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jueves, 17 de abril de 2008

NOVELA (DÉCIMO TERCERA ENTREGA)

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XXXI



XXXII

Gonzalo atravesó el recibidor del edificio en esa calle de Palermo como al soslayo, como si hubiera vivido desde siempre allí y no como si estuviera huyendo en un azaroso momento de la fatigosa madrugada. Por suerte no cruzó a nadie, ni siquera al encargado, y por suerte, también, había observado dónde estaban las llaves, previendo entonces lo que ocurriría después. Aprovechó para llevarse algo de ropa en un bolso, además de la plata y algún que otro objeto de valor. Lo que tenía era más que suficiente para irse bien lejos, cruzar la frontera, vivir otra vida. Lo había planeado paso a paso con Tito, antes que los descubrieran y lo acribillaran. No habían urdido todos los detalles, es cierto, ni mucho menos estos en que finalmente se resolvió el proyecto; seguramente los dos habrían de haber tomado otro objetivo, otra forma de costearse los medios. En cierto modo, que Tito ya no estuviera fue lo que decidió a Gonzalo a mover estas piezas. Sin su compañero, mucho de todo esto no tenía sentido, o no tenía el mismo: iban a fugarse los dos, iban a tentar una nueva vida juntos, en Paraguay o donde fuera, limpios y renovados. Parecía adscribir a la idea de que la muerte se paga con la muerte, y aunque no lo manifestara, a Gonzalo le estaban pesando en sus manos, ya, demasiadas. O pocas, según fuera necesario.

Fue rumbo a Retiro y buscó las ventanillas de los servicios a Misiones. No halló ninguna salida inmediata, por lo que compró pasaje para las diez de la mañana. Ya había previsto que le solicitarían su DNI a él, el asesino prófugo más profusamente buscado: eso le daba cierto aire importante, cierto aire que respiró por primera vez cuando conoció a Tito y éste le rindió admiración y sumisión. Informó que se llamaba Roberto Morales, y dio el número de documento de Tito, la última entrega, el último favor que le hacía, aun estando muerto: un íntimo homenaje. La espera antes de salir le daba, además, tiempo para vender en la calle Libertad algunos de los objetos que tenía encima. Le habían recomendado algunas cuevas donde hacían pocas preguntas, generalmente ninguna, y pagaban en concordancia. Allí dejó un reloj dorado al que creyó de oro, pero que cotizaron como baratija, un teléfono celular bastante importante y alguna que otra cosa más. Se hizo de un pequeño capital, de su primera y única fortuna personal, un rollo de billetes pringosos malhabidos que, sin embargo, le permitirían la redención. Con ellos y un bolso de mano como único, único equipaje, sin raíces en Buenos Aires, sin historia o queriendo anularla, entró en la terminal de ómnibus a las 8.17; 8.23 comenzó a devorar un suculento desayuno, y 8.34 estaba en el baño, refrscándose el pelo y la cara, antes del viaje. Subió al micro a las 9.57, y al rato estuvo dormido, tranquilo, como feliz. Por primera vez un mucho tiempo, esa duermevela fue acompañada por un sueño, quizás el último, quizás un simple recuerdo que se mezclaba con la última etapa de su fuga para avisarle quién era, de dónde venía. Se hallaba en Tribunales, esperando, con su defensora. Estaba sentado en silencio, jugando con sus pies. No terminaba de imaginar qué era un juez, cuán ridículo quedaría ver personalmente a un hombre con esa peluca de rulitos, como en las películas, cuando el jurado se pone de pie y uno de los tipos dice “Es culpable”. Esperaba y desmenuzaba esa frase de modo tal de combinarla ridículamente, como sólo un juez ridículo vestido con peluca podría decirla: Es culpa de able, culpa deseable, desea la culpa, pasea la pulpa, posa la palpa, ese oso sale solo y es culpable. ¿Con cuántas menos letras se puede decir lo mismo? ¿Se puede decir lo mismo de otro modo? Si el juez dice “Es culpa”, ¿está diciendo “Es culpable”? Llenaba el tiempo pensando en las palabras “Es culpable” ¿Quién señor? ¿Yo señor? ¿Sí señor? ¿Pues entonces si soy yo, por qué dice usted? ¿No debería decir yo es culpable? ¿Qué, usted es culpable, Su Señoría? ¿Usted también fue un asqueroso asesino de sus padres, y lo juzgaron sin preguntarle por qué lo hizo? No, un juez no debe tener padres, tiene que ser hijo de la justicia, pensaba Gonzalo en su sueño, mientras esperaba la entrevista, no como uno, que la gente dice que es un hijo de puta, pero claro, ellos no saben cuántas otras cosas era la vieja, ellos se quedan con lo que algunas viejas chusmas del barrio pueden decir, la Chiche por ejemplo, que yo me lo volteaba al pendejo, qué se cree… Y mi vieja… “trolo de mierda, qué le hacés al Facundito de la Chiche, ya le decía a tu padre, a este chico le falta una buena paliza” Ahí tenés tu paliza ¿Qué estarán haciendo hora el Facundito y la peluquera? Esos también tendrían que haber terminado descosidos… Tendría que haberlos ido a visitar ahora; se la merecían más que el viejo puto y sucio… Tendría que haberme vengado antes de subirme al micro, pensó el Gonzalo del sueño en Tribunales, y esa certeza despertó, a las 11.27, al Gonzalo sobresaltado del micro cuyo letrero indicaba “Montecarlo”, un destino que lindaba con el paraíso, si los dioses se hubiesen dignado a prometérselo, si se hubieran dedicado a reparar en un diminuto adolescente, solo, en viaje, y soñando.

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