por lo que rápidamente le pregunté de dónde era, y confirmé mi hipótesis: mendocino. Así comencé a reconstruir mentalmente las variables sociales que me permitieran analizar las variantes lingüísticas en sus enunciados: era joven, instruido, vivía en Mendoza capital, etc. Un maremoto manso de correlaciones sociolingüísticas en mi mental Commodore 64k se entrecruzaban con lo que él iba contando: que tenía 22 años, que había venido unos días al Cóndor aprovechando que a sus padres les habían prestado aquí una casa, que si bien no era un plan "interesante" venirse de vacaciones con sus progenitores, lo hacía para terminar de cerrar el capítulo con su flamante ex novia, y que era pintor (artístico, no domiciliario)
-Ah, ¿sos pintor? Mirá vos, qué bueno... -Veintidós años, ínfulas de cascarón que empieza a adivinar su futuro de omelette, y venir a decirme que sos artista... La juventud está perdida en su petulancia, no hay caso. A los veintidós años no se es ni pintor ni escritor ni escultor ni nada: se es aprendiz, se es pendejo.
-Sí, estudio en la Escuela de Bellas Artes de Mendoza, hice un par de presentaciones allá, provocamos un pequeño revuelo estético-moral hace unos meses, polémica en los periódicos, censura, y esas cosas, por una muestra en la que blasfemábamos... Algo como lo que le pasó a León Ferrari

Comenzó a llamar mi atención, no porque comparara un episodio de provincia con el escándalo del maestro Ferrari (yo, cañuelense al fin, sé que la moralina de pueblo chico se escandaliza con un calzoncillo que asoma desprolijo en el escaparate de un comercio), sino porque relataba con sencillez, narraba como si realmente hubiera ocurrido, y no queriendo remarcar que le había sucedido a él: por cada Dalí que se dedica a autoconstruir su mito, hay miles de Piccasos a quienes el mito les sobreviene. No tenía el aspecto de un "genio del arte", ese estereotipo enjuto e incomprendido, medio encorbado, desgarbado, hosco o hirsuto. Era un dandy, un chico fashion postmoderno: pelo castaño claro despeinado y desmechado con estudiada informalidad, unas rastas chiquitas coquetas, la piel bien bronceada que resaltaba más los ojos celestes, flaco aunque proporcionado, ropa de playa a la moda. Tenía alta facha, bah. Superaba cómodamente la prueba de el-chico-de-Las-Cañitas-en-una-playa-en-Pinamar-o-Punta, pero no: era un artista mendocino que caminaba solitario la costa de Viedma.

Un poco por curiosidad creciente, otro por deformación profesional, y por mi constante espíritu mordaz, comencé un sutil interrogatorio, una especie de lección oral en la que el discípulo descolló: al menos, sabía de arte. El que -evidentemente- no sabía era yo, así que al rato, cuando nos detuvimos en una parte de la playa donde las rocas planas ocupaban toda la superficie y formaban piletas naturales encerradas entre el mar y el barranco, estábamos charlando animadamente de pintura, paradigmas, pintores, modernidad y postmodernidad, proyectos revolucionarios y su destino de museo. Y también de literatura, cine, música. Toda la tarde así.


Para cuando decidimos regresar, optamos por hacerlo barranco arriba. Subimos un sendero y llegamos al camino que serpenteaba en el borde, un asfalto mejorado que luego se une a la Ruta Provincial 1 y lleva a San Antonio Oeste, una especie de interbalnearia, como nuestra Ruta 11. Mientras caminábamos yo ya había olvidado mis estudios dialectológicos, aunque cada tanto me abstraía y trazaba isoglosas que unían el culiao de Córdoba (según yo entendía, era solamente meditrráneo), con Mendoza, puesto que Martín lo emitía con una frecuencia de 1/20, como el porteñísimo boludo, apelativo que tiene más o menos el mismo porcentaje de ocurrencia. Las gaviotas, a la derecha, cerca del mar; y sobre nosotros, los loros barranqueros.

Así como la mulita o peludo había iniciado nuestro encuentro, cuando empezamos el regreso por arriba encontramos un loro moribundo a un costado del camino. Aleteaba como si con eso pudiera recuperar la vida que se le iba, o como si lograra acelerar el proceso, quizás evitando el
dolor. Nos paramos a mirar, con el estupor de toparse con la muerte nuevamente, en un día soleado en el medio de una playa e inundados de arte y cosmogonías. Y a los pocos segundos seguimos la marcha. Llegando al faro, ahí donde el camino de tierra se unía a la ruta, una gaviota cayó casi en línea recta y casi sobre nosotros: el viento le habría quebrado un ala, o se le habría roto con el impacto, pero allí estaba, en tierra, batiendo sus dos extremidades, de las cuales una se desesperaba por lograr vuelo mientras la otra pendía, fláccida, inútil, apuntando al suelo. Tres prodigios mortuorios habían conectado los hechos del día, como si dijéramos que la Parca había previsto putuar rítmicamente nuestro encuentro: la regularidad de la muerte en medio de la vida y del puro azar de conocerse en y a través de ella.

Serían las seis o siete de la tarde cuando llegamos al centro del balneario, es decir, al lugar desde donde cada uno de nosotros, por separado, había comenzado su propia caminata. Era todavía de día, había sol e, increíblemente, había menguado el viento. Se imponía una cerveza en la playa, y eso es lo malo de las imposiciones: luego hay otra, y otra, y otra: la dictadura de la birra es dulce como la libertad (tomar con moderación; prohibida su venta a menores de 18 años)

Martín me había contado que regresaban a Mendoza esa misma madrugada, y ambos lamentamos no habernos conocido antes (yo había viajado solo hasta allí y estaba desde hacía una semana, y él había venido solamente con su madre y la pareja de ésta, unos diez días atrás) Estábamos sentados en el espigón de entrada de la playa principal, donde está la rotondita y la oficina municipal de informes, dándole la espalda, mirando el mar allá a lo lejos. Conversábamos acerca de poesía y Alejandra Pizarnik. El artista de la dupla se enteró, ahí, de mis berretas berretines escriturarios (siempre fui menos que mi reputación) y de cierto protoproyecto de novela que hacía mucho que tenía en mente y que aún hoy, está más en mente que en papel. Por cortesía, seguramente, dijo con esmerado entusiasmo que le parecían muy interesantes el argumento, el planteo, y todo eso, pero preferí no escuchar tales elogios, que normalmente me descolocan sobremanera (nací para que me peguen y me llamen Marta, no para que me digan que hago algo bien: me anula), y nuevamente volver a mis elucubraciones cuantitativas, aplicadas ahora al término porrón, que en Buenos Aires designa ciertos envases de cerveza y/o ciertas tiradas en recipientes específicos, y aplícase por extensión a estas vasijas, y que en Mendoza (y en Rosario, comprobaría después), se refiere a la botella de litro. En algún momento, Martín me había preguntado ¿Un porrín? y yo, mortal al fin, supuse un convite al más allá, pero cuando pedí desambiguar el enunciado descubrí esto de la botella de cerveza, subjetivemizada con el diminutivo.

Creo que bebimos tres porrones o porrines, y decidimos que era hora de regresar cada uno a su morada. Son pocas las calles de este pobladío, así que todas las casas, en algún sentido, están camino de la tuya. Lo acompañé como para seguir charlando, como para estirar un poco más aquel limbo a mil kilómetros de la vorágine, y en algún momento del trayecto se nos ocurrió que puesto que él se iría a la madrugada, bien podríamos volver a vernos más tarde, luego del baño, para cenar y hacer tiempo hasta la partida. Pero este proyecto convenido y aceptado fue modificado por la realidad, como debe ser: la realidad no se deja domar por planes domésticos y apresurados. Los padres se habían ido a no recuerdo dónde, y le habían dejado la llave él no se acordaba dónde... En el lugar de siempre es un sintagma que funciona si uno está en el mundo-referente de siempre, pero no en una casa prestada por diez días, todavía indómita.

Corrimos todas las macetas de lugar, levantamos todas las lajas que adornaban el jardincito, elucubramos cómo pasar por el techo hasta el patio interno para comprobar si la puerta trasera estaba o no estaba abierta. Martín, artista al fin, no tenía celular, y no recordaba el número de su madre. Estaba condenado a esperarla en las inmediaciones, y yo a ser su lugarteniente. Nos sentamos en el juego de jardín y tomamos unos mates, hasta que recordó que la vecina de enfrente era muy amiga de la dueña de casa y poseía una copia de la llave de entrada. Pero no, se la había devuelto hacía un tiempo por algún motivo circunstancial, así que solamente pudo prestarle un abrigo contra el rocío del anochecer. Al rato, muy al rato, llegó la madre.

Saludé, me despedí de Martín y me fui al hostel, donde tomé más mates, conversé con la gente del lugar y me bañé. Nos volvimos a juntar a la noche, cenamos en una pizzería coqueta y luego nos cruzamos a una plazoletita a charlar y dedicarnos a los porrines. Al rato cayeron unas chicas y nuestra estrategia de guerra de guerrilla, de avance y escarceo parecía consolidada y solidificada en años, milenios de amistad. Sin darnos cuenta, se nos había pasado el día entre arte y debate, y la noche entre las cosas de la noche.

Si los padres habían dicho que querían emprender el regreso -digamos- a las 3 de la madrugada, Martín cayó a eso de las tres y media, pero todavía no habían terminado de cargar las cosas en el vehículo. Ya nos habíamos pasado los mails y los MSN, y cuando me fui, caminando las dos o tres cuadras que había de distancia entre los respectivos puntos, recordé una viejísima serie televisiva española, de unos chicos que se habían hecho amigos en una playa y andaban en bicicleta y eran felices durante un verano.

Algo parecido, pero acá en el Sur, y por un día.



Las imágenes de este post, que en realidad son lo central de él (el relato está, simplemente, para "molestar") son algunos trabajos de Martín Moreno. Hizo una presentación en Buenos Aires en julio y proyecta volver a fines de octubre o noviembre, para cerrar otras exposiciones y para diseñar entre ambos el original para editar de Escrito en tu, con reproducciones de sus obras

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