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Actualizaciones en lo que va del tiempo:

• El diálogo • Viejas locas • "Presidenta" (O cómo intentar el ninguneo incluso desde el nombre) • Perdonar es divino • Carta abierta a Fito • Macri y su viento en la cola • Soy empleado estatal • Consideración de la luna en el poniente • Ya tengo mis bodas (y mis bolas) de porcelana • Eros • Sacalo Crudo • Avisos clasificados, rubro "Varios" •Piza, birra, faso (soneto estrafalario) • Varela Varelita • Indómito destino




domingo, 31 de agosto de 2008

Una madrugada

I

una madrugada
juego de dormir y no dormir
hábito de encontrar piernas que abrazar
pieles distantes pero todavía juntas

y despertarse frente a un espejo
solo y los ojos destellantes
y preguntarse qué ha pasado
dónde
el relato se cortó y sólo quedaron los despojos
este cuerpo tirado en una cama solo
una madrugada y yo haciendo frío


II

es tarde me digo pruebo el vino
cepas de fiestas y nada en el vaso
caminos errados que esperaban un limbo
y el yo siempre solo que se acostumbra a estarlo

una voz un teléfono una pregunta
un orden que nunca te sostuve ni ya me interesa
hay partidas y hay nacimientos en mis cajones
donde guardo fotos y recuerdos
inmateriales instantes de lo que fuimos
y ya nunca seremos
y quizás nunca tuvimos


III

había empezado a entenderme
explicar el letargo de estos años
mis ojos dormían y engañaban la mente
en sueños borrosos
no me interesa saber qué te pasa
con estas fuerzas apenas si logro
bañarme afeitarme comer cada tanto

hay a lo lejos una vida sin vos
pero cuesta tanto

sábado, 30 de agosto de 2008

Tal como lo habíamos anticipado, esta vez le toca a Borges.

No haré aquí ningún tipo de análisis del cuento, porque abrumaría. Es, a todas luces, perfecto: en su forma, en su trama, en su sintaxis.

Borges llenó mi adolescencia, lo cual es nada, porque también llenó la literatura nacional. Pero por el primer hecho puedo hablar y no se generan controversias. Y "Las ruinas circulares", precisamente, fue el primer cuento de él que leí, a los 14 o 15 años. Eso me llevó a El Alpeh y luego a Ficcciones, libro que le distraje a mi tía y aquí, públicamente, lo estoy admitiendo, dado que el delito prescribió. Luego me dediqué a las poesías, que nunca me gustaron demasiado, y más tarde Germán me regaló El libro de arena. Después seguí con El hacedor, un librito íntimo y muy bueno, y uno de los de Bustos Domecq (el seudónimo de Borges y Bioy). La Facultad me llevó a comprar Otras inquisiciones y El tamaño de mi esperanza, y finalmente alguien, prefiero olvidar quién, allá por los felices 1999 o 2000, me regaló los cinco tomos de las Obras completas.

Hay mucho, muchísimo material crítico y bueno sobre Borges. Yo recomendaría, así en vuelo rápido de memoria, el libro de Beatriz Sarlo, el de Sylvia Molloy y el de la amable, querible, respetable Ana Barrenechea. Pero jamás el horrible libro de Alicia Jurado, del que, no obstante (algo bien borgeano: siempre de un libro malo se saca algo bueno) transcribo un parrafito que permite "leer" la intertextualidad del epígrafe del cuento:
En una deliciosa obra del matemático Lewis Carroll, Through the looking-glass, que describe otro sueño de Alicia, la del país de las maravillas, los movimientos de los errabundos personajes van configurando las jugadas de un vasto partido de ajedrez. Éste se describe en página aparte, con diagrama, y vemos que la serie de los capítulos corresponde a las alternativas del juego. A Borges, que tantos libros ingleses leyó de niño, debió de encantarle la imaginación de Carroll, basada en el absurdo y en el humorismo [...] debió de complacerle, también, la idea de un rigor matemático en la trama de un cuento que, sin desmedro de la fantasía, la encauzara dentro de normas ineludibles.

•••••

Jorge Luis Borges
(1899–1986)


Las ruinas circulares
(El jardín de senderos que se bifurcan (1941;
Ficciones, 1944)




And if he left off dreaming about you...
Through the Looking-Glass, vi


NADIE LO VIO desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.


El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada días las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido. . . En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer—y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches, después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

Está acá

Soja não têm fim

La punta del iceberg del "conflicto" con el "campo" fueron las retenciones • Sin embargo, sabemos que existen otras cuestiones conectadas, que fueron hábilmente invisibilizadas en la agenda • El programa televisivo "La Liga", de TELEFE, emitió el martes pasado un interesante informe


No es difícil, a medida que pasa el tiempo, volver a dimensionar la cuestión del proyecto económico-político del país más allá de una cuestión egoísta y mediática respecto de cuánto quiero llevarme (uno y otro lado simplemente cacarearon acerca de eso). Las retenciones a las exportaciones de la soja y otras oleaginosas fueron defendidas oficialmente, al comienzo, poco menos que como una medida ecológica que evitaba la "sojización"; luego, como un intento de industrialización de la agricultura y el fomento de las economías locales y regionales; finalmente, en el Congreso, lo que se presentó, defendió y rechazó fue una simple medida impositiva, con un accidental votante que torció la decisión que él mismo, en virtud de su investidura, sostenía.

"El campo", en cuya historia se cuentan lealtades, apoyos y alianzas abominables, ganó en ese proceso, en buena medida, la cuestión mediática en la que hoy por hoy se suelen dirimir y/o posicionar las tensiones sociales, políticas, económicas y hasta legales, desconociendo los beneficios que objetivamente un paradigma económico de subsidios y aliento al latifundismo y las megaexpoertaciones les brinda cotidianamente. Gobierno y "campo" son, más o menos, lo mismo, aunque los fundamentalistas de uno y otro lado intenten diferenciarse como el agua y el aceite.

En ese contexto, es deseable que se reconsidere la cuestión de qué y cómo se cultiva, para quién y en función de qué. Es una cuestión económica y, por esto mismo, es la base de mucho más: en definitiva, es una cuestión política. Alfredo Zaiat escribió al día siguiente (se nota que le pagan por hacer lo mismo que acá hacemos, ad honorem) respecto del programa "La Liga" y su informe sobre la soja, y sus efectos y consecuencias económicas, sanitarias, sociales, ecológicas, etc. Como creemos que es imprescindible verlo para devolver la cuestión a sus cauces, acá te lo ofrecemos. ¿Dónde si no?

Imperdibles las declaraciones del energúmeno (Verbitsky dixit) cuyo diente apareció luego de alguna tanda.

• Primera parte del informe



• Segunda parte del informe



• Tercera parte del informe



• Cuarta parte del informe





jueves, 28 de agosto de 2008

Recibí el texto que transcribo de un correo en una lista de opinión docente, cuyo remitente es este fulano • Como no es la primera vez que se propone "pensar formas creativas de lucha docente" y esta pareciera ser la bucólica manera, me pareció interesante analizarlo unos instantes
(Aclaración imprescindible: -Alcoyana, Alcoyana- está hablando de la ESB Nº 25 de Tandil, no de la ESB Nº 25 de La Matanza, cuac)

Docentes de la Escuela Secundaria Básica 25 pintaron el edificio durante la jornada de paro

25.08- También trabajan los fines de semana para reacondicionar el establecimiento. Utilizan dinero de su bolsillo para comprar parte de los elementos con los que llevan a cabo la tarea. “Sirve para motivar a nuestros alumnos”, consideró la directora, Patricia Rivera.


Un grupo de docentes de la Escuela Secundaria Básica 25, que funciona en el turno mañana en el edificio de Rivadavia y Vélez Sársfield, realizaron trabajos de pintura durante la jornada de paro del último jueves.
Las maestras, encabezadas por la directora del establecimiento, Patricia Rivera, llevan a cabo la iniciativa durante los sábados y domingos, a lo que ahora le sumaron los días en los que no dictan clases en reclamo por una recomposición salarial.
“Venimos los fines de semana, las profesoras de matemática de 7mo. y 8vo. y las dos preceptoras. Queremos cambiarle un poco la imagen a la escuela. Consideramos que cuanto más lindo está el edificio, más ganas dan de venir”, manifestó Rivera.
“También sirve para motivar a nuestros alumnos, para que vengan a la escuela y sientan que es un lugar acogedor”, agregó.
La acción de las docentes es por demás loable, puesto que sacan de su bolsillo el dinero para comprar parte de los materiales con los que están reacondicionando el edificio.
“Los pinceles y la lija los ponemos nosotros; la pintura la donó Pinturería Sarmiento; y el látex, el señor Julio Elichiribehety”, contó la directora ante la consulta periodística.

Por los
alumnos

Infinidad de opiniones sostienen que la educación argentina está en crisis, ya sea por el salario de los maestros, la infraestructura de los establecimientos, el nivel de enseñanza docente o la educación que a la postre demuestran los alumnos.
La iniciativa de este grupo de mujeres es un gran ejemplo para empezar a cambiar la situación desde lo micro. Así lo define Rivera: “Esta es una forma de empezar a querer a nuestra escuela, más allá de todos los problemas salariales que tenemos, porque nosotras hicimos paro. Dejamos de lado nuestras cosas personales para ocuparnos un poco de la escuela, que es donde pasamos la mayor cantidad de horas”, reflexionó.
Pero sobre todo, la acción tiene como destinatarios a los alumnos, con el fin de elevar la calidad de enseñanza y, por consiguiente, su formación, argumento de toda la estructura educativa.
“Los chicos valoran mucho esto que estamos haciendo”, comentó Rivera, y recordó que el año pasado, acompañados por profesores, pintaron un aula externa, acto que también rebate a aquellos que observan desinterés del alumnado en la educación.

De los maestros
y los paros

La directora destacó la “muy buena voluntad” que tienen todas las docentes que colaboran con la iniciativa de pintar la escuela, lo que explica que lo hagan durante los fines de semana, que es su tiempo de descanso, y más aún en las jornadas de paro, puesto que al mismo tiempo que reclaman un salario más justo contribuyen con la estructura educativa pintando la escuela y utilizando dinero de su propio bolsillo.
La jornada de protesta también fue uno de los temas de diálogo en la visita que este Diario hizo al establecimiento, ya que un sector de la sociedad se manifiesta en contra del reclamo con argumentos que Rivera rebatió.
“Los que piensan que tenemos tres meses de vacaciones, están equivocados. El 30 de diciembre recién terminamos con toda la documentación, el 1 de febrero ya estamos en disponibilidad y el 7 empezamos con las mesas de exámenes”, detalló la directora.
“Y a los que dicen que sólo trabajamos cuatro horas, les digo que eso también es mentira. Nuestra labor no es ir a la escuela y dar las clases. Hay que prepararlas y repasar todos los temas”, acotó.

Pintura,
se busca

Las docentes comenzaron las tareas en la preceptoría, que es donde reciben a los padres y por eso quieren “que esté presentable”.
Tienen la intención de seguir, “aunque sea con el salón de actos, que está muy feo y es lo primero que se ve”, contaron, por eso necesitan pintura para interior de cualquier color, pinceles y rodillos. “Si nos ofrecen un pintor, también aceptamos”, bromearon.
En el final, aprovecharon la oportunidad para agradecerle a la Universidad Barrial, que les donó tres computadoras; a Jorge San Miguel, que donó un televisor y un DVD, porque no tenían equipamiento para dar clases con soporte audiovisual; y en conjunto a San Miguel y Néstor Auza, que donaron la Bandera de ceremonia, luego de un año que no contaran con el pabellón nacional para los actos patrios.

Lo sacaron de acá



¿Qué es un paro?

Ya conversamos en otras ocasiones al respecto, así que no abundaré. Sólo voy a recalcar que los paros de cualquier naturaleza se dan cuando el asalariado considera vulnerados sus derechos laborales, y por lo tanto realiza acciones de presión sobre el empleador, que afecten directamente sus fines, es decir, su producción (en última instancia, su capital) Llegado el caso, la autoridad de aplicación (por ejemplo, un Ministerio de Trabajo, o la Justicia) dirimirá si se trata de un reclamo legal o ilegal, etc.

En el rubro de la educación pública, la cosa es algo distinta. Básicamente, porque no se trata de una "empresa" y, por lo tanto, no hay "producción" (en el sentido de manufactura) que se afecte. No obstante, podríamos pensar con Bourdieu en categorías como capital simbólico y, desde esta perspectiva, producción del conocimiento. Si este fuera el caso (aunque es medio peligroso, creo, desde una visión materialista plantear conceptos parecidos a esto de escuela como fábrica productora de capital simbólico, por las tergiversaciones a que seguramente daría lugar, para llegar al mismo sitio eficientista-economicista en que ahora se está), un paro docente estaría afectando la producción de conocimientos que previó el empleador (el Estado). Sin embargo, cualquier persona está en condiciones de entender que la producción simbólica excede ampliamente el aula y que la medida de fuerza es en sí misma (o debería ser) un contraconocimiento, es decir, un conocimiento crítico en relación con el statu quo.


¿Qué es un paro "a la japonesa"?

Se suele llamar de este modo a la medida de protesta que consiste en sobreproducir las manufacturas o productos, de modo tal que, al aumentar la cantidad de mercancías, por la ley de la oferta y la demanda, se estaría obligando a que sus precios cayeran en el mercado en que circulan. Una (ingenua, creo yo) medida bien capitalista en sintonía con el capitalismo nipón, que no sé cómo resolverá cuestiones tales como el acopio, el desabastecimiento, etc. Pero que si funciona allá, no permite suponer que acá andaría igual de bien. Nuestros bienintencionados empresarios nacionales suelen conocer vericuetos creativos tales como arrojar al Río Negro toda la producción de manzanas (ni hablar de la leche que hace un tiempo vimos derramarse en los caminos), o decretar luego suspensiones masivas de turnos y/o empleados por sobreabundancia de stock.

Amén de lo anterior, una saturación de mercancías en el ámbito de la educación sería, mutatis mutandi, más producción de conocimiento: más estudio, más aprendizajes. Esto, paradójicamente, para devaluar el precio de esas "mercancías" en el mercado del conocimiento. O dicho de otro modo: para hacer más funcionales esos conocimientos y esos aprendizajes (a esos alumnos/as), más inservibles, portadores de capital simbólico cuyo precio de mercado es menor al que hubiera habido sin el paro "a la japonesa"

Algo de eso hay en lo que hicieron (bienintencionadamente, creo) en esa escuela tandilense. El Estado está completamente replegado en el conurbano y en el interior. Las escuelas son autogestiones de las Asociaciones Cooperadoras, cuando existen y pueden, y/o directamente de los mismos docentes. El Estado provincial, con suerte, sostiene cupos de comedor miserables, porque con la comida no se jode (se incendia la provincia) y porque permite más de un "alto curro" en los Consejos Escolares, donde una maraña de funcionarios, proveedores, facturas y guita negra se consustancian mejor que en la comulgación católica. Es entendible que un grupo de docentes considere que las jornadas de protesta pueden facilitar el trabajo en equipo, la solidaridad, el sostenimiento de la educación pública, etc. Y que de ese modo logren realizar las mínimas tareas de mantenimiento que el Estado no brinda: pintura, mobiliario, insumos. Un buen vecino dona un DVD, otro buen vecino una Pentium II, y hasta a mí me dan ganas de llevarles un Segelín para que cuenten con lo último de la tecnología.

Y esto no cambió en nada la relación del Estado con la educación pública. Es más, es un perfecto paro "a la japonesa" en tanto devalúa (desvirtúa) los valores que intentó propender, y que quedan obturados por la ausencia del Estado como garante y responsable inalienable del derecho a la educación. ¿De qué modo se logra poner en emergencia y en crisis este no-rol del Estado? ¿De qué modo se puede producir conocimiento crítico, sin terminar cristalizando el statu quo? Estoy casi convencido de que no sería con un paro "a la japonesa". Habría que inventar el paro "a la bonaerense"

miércoles, 27 de agosto de 2008

En La Nación de hoy, informan que un estudio que divulga la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, arroja como resultado que es gratificante para los monos capuchinos dar alimento a otro mono de su entorno social/familiar. De este modo, creerían estar encontrando bases biológicas a emociones y sentimientos también presentes en el hombre.

Si esto fuera así, dos tercios de la humanidad no viviría en la indigencia o la pobreza, ni habría hambre en el mundo. Evidentemente, si algo está fallando, no es en la naturaleza ni en la biología, o sí, pero Dios no tiene tiempo de ajustar las clavijas de su obra, atento como anda en recuperar socios para sus clubes eclesiales de barrio. Encima, a este fiel vasallo divino le coartan las iniciativas
más novedosas de marketing beato...

martes, 26 de agosto de 2008

Machuca aprende

Un nuevo cuento • No sé si les conté, pero una versión aggiornada de Disciplina escolar anda concursando en la Municipalidad de La Matanza, y quedó como finalista • O sea que entrará en una antología que se publicará con los 20 seleccionados • Este que acá les doy me parece que va a otro concurso


Esa madrugada fría, Machuca abrió raudamente la puerta de calle. No andaba nadie a esa hora y él sabía cómo hacer para que hasta la cerradura más retobada cediera silenciosamente ante sus habilidades. En sus diecinueve años había aprendido demasiadas técnicas para demasiados planes, aunque éste era, de lejos, el que mejor había ideado.

Cerró suavemente, mirando a todos lados en la oscuridad, como un animal que en medio de la noche se sabe apresado o libre en cada movimiento. Escudriñó con una sincronización profesional, porque todo su bagaje de conocimientos se resumía en ese calcular cada paso y estar previendo el siguiente. Frente a la puerta, ya lo sabía, se encontraba la mesa familiar, y a la derecha el televisor, la cocina y la pileta. Más allá, la abertura que daba al pasillo y los dos dormitorios y la puerta de afuera, por donde se salía al baño y a la otra habitación, la del hijo mayor de la casa. Respiró hondo, y al acomodar las pupilas a la tenue luz del ambiente, logró abarcar frente a él la silueta del mueble. Se detuvo con la respiración entrecortada y pensando sus siguientes acciones.

Machuca había sido siempre, para todos, “El Chori”, excepto en la escuela y ahora, en la fábrica: estaba trabajando en una metalúrgica a la que había entrado porque necesitaban un aprendiz de tornería para sacar una producción. Al principio le pagaban al final de cada jornada, en negro: una miseria que no justificaba estar encerrado doce horas. Pero era lo que había, y no lo iba a dejar pasar: Es cuestión de esperar –se decía– alguna vez aguantar va a servirme para hacer, por fin, una buena.

Se contaba que le habían puesto “El Chori” porque en cierto cumpleaños, cuando tenía dos o tres años, había probado por primera vez un choripán, y luego de terminarlo pidió otro, y otro, y otro. Dependiendo de quién lo narrara, había engullido, uno, diez o cien. Y sobre esta cuasiverdad luego se fue reelaborando el mito del apodo: que puteó en una semilengua divertida a la abuela del parrillero; que se alzó con el gancho de chorizos y salió corriendo hacia su casa; que amenazó de muerte a todos los presentes si no le daban en ese mismísimo momento todo el asado. Al relato del apodo se sobrepuso el mito del personaje, y así, desde que recuerda, él siempre fue El Chori y siempre –también– el matón de la casa. Nunca le quedó claro con qué intención le contaban la historia, si para censurarlo o para convencerlo de su destino, pero lo cierto es que, finalmente, un buen día, a los once años, se sintió por primera vez “El Chori” y fue el más respetado entre los pibes.

Todo empezó porque uno de los amigos que se juntaban en el campito llevó una cuchilla de su casa. No servía para jugar, pero alguna utilidad habría de tener, y El Chori fue quien rápidamente la encontró. Vamos a la plaza, les dijo a los otros tres, y se guardó el arma entre la remera y el pantalón. El frío y el peso del metal ahí, al alcance de la mano, fue una caricia y fue un impulso, y a los veinte minutos fue un resultado: treinta y dos pesos y un reloj. Y fue también un poder de convicción: como la idea había sido de él, la mitad era para él, y el resto se repartía entre los otros. En realidad los demás se habían quedado inmóviles, extasiados y temerosos al ver al Chori en acción, saltándole como un puma al viejo, desde atrás, indefenso, sin darle tiempo a nada, poniéndole en el medio del cuello el filo del cuchillo y torciéndole la cara con la mano izquierda. Pura intuición, una lección que aprendió ese día: ser frío, sereno, y dar el primer paso. La otra lección fue saber marcar quién manda. En ambas, estaba aprobado.

Donde no estuvo nunca aprobado fue en la escuela. Allí sí era “Machuca”. En realidad era “Machuca, Braian Alberto”, pero, la mayor de las veces, era “Machuca”, a secas. Había repetido segundo, cuarto y sexto grado. Pero no le importaba demasiado, ni a él ni a la familia. Cinco hijos para criar y el mayor ya se había echado a perder; por lo tanto, tenía cierta libertad para manejarse en la escuela así como lo hacía en la vida, sabiendo moverse y dejando en claro quién mandaba. Más de una vez pergeñó alguno que otro plan para apretar a alguna maestra y que le pusiera todo “satisfactorio” en el boletín, ese que dejaba displicentemente al fin de cada trimestre sobre la mesa del comedor, para que alguien se dignara a firmarlo sin mirar. Con el tiempo comprendió que lo mejor era aguantar, porque las maestras conocían hasta su grupo sanguíneo, y no valía la pena caer por algo así. Sin embargo, más o menos para esa época fue cuando decidió reventar la primera casa de su historia, y fue, precisamente, la de la directora. ¿Qué culpa tenía él en el hecho de que citaran a sus padres a la escuela y ellos nunca fueran? Sí, era cierto que ninguno trabajaba en algo fijo, que changueaban como podían y que tenían horarios libres. Machuca les dejaba sobre la mesa la citación pero ellos la usaban para hacer una especie de cenicero chiquito donde desagotaban la yerba usada del mate y enterraban los puchos. Entonces fue cuando eligió la casa de esa buena mujer que, al fin y al cabo, era también una presa más en la selva donde él se estaba haciendo el mejor puma.

Se dedicó dos meses a estudiar el terreno. En su mente tenía un croquis detallado de todas las entradas, ventanas y salidas. Y en tanto ir del aula derecho a la dirección, había logrado confesiones invalorables de la incauta docente, que vivía en el barrio con sus dos hijos y sin siquiera un perro. Una de las últimas veces, casi en el fin del año, en esas penitencias en las cuales la mujer intentaba inculcarle los valores de una vida digna, mientras llenaba y llenaba papeles, atendía a padres, respondía el teléfono y corría a la cocina porque el proveedor había entregado menos papas, Machuca obtuvo el dato preciso: la directora se iría con sus hijos de vacaciones a Entre Ríos, una semana, en enero. A partir de ese día sus pensamientos fueron un vértigo de pasos y etapas, en las que decidía cómo entrar, qué llevar y dónde reducirlo. Y, una tarde de verano, luego de vigilar todos los días, comprobó que, efectivamente, la mujer había dejado su hogar.

No pudo cargar mucho, pero se llevó unas cuantas cosas chicas por las cuales Agüero le dio trescientos pesos. El Chori sabía que, en conjunto, todo eso valía más de mil, pero el viejo Agüero era el único en el barrio, lo único a mano. Algo debe de haber salido mal, y todavía hoy no sabe explicar qué, pero a los dos días apareció el patrullero en la canchita, y el más gordo de los dos gordos con gorra lo calzó desprevenido y lo metió en la parte de atrás. Le dieron una paliza machaza en la que nunca lloró, aunque le dolían todos los huesos. Y le dijeron que era una advertencia, porque veían que era un pibe y que podía ser una travesura. Pero que la próxima vez sería peor y que le iban a hacer un par de causas. Que se cuidara, que ellos siempre vigilaban lo que pasaba en el barrio. Y que también protegían… Pero no le dijeron qué, y él no supo comprender. Lo dejaron a los dos días en la puerta de la casa, y se fueron. Los padres, que algo sabrían o intuirían, simplemente le dijeron que lo mejor sería que él, con trece años, tuviera su independencia, y que viera de amontonar las porquerías del cuartito de atrás para armarse ahí su piecita.

En marzo no quiso volver a la escuela. Estaba convencido de que lo importante de la vida se aprendía solo, y que en el colegio nada útil había para él. En realidad, quizás, no se animaba a cruzarse con la directora, mirarla a los ojos. Pero se justificaba pensando que en ese verano había terminado de entrenarse. Y ya no le hacía falta estudiar: sus padres habían concluido la primaria y ahí estaban. A él no le iba a pasar lo mismo. Él había sido El Chori, desde siempre, y en la escuela era un Machuca más. ¿Vos sos Machuca, el que siempre repite? le había dicho la maestra el primer día de clases de su primera vez en sexo grado. También le decía Machuca, Machuca, no aprende ni se educa, quizás creyendo que de ese modo lograría que él se diera cuenta de cómo funcionaban las cosas en la vida. Algo logró con ese dístico la docente, pues, finalmente, en marzo, Machuca decidió no recursar el sexo grado y dar por acreditados sus estudios.

A partir de entonces nunca más trabajó en su barrio. Comenzó a entender que el costo de tomar un colectivo para estudiar otras zonas era una inversión. A los quince años ya contaba con un pequeño capital, un par de fierros y una moto. Y quizás ese mínimo mundo hubiera determinado a cualquiera a manejarse en sus ínfimas fronteras, pero no a él. Por eso comenzó, por segunda vez, a idear una buena, una grande: una joyería en San justo, nada menos. Necesitaba un socio o, mejor dicho, un empleado, que fuera aprendiz y aceptara que él era el jefe. No fue difícil decidirse porque, a medida que El Chori fue cada vez más “El Chori”, solitos venían a querer acoplarse. Nunca les había dado cobijo pero, esta vez, necesitaba a uno. Un perejil que hiciera de campana mientras él, limpiamente, vaciaba el negocio. Finalmente se decidió por alguien, y comenzó a pasarle los detalles imprescindibles del plan. Sólo esos, no fuera que avivara un gil. Se sentía importante escamoteando los datos, respondiendo simplemente vos ocupáte de lo que te digo, acá mando yo. Tenía todo resuelto, inclusive las partes de cada uno: Para vos, el veinte, y para mí que soy el jefe acá, el que tuvo la idea y pone el cuerpo, el ochenta. Y era un buen trato para ambos, teniendo en cuenta que el otro estaba en la etapa de aprendizaje, esa que él ya había modelado a su antojo.

Llegó el día y, como aquella otra primera vez en casa de la directora, cuando decidió dar el primer gran salto, algo salió mal. El pibe esperaba con la moto en marcha, él tenía todo embolsado y estaba por salir, pero a lo lejos se escuchó un remolino de sirenas por doquier, y sólo atinó a arrojarle al compañero el botín. Se dejó llevar por el miedo, se sintió atrapado y cometió un error: el aprendiz arrancó quemando las gomas en la calle y giró en la esquina con la bolsa en la mano. El Chori se quedó estupefacto unos segundos, viendo como el perejil se llevaba el veinte y el ochenta también, pero reaccionó y se largó a correr, en la misma dirección que la moto. Cuando dio la vuelta, vio cómo desde un patrullero disparaban, y a la moto sin control estrellarse contra una pared. Se paró en seco, y se escondió entre unos autos. Transpiraba miedo pero dominaba la situación. Había sido un instante de error, pero por suerte no fue él quien terminó muerto. En algún momento creyó que ya podía salir de su escondite, mientras allá, a tres o cuatro cuadras, un mar de uniformes azules y de patrulleros recomponían una situación que, para él, significó algo más que un plan fallido. Si aquella otra primera vez no le había servido como advertencia, ésta comenzaba, en cambio, a definirse como tal.

Caminaba por las calles como si fuera un peatón más, aunque le temblaban las piernas y el corazón le latía como nunca. Tenía ganas de llorar y al mismo tiempo de reírse, aunque en realidad lo de lo que tenía ganas era de volver el tiempo y llegar a ese asado, ese cumpleaños, y explicarles a todos que él ya no quería (o que nunca quiso) ser “El Chori” Caminó rápido, pero llegar hasta la parada del colectivo le pareció una eternidad, quizás porque se demoraba en cada paso mirando a los costados, adelante, atrás. De lo que siguió en esa tarde recuerda poco, imágenes difusas del recorrido de siempre que refulgía ante sus ojos como si fuera un mundo nuevo. Al día siguiente, cuando se despertó en la desvencijada cama de su pieza en el fondo, creyó por un momento que todo había sido un sueño y se propuso, para comprobarlo, encontrarse con su ayudante. Al llegar a la esquina de la casa del pibe se frenó en seco cuando vio el patrullero estacionado, y a la madre llorando frente al oficial. Por suerte la moto era robada y no estaba a su nombre, y por suerte también la mujer no conocía al Chori. Pero no pensó en nada de eso: volvió a ponerse en blanco, a sentirse acorralado, y giró sobre su rumbo. Anduvo caminando por ahí todo el día, sin otra intención que andar y andar, pisando la tierra como quien aplasta recuerdos. Caminar sin rumbo es olvidar el camino, es encontrar una salida, y El Chori tenía que encontrarla pronto.

La semana que siguió salió poco y nada de su casa. Nadie allí se explicaba esta actitud, pero tampoco nadie le preguntaba qué le pasaba. El Chori ya era grande y sabía lo que hacía, por lo que tan suya era la decisión de salir todos los días y volver muy tarde a la noche, como lo era la de quedarse todo el día encerrado. Apenas si abandonaba su refugio para comprar cigarrillos, si es que no mandaba a alguno de sus hermanos. De a poco fue animándose, pero nunca se dirigió para el lado de la casa del pibe ni a lo alrededores de la comisaría. A medida que fue convenciéndose de que todo se había cerrado con un muerto y, quizás, la recuperación de la mercadería, fue animándose a recorrer el barrio con una mirada desconfiada y triste.

En una de esas ocasiones volvió a ver, después de tanto tiempo, a la directora. Ella lo saludó cortésmente, como si realmente lo recordara y lo hubiera perdonado. Él no quería conversar con ella, no podía mirarla a los ojos, no entendía por qué tenía esas ganas de largarse a llorar como un nene de siete años, mientras ella le preguntaba qué era de su vida, qué estaba haciendo, y si había terminado la escuela primaria. El Chori sólo respondía monosílabos, y cuando creyó que la maestra le recriminaría aquel pasado, aquel defraudarla en su confianza, intentó desembarazarse explicando que estaba apurado. Ella le contestó que se lo entendía, y al despedirse, antes de darle un beso, le dijo que si estaba sin estudiar y sin trabajar, por qué no aprovechaba el tiempo y hacía algún curso en la escuela profesional que había en el recreo del sindicato, que ella conocía a alguien de ahí y que no iba a haber problemas en que entrara, aunque no fuera fecha de ingreso. Y que pasara por su casa más tarde así, si a él le parecía, le daba tiempo de llamarlo y pedirle este favor. El Chori sólo pudo decirle que sí, nervioso, y volvió rápido a su casa, sin saber qué le pasaba.

Lo que siguió fue, más o menos, un vértigo de sucesos que él no calculó ni dominó. El Chori fue esa tarde, como un autómata, a la casa de Silvia, la directora, quizás más porque necesitaba sentir que alguien le demostraba que lo quería tal cual era, que por otros motivos. Y por esa gratitud y esa deuda que sentía por ella (aunque jamás hubo un atisbo de recriminación en las palabras de la vieja directora) también por ella fue, callado y sin entender qué hacía, al sindicato, a averiguar lo de los cursos. Y se anotó en el de tornería. Y al poco tiempo ya era el mejor de la clase y el instructor le decía que necesitaban aprendices en una metalúrgica, en la que al principio se entraba en negro y por doce horas pero que, si trabajaba bien, podían llegar a tomarlo por ocho horas más extras, y ponerlo en blanco, esa situación que en su casa sólo se conocía por mentas y que permitía tener un recibo y comprar en cuotas y usar obra social.

Algo extraño sucede con la mente cuando quiere redimirse de sus recuerdos, y quizás ese fue el motivo por el cual los siguientes cuatro o cinco meses fueron, para El Chori, un ostracismo consciente, sólo quebrado por su labor en la fábrica. Salía y comía algo en el colectivo, camino al colegio, para terminar el curso de tornería. Su vida se resumía en esos hábitos que se cortaban, angustiosamente, los domingos, cuando no había dónde ir. Entonces se quedaba en casa, y nadie le preguntaba qué le pasaba, en qué andaba. Y él tampoco sentía necesidad de explicar mucho. Es cuestión de esperar –se decía– alguna vez aguantar va a servirme para hacer, por fin, una buena.

Esa madrugada, llegó a la casa que se había convertido en su último y mejor objetivo. A oscuras, abrió sigilosamente la puerta de calle, pues no quería que nadie se despertara. Su cuerpo, que adentro era de diecinueve años pero por fuera tenía las marcas de la eternidad, escudriñó como un animal que en medio de la noche se sabe apresado o libre en cada movimiento. Respiró hondo, y luego de lograr abarcar frente a él la silueta del mueble, sin prender la luz, dejó sobre la mesa su primer recibo de sueldos. Sabía que al día siguiente nadie lo miraría, ni le preguntarían qué era eso. Pero allí, bien arriba, decía “Machuca, Braian Alberto”.

Al traspasar la puerta del fondo para ir a su pieza, se despidió para siempre del Chori.

sábado, 23 de agosto de 2008

El cuento que sigue también está ubicado en la serie de lo fantástico, que comenzamos en la anterior publicación. No obstante, Cortázar hizo una reformulación del verosímil fantástico borgeano (o de Bioy). No es ésta la única diferencia entre Cortázar y Borges, pero en ella quisiera detenerme unos instantes.

El fantástico borgeano (del que nos ocuparemos en la próxima publicación) es, en líneas generales, metafísico, es decir, es una especie de excusa para el planteo de tesis filosóficas que implican ciertas concepciones acerca del ser, el cosmos, el tiempo, etc. Ejemplos paradigmáticos de esto serían "El Aleph", en donde todo el relato es casi una excusa para llegar a ese sótano donde confluyen todas las confluencias, o "Funes el memorioso". En su última etapa, Borges también utiliza el fantástico para instalar no ya tesis o argumentaciones filosóficas (de otros) sino sus propias cosmogonías y obsesiones, como ocurre en "El libro de arena".

El fantástico cortazariano es de otro tenor: irrumpe en la cotidianeidad, en la insignificancia, deconstruyendo desde una especie de contrafactual la realidad que, entonces, es (y al mismo tiempo no es) fantástica. Este juego de invasiones y repliegues de lo real es patente desde el comienzo de la producción de Cortázar, con Bestiario, de donde extrajimos el cuento que presentamos.

Es superfluo afirmar que todo texto admite infinitas lecturas, puesto que es -como afirmó Barthes- una galaxia de significantes. "Carta a una señorita en París" es, entonces, un potencial de sentidos que cada lector podría construir desde su propias intervenciones de lectura. Sin embargo, allá lejos y hace tiempo, cuando el secundario era la Escuela Media y tenía cinco años, me gustaba en 5º (donde se estudiaba literatura argentina) trabajar teorías críticas y métodos de análisis aplicados a textos concretos. En este caso particular, aprovechaba para despacharme con el postestructuralismo y la deconstrucción (hago un paréntesis: creo que nos pasa a todos los que somos docentes, y tenemos por lo menos una década en ello, el hecho de que cuando "miramos hacia atrás" y reecordamos lo que hacíamos en los primeros tiempos, y cómo los alumnos/as respondían a eso, sufriendo pero trabajando, lloramos. Pero esto no es porque ahora la educación esté en crisis: lo decía también mi querida Graciela Raffo, que nos mataba en la escuela, con respecto a su ejercicio docente de dos o tres décadas atrás. En fin, volviendo al punto... A mis mártires les daba completa la introducción del libro Eagleton, buena parte de la de Fokkema, un par de capítulos de Castagnino que eran pedorros y me encantaba que pudieran discutirlo a partir de los argumentos de los otros dos, etc. Y todo esto en un trimestre ¡Qué tiempos aquellos! Yo era una especie de Panessi-Delfino-Sarlo en González Catán)

El hecho fantástico que irrumpe en este cuento es, obviamente, la cuestión de los conejitos. Podría verse desde el psicoanálisis, desde la crítica marxista, etc. Desde un punto de vista deconstructivista, la clave está en el momento en que el narrador iguala a los conejitos con un poema en una noche de Idumea, lo cual nos lleva a un verso que, si mal no recuerdo, es de Mallarmé y dice, más o menos, «Te traigo aquí a la hija de una noche idumea». Las comparaciones pueden establecer, entre los dos elementos que se relacionan, una igualdad, como en este caso. Entonces, los conejitos son poemas. Son literatura. El narrador, el "vomita-conejos" es traductor, es decir, es lo invisible de la literatura: es un autor que re-crea el texto, pero ausente. Acabo de semicitar un verso de Mallarmé, pero de hecho no leí a Mallarmé en el original francés, sino en una traducción, realizada por alguien (quizás incluso por Cortázar) que jamás será recordado. Nuestro narrador, en definitiva, produce escritura funcional, es un escritor ancilar que, a su vez, se da a conocer escribiendo (una carta), en un espacio no-propio, prestado (el departamento de Andreé, la señorita en París) y que será subvertido por la literatura-conejo.

La cuestión del departamento es más que interesante en el texto, en tanto explícitamente es un sistema, una red de relaciones estructurales (hay párrafos en que se describe el departamento en los cuales uno pareciera estar leyendo a Saussure, algún papel perdido con algún ejemplo nuevo del maestro, del estilo de el del ajedrez), un orden (en sentido socio-jurídico y estético). No es menor que Andreé, la dueña del canon-orden, esté "anclada en París" como diría el tango. Y tampoco es menor el hecho de que los conejos tengan particular animadversión por los libros, los cuales también están ordenados (y por ese mismo motivo, en ese orden son destruidos) por la literatura que nuestro narrador no puede controlar.

Nuevo orden, viejo orden. Canon y subversión. Clave política, también (recordemos que Cortázar en sus mocedades era del grupo de Sur, antiperonista, y que "Casa tomada" -que abre Bestiario, es clásicamente leído, a partir de Sebrelli, en clave política). Un texto plural, decimos de nuevo con Barthes al lado y dictando, un texto riquísimo. Sale con fritas en tu blog favorito.


Carta a una señorita en París
(Bestiario, 1951)


Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enteraría; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.

Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro —quizá, con suerte, tres— cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun—que yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)

Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio.

Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija—ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pudee me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.

Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.

De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)

Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches —sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches— y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.

Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano —yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo—; y se comen el trébol.

Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos —un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses—, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.

No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro —no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha—. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.

Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡ Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vaina esperanza de que no sea verdad.

Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa —usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos— y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido —en su infancia, quizá— que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).

A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.

Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón —porque Sara ha de ser así, con camisón— y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora — En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.

Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes —no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.

He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

Lo saqué de acá

viernes, 22 de agosto de 2008

A partir de anoche, han de estar empezando a entrar de visita los nuevos invitados/as...

Adelante... Adelante... Hagan de cuenta que están en su casa...

Así que, che, me dirijo al resto de los que ya estábamos:

Ojo, eh
  • a ponerse la ropa de salir,
  • a usar la vajilla de visitas
  • y a responder mucho,
que no queremos que los nuevos/as integrantes pasen por la angustia de la página en blanco, como les sucedió y sucede a muchos/as que conocemos y no nombramos...

;)

miércoles, 20 de agosto de 2008

Una linda cancioncita




Lo encontré en: Resistencia y debate

lunes, 18 de agosto de 2008

Clarín informa que la ANSES va a reconocer el derecho a pensión por viudez para cónyuges del mismo sexo, y en una pastillita trae una declaración de nuestra insigne presidenta.

Si hoy sintiéramos que nos estamos cagando de frío como nunca antes en toda la vida, y el termómetro marcara que la temperatura de la fecha es de -20º, ¿diríamos que fue el instrumento el que promovió la realidad?

Nuevas formas de familia serían, digamos, modalidades que no canonizan la ideal, esa que la clase media considera tradicional y cristiana (mamá+papá+hijo/a+hija/o, y quizás un tercer vástago) Hoy por hoy, hay mamá+hijos/as (sin papá), o papá+hijos/as (sin mamá) (algo poco usual, es cierto), y esto tanto por "viudez" como por decisión de no ayuntarse. Hay mamá+hijos/as de otro papá y papá+hijos/as de otra mamá, y también hay mamá+papá+hijos de estos+hijos de cada uno/a de ellos/as con otra mamá y/o papá. Y también hay mamá+mamá+hijos/as y papá+papá+hijos/as. Hay alquileres de vientres y fecundaciones in vitro y hasta habrá clonaciones.

De las anteriores nuevas formas de familia, algunas tienen tutelados todos sus derechos civiles (pensión por viudez, licencias laborales, salario familiar, etc.) Otras no tienen nada. O logran algunos derechos, ocultándose, falseando los datos, invisibilizándose: negándose. Hace 50 años, la concubina, la "otra" no tenía más que el estigma social. Hoy un hijo que nunca fue reconocido termina siendo aceptado ante las cámaras de TV, por el simple tamaño de sus dotes. ¿Y esto sí es "promovible"?

"Reconozco tus derechos pero no promuevo tu nueva forma de familia" ¿Cómo se traduce esto?

viernes, 15 de agosto de 2008

A la distancia, se puede ver con otra perspectiva: el conflicto con "el campo" en la mirada paródica de Capusotto (siempre es bueno volver a ver los videos) • Más allá de la joda: ¿cuántos preconceptos, cuántos "prejuicios", funcionaron -y funcionan- como topoi, en los dos lados? • Fijáte la sutileza: al final del video, unos y otros festejan el mismo triunfo (unos y otros son más o menos lo mismo)



Date una vuelta por Peter Capusotto y sus videos

jueves, 14 de agosto de 2008

La mononeuronal y farandulera Belén Francese acaba de estrenarse como escritora. Cauta y de pocas palabras, consultada por la prensa acerca de su nuevo libro sólo atinó a responder que estaba convencida de que el éxito literario estaría de su lado, y que seguramente recibiría por su publicación un disco de platino en los próximos días.

La literatura fantástica tuvo su cuarto de hora, en buena parte de este hemisferio, alrededor de 1950. En nuestro país, más allá de los precursores (Juana M. Gorriti, Lugones, etc.) que pudiéramos señalar, es innegable que este género cristalizó en virtud del trabajo programático de Jorge L. Borges y Adolfo Bioy Casares.

Con un estilo que quizás pudiéramos denominar "borgeano sin Borges", Bioy cultivó el fantástico de un modo distinto, más íntimo y más humorístico que el autor de El Aleph. No obstante lo anterior, la escritura de Bioy se diferencia más de lo que se asemeja a la borgeana, y "En memoria de Paulina" es una muestra de ello.

Bioy Casares recurre, cíclicamente, al tópico de las mujeres. Tanto si se trata de un relato realista como de uno no realista, las mujeres en la ficción de Bioy constituyen la anécdota nuclear de la trama. Novelas como El sueño de los héroes o La invención de Morel, pero también cuentos como Cavar un foso o Moscas y arañas, presentan mujeres que -aunque no protagonizan- orientan y provocan en buena medida las acciones de los relatos.

Con respecto a la tradición realista y naturalista del siglo XIX, el fantástico constituyó sin dudas la apropiación de procedimientos de construcción del verosímil hasta entonces inexplorados. Haciendo una analogía, podría decir que el realismo y el naturalismo decimonónicos fueron a la fotografía lo que el fantástico al cine. Esta afirmación, que quizás necesitara ser argumentada en profundidad, puede entreverse en dos hechos relativamente sencillos: la ilusión de realidad con que fue leída la fotografía -y aún hoy lo es- obturando sus prodecimientos técnicos (en contraposición al cine, que pronto fue leído en su función de "contar historias", vale decir, ficcionalizar); y en la más o menos estrecha relación entre los escritores realistas del siglo XIX y la fotografía (opuesto a la estrecha vinculación de los escritores del fantástico del siglo XX con la cinematografía)

Este género ha sido analizado desde diversas (y contrapuestas) ópticas. Desde liberador del ser humano hasta políticamente regresivo y conservador, ha sido tildado y juzgado para uno u otro lado según conviniera. Sin embargo, es indudable que buena parte de nuestros mejores escritores del siglo que pasó fueron maestros en esta especie, y esta simple razón debería alcanzar para intentar explicar un género que, como el texto que sigue, han marcado la cuentística argentina.


En memoria de Paulina


Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.

Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.

Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .

A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.

La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó –Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte–, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.

Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.

–Vuelva mañana por la tarde–le dije–. Le presentaré a algunos.

Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.

–Le seré franco–me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín–. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.

Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión .

Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.

Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento , en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un r ato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.

Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.

Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.

Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
–Paulina está mostrando la casa a Montero.

Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.

Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
–Es muy tarde. Me voy.
Montero intervino rápidamente:
–Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
–Yo también te acompañaré–respondí.

Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.

Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:
–Has olvidado mi regalo.

Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.

No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.

Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.

Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.

Al verla, exclamé:
–Estás cambiada.
–Si–respondió–. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
–Gracias–contesté.

Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
–Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados

Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
–Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.

Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
–Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
–¿Quién?–pregunté.

En seguida temí–como si nada hubiera ocurrido–que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
–Julio Montero.

La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
–¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.

Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa Verdad.

Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .

Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.

Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.

Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.

Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
–Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.

Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran–si no para mí, para un testigo imaginario–una intención desleal, agregó rápidamente:
–Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.

Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.

Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.

–Buscaré un taxímetro–dije.

Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
–Adiós, querido.

Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.

Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.

Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.

Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.

Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.

La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.

A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo–seis meses por lo menos–yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como .siempre:
–¿,Tostado o blanco?

Le contesté, como siempre:
–Blanco.

Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.

Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.


Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime in diferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.

Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién seria el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.

Luego–ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve–Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia–que era el mundo entero surgiendo, nuevamente–como una pánica expansión de nuestro amor.

La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.

Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.

Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.

Paulina dijo:

–Me voy. Julio me espera.

Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.

Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.

Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.

No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara... De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos)

Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo–Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado–y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.

Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.

No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.

Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. E1 rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.

¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?

Elegí una imagen de esa tarde–Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo–y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.

Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.

La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.

Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".

Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).

Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. E1 espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.

Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.

No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.

Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.

Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.

Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.

No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.

Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.

Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
–¿Dónde vive Montero?–le pregunté.

Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
–Montero está preso–contestó.

No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
–¿Cómo? ¿Lo ignoras?

lmaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.

Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.

En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
–¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?

Morgan se acordaba. Continué:
–Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
–Nada–contestó Morgan, con cierta vivacidad–. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.

Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
–¿Sabe que murió la señorita Paulina?
–¿Cómo no voy a saberlo?–respondió–. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.

El hombre me miró inquisitivamente.
–¿Le ocurre algo?–dijo, acercándose mucho–. ¿Quiere que lo acompañe?

Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.

Después me encontré frente al espejo, pensando: " Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación– una equivocación atroz–y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".

Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando me pregunté–mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó–si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.

Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman.

Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.

La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones–¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?–la mató a la madrugada.

Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.

La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina–en la víspera de mi viaje–no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.

No me reconocí en el espejo, por que Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.

Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano–en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas–obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.

Está tomado de acá