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sábado, 9 de febrero de 2008

NOVELA (NOVENA ENTREGA)

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XXV

– Eh, loco, ¿qué pasa?
– No aguanto más estar adentro, Tito. ¿Cómo hacés vos para estar siempre pila acá?
– No sé. Capaz que porque ya no pienso dónde estoy
– Pero… yo no puedo. Estamos todo el día al pedo, de acá para allá, no podés no pensar. Yo te juro, no quiero pensar pero así de repente me acuerdo algo y ya empiezo qué estará haciendo mi abuela, qué estarán haciendo los locos en el barrio
– Bueno pero otra no te queda, si no te tenés que matar.
– O pirarte a la mierda de acá…
– Sí, también pero es un bardo eso. Y un garrón si te vuelven a agarrar.
– Sos un cagón
– Eh ¿qué pasa, Lalo? Cagón no soy, te digo las cosas de frente. Vos porque… ¿cuánto hace que entraste? ¿Seis meses?
– Sí, maso.
– Bueh, mirá, yo ya hace once meses que estoy acá, y me quedan uno más. Si me limo la cabeza ahora…
– Bueno, vos porque salís… Un año se pasa re rápido…
– Seh
– Yo estuve pensando algo, ¿sabés?
– Algo… ¿qué?
– Para pegarme el palo de acá
– ¿Posta?
– Seh, no es tan difícil me parece…
– Te jugás la vida, Lalo
– Y si acá igual la vida se me pudre, Tito
– Bueno, pero…
– No jodas, me hacés ¿la segunda?
– No sé, Lalo, la verdad no sé
– Pasáme un careta, dale, cagón
– No soy cagón, boludo… Pero… cómo vas a hacer, ¿eh? A ver
– No te cuento una mierda, seguro me mandás al frente vos, cagón
– ¿Qué onda, gil, me llamás buchón?
– Y si arrugás… Tengo una idea re piola y vos me decís que te vas a quedar acá…
– ¿Y para qué querés que me raje con vos?
– No sé, te digo la verdad, no sé. A veces pienso que sos la única persona que tengo, ¿entendés? Con vos hablo piola, nos entendemos, te conté todo lo de mi viejo y no delirás, qué sé yo… ¿Vistes cuando tenés algo polenta y todos quieren tenerlo y vos te lo encanutás? ¿Vistes que sentís que todos te envidian y vos vas y se lo prestás solamente a uno, y los demás se ponen de la nuca? Yo ahora tengo un re plan, Tito, pero… lo pensé para los dos… Sos lo único que tengo…
– No digas eso, salame. Tu abuela… Vos me dijiste que tu abuela…
– ¡Vieja chota que ni vino!
– Dale tiempo… Mirá… Yo… cuando … a los cinco seis meses de estar acá… también no aguantaba… quería matar a todos acá… y yo nunca bajé a ninguno… mis causas ya las conocés…
– Jaja, sí, rastrero roñoso… Acá el expediente poronga es el mío…
– Dale, pillo, qué te hacés… si sabrías en serio no estarías acá…
– Ya voy a aprender, gil, tengo un plan.
– Metéte el plan en el orto, si no me lo querés contar. Bueh, te decía… yo acá tampoco aguantaba una, son una manga de soretes todos, ni ranchear piola podés… Una manga de pendejos que se hacen los polenta… Vos por lo menos vas a ir a Batán, ahí te hacés hombre…
– O te cagan partiendo
– Y sí, pero ahí… si te hacés respetar…
– Yo no voy a ir a Batán, Tito, no voy a ir a Batán.
– Bueh, te decía… A los cinco meses maso, estaba re pelotudo acá… Lloraba… No le digas a nadie acá, no sabés cómo lloraba, parecía una mina…
– Yo también lloro a veces acá
– Sí, ¿te pensás que no me di cuenta?
– Ja, ¿qué sos psicólogo ahora?
– No boludo, pero estás durmiendo abajo, te escucho…
– Qué chabón raro que sos… Acá el que llora cagó… y vos…
– Sos un amigo, loco… Y yo no soy un violín…
– ¿Y vos por qué llorabas?
– …
– Eh, ¿vos por qué llorabas?
– Pasa que cuando entré, me creía re pija… Pero estaba re verde… Y bueh… ¿Viste el gil que anda todo el tiempo con la gorra, el Chómpiras?
– Seh
– Ése me agarró a la semana, una tarde, en las duchas…
– Qué hijo de puta, ¿en serio?
– ¿Qué te pensás, que te voy a mentir con eso?
– No… Sí… Bah, qué sé yo… ¿Entonces… vos…? ¿Y cómo zafaste?
– La primer vez pensé Y bueh se sacó la ganas ya está Pero no acá te agarran una vez como hembra y después cagaste hasta que no aparezca otro no zafás
– Yo entré y ninguno se mandó ninguna
– Vos entraste bien, piola. Nos avisaron que entrabas vos, el de la tele, ¿entendés? Acá ninguno tiene causa por achurar a los viejos…
– Jajajaja qué hijo de puta. Y te hacías el que no sabía nada y me preguntabas por qué caí y todo eso los primeros días.
– Era para hacer amistad, ¿qué querés que te diga eh, loco, sos re pillo, ranchá conmigo así de una?
– …
– …
– ¿En qué pensás?
– Nada ¿Y vos por que llorás, Lalo?
– No sé. Eso es lo peor. No sé qué mierda lloro. No hay nada afuera que realmente extrañe, los pibes son todos boludos, mis viejos… Bueno, ya sabés… Mi abuela, qué sé yo… La escuela, una mierda, siempre me suspendían, me echaban… Pero por lo menos afuera, qué sé yo… la peleás
– Sí, pero si salís, ¿vos te pensás que alguien te va a dar bola? No vas a poder laburar, a tu casa ni hablar, es el primer lugar donde van a estar los ratis buscándote… Encima, ¿vos te pensás que salís de acá y no pasa nada? De nuevo en la tele…
– Me chupan un huevo
– Sí, pero ¿qué vas a hacer?
– VAMOS a hacer…
– No, yo no sé Lalo… Al pedo jugármela…
– Por mí, loco, ¿no te la jugarías por mí? Si a vos tampoco tus viejos te vienen a ver, vos tampoco tenés nada…
– ¡Por eso! ¿Qué voy a salir, a chetear de nuevo a viejas en una esquina hasta que me agarren? Si cumplo la condena, qué sé yo…
– La cumplís y nadie te va a dar cabida igual, ni tus viejos, ni para laburar… Vas a terminar afanando de nuevo, y de nuevo adentro
– ¿Y vos cómo vas a vivir eh?
– Yo me voy a la mierda, ya lo pensé, me voy a Paraguay
– Jaja sí, así nomás de repente
– En serio. Allá sí cambio, hago otra vida… Acá nunca voy a poder
– ¿Y con qué vas a ir?
– Bueno, esa va a ser mi primer vez y mi última vez…
– No te entiendo
– Salgo, hago una bien bien piola, un buen despelote, que me deje buena guita, y me piro a Paraguay
– En una semana estás de nuevo acá ¿Te pensás que la gente no te conoce?
– Ya fue, hace seis meses…
– Sí, puede ser…
– Dale, veníte conmigo, sos lo único que tengo, Tito… Si fueras una mina… Me caso con vos, jajaja
– Tocá de acá, gil, yo no me la como… Vos vas a ser la mujer
– Ni en pedo, acá el que tiene el culo roto sos vos, pibe
– Tomatelás… ¡Forro, para qué mierda te cuento!
– Una joda, Tito… Dale, veníte conmigo.
– Si ni me contaste cómo mierda vas a hacer.
– No es difícil, escuchá…


XXVI

Era un día de insoportable calor de diciembre. Leonardo había estado las seis noches anteriores en vela, durmiendo entrecortadamente, cuando podía, entre libros, apuntes, imágenes, y más libros. Patología II era complicada, todos lo sabían, y había que dedicarle tiempo. Dos días enteros pasó sin ver a Sofía, encerrado con Álvarez estudiando, leyendo y viviendo apenas. A los ojos de cualquier desprevenido, era un fantasma, un dejo espectral de sí mismo, demacrado y absorto.
Se hablaban por teléfono con llamadas rápidas, en las que ella prestaba su oído a nombres interminables y enfermedades extrañas y síntomas exóticos; Leonardo, a cambio, escuchaba de ella las visicitudes del guion que debía terminar urgentemente y de un profesor de Historia del cine que se mofaba permanentemente de sus alumnos y alguna que otra anécdota similar. Él rendiría su último examen el 19 de diciembre; ella tendría que presentar el 22 su guion. A ambos convenía esta exigua separación, pero Leonardo la sufría como el peor de los obstáculos dentro de su carrera, la peor situación, la pregunta más complicada de su examen: hasta tal punto se había acostumbrado, ya, a entender la vida como un conglomerado de hechos y de voces en las que, invariablemente, estaba –o debía estar– Sofía.
La madrugada del 19, Leonardo decidió que era un buen momento para terminar con los libros: de nada sirve estudiar a partir de ahora, un médico también se recibe con un cuatro, se dijo, recordando, una vez más, una conversación con Sofía. Esas charlas eran curiosas, porque ella aportaba la irrealidad propia del arte, y él pretendía las pruebas irrefutables de la empiria. A ambos gustaba el hecho de azuzar al otro, con frases más convincentes y absolutas que valederas. La que Leonardo recordó esa madrugada, en particular, quedó por mucho tiempo como un eco irresuelto en su mente, aunque obviamente frente a ella la redujo a un puñado de falacias: No puede ser que un médico, alguien que resuelve si vivo o si muero, se haya recibido con un promedio de cuatro en su carrera, Leonardo; alguien que sabe un cuarenta por ciento de lo que tendría que haber aprendido pretende curarme, le había arrojado, Sofía, a la cara, divertida, burlona. Prefiero un cineasta –continuó– que aprendió el cuarenta por ciento: ahí el único problema es volver a la boletería y exigir que te devuelvan la plata de la entrada.
Leonardo cerró el libro que para ese momento era, no cabía dudas, un mamotreto de datos incomprensibles, y se dispuso a darse una ducha. El agua caía pesada sobre su espalda contracturada, sobre sus brazos debilitados y cansados, las musculosas piernas que no soportaban el peso de su cuerpo. El examen sería al mediodía, por suerte, y tendría tiempo de dormir, o al menos de retomar su estadía en el mundo de los vivos.
Salió del baño mojado y desnudo, evitando mojar los papeles desparramados en su departamento chiquito de estudiante universitario. A la vez que caminaba a la cocina se iba secando el cuerpo, retirando como una turba enfurecida las gotas de agua que habían decidido alojarse, plácidas, en cada uno de los vellos de su cuerpo. Si pretendía tomar este lapso como un momento de relajamiento anterior al final, no lo estaba logrando, pues actuaba con la aceleración propia de quien decidirá, en unas horas, su suerte, su destino. Actuaba acelerado, frenético, ansioso: prendió la hornalla mientras también encendía un cigarrillo mientras ponía la pava al fuego mientras también pensaba que cuando Sofía quedara embarazada dejaría el cigarrillo mientras terminaba de secarse el cuerpo mientras se debatía en llamarla o no llamarla mientras también preparaba el mate mientras iba al baño a dejar la toalla húmeda mientras repasaba si había memorizado bien las enfermedades que producía el cigarrillo mientras también acomodaba los papeles de la mesa de la cocina mientras apagaba la pava y se sentaba a la mesa. Allí se detuvo, de repente, extasiado, en seco: habría que decidir la fecha de casamiento. Ese mediodía se definía su futuro, su verdadero futuro, aquello que le trazaría el sendero de la dicha de por vida: recibirse. Casarse. Todo cambiaría en apenas veiticuatro horas, en ese mismo día, que comenzaba con la ansiedad de una ducha y unos mates, terminaría en brazos de Sofía, en ese mismo departamento, formalizando así la unión que más adelante el registro civil legalizaría: esa noche, técnicamente hablando, ellos estarían casados, puesto que el único requisito que se habían impuesto ambos era que él, Leonardo Molina, se recibiera. Habían decidido, también, postergar los festejos, las salidas con amigos, la cena, hasta después de que Sofía presentara su trabajo en el Instituto: tengo la idea, pero no puedo escribir el guion, le había dicho bastante angustiada en la última conversación que habían tenido. Esta noche el doctor Molina te lo escribe, le contestó él, feliz, sintiendo próximo el momento del reencuentro, a un paso del futuro que había empezado a soñar y que se estaba concretando, el perfecto movimiento de la pieza en tablero de su vida. Los dioses, él no lo sabía, enmarañaban pícaramente los escaques, por el sólo hecho de desafiarse y de guardar nuevas partidas memorables en los anales del Olimpo.


XXVII

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