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jueves, 9 de agosto de 2007

La inseguridad o la otra pata de la mesa

Hace poco más de dos semanas, pasé a formar parte de las estadísticas de “hurtos en la vía pública que no se denuncian” = Paranoia y no poder dormir a la madrugada = La otra cara de la moneda


El domingo 22 de julio, empezando la noche, alguien me abarajó por atrás saliendo de la estación Ramos Mejía. Un pibe, no más de 20 años. Por el rabillo del ojo, como suele decirse, lo veía, mientras le entregaba lo que tenía encima. Una billetera con documentos y credenciales diversas, y las llaves de mi casa fueron los dos objetos que, juntos, me llevaron a suponer una pronta visita domiciliaria.

Por suerte, ya estoy perdiendo por las noches esa “actitud de alerta” instintiva , y empiezo a dormir con relativa calma: los ruidos propios de esas horas, que desconocía y ahora, a fuerza de insomnio, me sé de memoria, comienzan a dejar de intranquilizarme.

Por supuesto, uno mismo se pregunta, y los demás lo hacen también, qué tenía que hacer a las nueve de la noche saliendo de la estación por ese túnel, por qué no andaba con el auto, por qué llevaba encima tal o cual cosa, por qué no asumo que vivo en el Gran Buenos Aires, en La Matanza, el señorío feudal más políticamente corrompido de la provincia.

Y uno no tiene demasiadas explicaciones. A veces uno no se resigna a vivir como cree que debería vivirse, a veces uno es un incauto o un idealista, o se confía en que por el físico nadie se le atrevería, o piensa que no le va a tocar. Y cuando le toca, cuando se meten con uno a pesar de su físico, cuando uno descubre que el mundo, el país, la provincia, el barrio en que vive no es el que idealiza, cuando uno descubre que está incautamente a merced de miles de situaciones, es entonces cuando uno se interroga por uno mismo.

Pero no siempre se pregunta por el otro. Yo andaba con equis cantidad de cosas por la calle. No me siento culpable de haberlas poseído, o de llevarlas, puesto que no las robé, no taimé a nadie para tenerlas: no tengo “culpa de clase”, como solía decirse. Hasta podría decir que, esfuerzo mediante, de nuevo podría tenerlas, más o menos pronto, sea en un día o sea en un año. Ciertas certezas tengo, porque (todavía) pertenezco a ese minoritario grupo que puede proyectar, que logró sostenerse laboralmente, moralmente, socialmente, que se “pauperizó” pero no se destartaló.

Pero, ¿y el que no? ¿Y el que le refriegan por la cara, por las vísceras, por el culo, todas las cosas a las que no puede acceder, porque está preformateado que sea así? ¿Y el que está excluido en toda exclusión? ¿Y el que la ve pasar, impotente? ¿Y el que jamás supo qué era la dignidad, el que fue basureado desde la cuna, y desde antes, desde cuando un puntero chantajeaba a su madre a cambio de un “Plan Vida”?

Antiguamente se decía “los negros no quieren trabajar”, “los negros son todos chorros”. Fácil y brutal manera de marcar el “otro”, el diferente, encasillado y bien sujetadito, para “distinguirse”, en el doble sentido de la palabra. Hoy no se puede declamar algo semejante, pero entonces se pide por seguridad, por los derechos de los ciudadanos que pagan impuestos a transitar libremente por el suelo argentino, se pide policía y se pide que se cumplan las leyes. La seguridad de ese mismo “nosotros”, que sigue recortando el “otro” claro está, el “otro” que sigue teniendo vedada la seguridad, los derechos (los más básicos, los inalienables), los que no saben transitar otro suelo argentino que el del barro.

Lo mucho o poco que el pibe me llevó alcanzó, en el mejor de los casos, para comprar comida uno, dos, cinco, diez días. Lo que sea: sigue siendo poco. Es poco comer nada más que un mes. Y en el peor de los casos, le sirvió para reventarse uno, diez o cien pacos en una noche, y obnubilar con eso el panorama cercano. Y también es poco, es muy poco que la única alternativa, que el único sueño de futuro se consuma en una noche.

No está a mi alcance, al alcance de uno cualquiera en particular, resolver la situación de este pibe. Tampoco la resolución es que afane y, algún día, se encuentre con algún loco que le pegue tres cohetazos (sea policía, sea quien sea)

Más seguridad, más justicia, más leyes. Patrañas. Más garantías, más tolerancia, más “dejar hacer”: más patrañas. Hay toda una puesta en escena montada para que se reproduzcan desigualdades, injusticias, inequidades, desesperanzas. Ahí está el corazón de la historia.

¿Por qué me tuvo que tocar a mí? No lo sé. Mi subjetividad burguesa tuvo miedo, aunque está recomponiéndose.

Pero me ronda desde hace unas horas otra pregunta, mucho más jodida para responder: ¿por qué le tuvo que tocar a él? Y no creo que su subjetividad desposeída, desclasada, pueda recomponerse por sí misma. Ni es justo que así sea.

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