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sábado, 6 de septiembre de 2008

Leopoldo Lugones: "El hombre muerto"

Estuvimos recorriendo un poquito el género fantástico, al cual creo que en esta entrega y la que viene cerraremos. El que sigue es un cuento de 1907, publicado originariamente en la revista Caras y Caretas.

Lugones fue a la primera parte del siglo XX lo que Borges a la segunda: el "poeta nacional", y una controvertida figura pública. Configuró en buena medida el canon de la poesía argentina moderna, por acción o por reacción, y junto con Ricardo Rojas se encargó de fundar nuestra literatura, inscribiendo el Martín Fierro en el clasicismo grecorromano y el romancero castellano medieval.

"El hombre muerto", a mi modo de ver, es un cuento y un fósil, es decir, un objeto útil para una arqueología del género. Leído cuidadosamente, muestra las imposibilidades del narrador para puede elaborar el material fantástico, vale decir, las dificultades en la construcción del verosímil-otro: lo que Cortázar, por ejemplo, muestra, Lugones se siente impelido a explicar. En relación con lo anterior, Pedro Luis Barcia, el compilador del libro de donde extraje el cuento, expresa:
«En general, estos cuentos hasta hoy dispersos no están afectados por exceso de descripciones ni por desarrollos expositivos, como otros del autor [por ejemplo, en Las fuerzas extrañas N. del E.] La técnica narrativa de Lugones prefiere el cuento enmarcado en una situación de diálogo, habitualmente de sobremesa: el narrador nos cuenta lo que escuchó en confidencia. Las dos posiciones preferidas por el autor son las del narrador de confidencias y del narrador testigo»
Si, tal como hace Rosmary Jackson, inscribimos el género fantástico como subversión del racionalismo positivista y de las condiciones de producción del capitalismo en su versión victoriana decimonónica, este cuento de Lugones vendría a ofrecernos las claves de las zonas de repliegue y de clivaje que "la realidad" ofrecía en aquel entonces como material narrativo. De hecho, el Lugones cuentista había publicado, en 1906, el libro Las fuerzas extrañas, cuyos cuentos, sin excepción, intersectan espiritismo, ocultismo, pseudociencia y ficción como modo de interpelar la racionalidad y acceder a un conocimiento o a un mundo trascendente que prescinde de Dios (de este libro es "La lluvia de fuego", considerado por muchos el mejor cuento de Lugones).

Leopoldo Lugones fue, a todas luces, el cuentista y poeta más prolífico del modernismo argentino, y quizás hispanoamericano. Y también el más olvidado, hoy por hoy. Si te gusta el temam andá a saber si tu blog preferido no está descubriéndote ahora tu futuro campo de investigación, antes que se avive la vivísima Beatriz Sarlo ;)



El hombre muerto

La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros carros, después de efectuar por largo tiempo una mensura en el despoblado, contaba con un loco singular, cuya demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.
De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su desesperación, simularan aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos.
No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para implorarnos con una desolada resignación, que positivamente daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo.
Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso personaje. Este se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por todos conceptos discorde con su catadura.
–Pero no soy loco –dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su doloroso pesimismo– Yo no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?
Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.
–Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…
(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas)
–Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda ciencia. Parece que tenía la solitaria.
Cierta vez, sin embargo, en uno de esos desmayos, me quedé. Y aquí empieza la historia de mi tormento; de mi locura…
La incredulidad unánime de todos, respecto a mi muerte, no me dejaba morir. Ante la naturaleza, yo estaba y estoy muerto, Mas para que esto sea humanamente efectivo, necesito una voluntad que difiera. Una sola.
Volví de mi desmayo por hábito material de volver; pero yo, como ser pensante, yo como entidad, no existo. Y no hay lengua humana que alcance a describir esta tortura. La sed de la nada es una cosa horrible.
Decía aquello sencillamente, con un acento tal de verdad, que daba miedo.
–¡La sed de la nada! Y lo peor es que no puedo dormir. ¡Treinta años despierto! ¡Treinta años en eterna presencia ante las cosas y ante mi no ser!

* * *

En la aldea habían concluido por saber aquello de memoria. Pasaron a ser vulgares sus reiteradas tentativas para obligarlos a creer en su muerte. Tenía la costumbre de dormir entre cuatro velas. Pasaba largas horas inmóvil en medio del capo, con la cara cubierta de tierra. Tales narraciones nos interesaron en extremos; mas cuando nos disponíamos a metodizar nuestra observación, sobrevino un desenlace inesperado.

Dos peones que debían alcanzarnos en aquel punto, arribaron la noche del tercer día con varias mulas rezagadas.
No los sentimos llegar, dormidos como estábamos, cuando de pronto nos despertaron sus gritos.
He aquí lo que había sucedido:
El loco dormía en la cocina de nuestro albergue, o aparentaba dormir entre sus velas habituales –la única limosna que nos había aceptado.
No mediaban dos metros entre la puerta donde se detuvieron cohibidos por aquel espectáculo, y el simulador. Una manta le cubría hasta el pecho. Sus pies aparecían por el otro extremo.
–¡Un muerto! –balbucearon casi en un tiempo. Habían creído en la realidad.
Oyeron algo parecido al soplo mate de un odre que se desinfla. La manta se aplastó como si nada hubiera debajo, al paso que las partes visibles –cabeza y pies– trocáronse bruscamente en esqueleto.
El grito que lanzaron púsonos en dos saltos ante el jergón.
Tiramos de la manta con un erizamiento mortal.
Allá, entre los harapos, reposaban sin el más mínimo rastro de humedad, sin la más mínima partícula de carne, huesos viejísimos a los cuales adhería un pellejo reseco.

Lo transcribí de Cuentos desconocidos, Buenos Aires: Ediciones del 80 (1982). Compilación, estudio preliminar y notas de Pedro Luis Barcia

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