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sábado, 31 de enero de 2009
Escritos sobre Ecuador (Montañita vía Guayaquil)
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 15:25El micro desde Máncora a Guayaquil debía pasar a las 11.30 PM por la ruta y, en seis horas, estar en la terminal de ómnibus de destino. Con parsimonia y compromiso argentino, arribó después de la 1 de la mañana, para recoger a los seis pasajeros que deseaban abandonar Perú y conocer Ecuador, entre ellos nuestro solitario viajero, quien por una cuestión de voluminosidades y alturas, prefirió ubicarse en el primer asiento, fila derecha. El vehículo era ofrecido como un semi-cama, aunque quizás hubiese sido mejor denominarlo semi-colchoneta; no obstante, seis horas, a la noche, se pasarían volando (o quizás no).
El colectivo llevaba chofer y acompañante (que hubiera hecho las veces de “azafato” si la empresa y/o el servicio hubiese tenido en cuenta algo que ofrecer, además de una película clase Z en VHS que por algún extraño motivo se atoró en su máquina y no quiso seguir: nadie lo lamentó); ambos estaban en la cabina del conductor, separada de los pasajeros por una división y una puerta, comunicada con la de acceso principal del ómnibus por unos escalones. Por otro extraño motivo, ambas fueron abiertas durante todo el viaje, así que nuestro pasajero, que estaba sentado justo frente a la primera, habría podido fácilmente deslizarse desde su asiento a las escaleras y desde ellas a la ruta, en alguno de los tantos banquinazos, frenazos y volantazos que el chofer, eximio en esas artes, ejecutaba con maestría. Ni hablar de cambiarse de lugar, puesto que los asientos posteriores tenían un ínfimo espacio para las extremidades, y los otros de adelante ya se encontraban ocupados. Como se verá, en cierto sentido esto fue lo mejor que podría haberle pasado.
El trayecto hasta la frontera peruano-ecuatoriana fue rápido (más de lo programado), y el trámite en la oficina de migraciones del Perú resultó con los habituales y despectivos malos modos: nada nuevo en Perú, pensó nuestro protagonista, un poco harto ya de esas modalidades de la cultura del país del Inca. Le habían advertido que entre una oficina y otra siempre faltaba algo, que un sello, que un papel, etc., y que no siempre los micros se dignaban regresar para que el infausto turista completara sus formas. Entre una oficina y otra median aproximadamente 15 kilómetros o más, en ruta pelada, oscura y –dicen– sumamente peligrosa para que alguien la camine, cámaras y bolsos en mano. Por suerte, aparentemente, nada de ello ocurrió, por lo que a los diez o quince minutos ya estaban de nuevo en la otra dependencia, del lado de Ecuador, donde una atención un poco más gentil (un poco, tampoco les podemos pedir peras a los gendarmes) realizó los trámites correspondientes y confirmó que, efectivamente, un argentino ingresa en Ecuador sólo con su DNI.
Traspuesta la divisoria políticp-territorial, las leyes parecieron cambiar, ya que en ese primer pueblo de Ecuador el micro (que seguía con ambas puertas permanentemente abiertas) se detenía para invitar a subir personas que caminaban por la ruta, cual servicio urbano o de corta distancia. Otra advertencia que tenía nuestro viajero se refería, precisamente, a estas situaciones, y a los vastísimos robos y hurtos que generaban; por ende, su paranoia comenzó a medirse en

Los uniformados abrieron los buches del micro, pidieron papeles y subieron. Para alguien acostumbrado a la rapidez de los controles argentinos y peruanos, esta situación casi risible no presentaba problemas: contarían cuántos pasajeros había, si estaban todos sentados, y a comerla. Sin embargo, los policías comenzaron a tardar mucho en el fondo; y comenzaron a bajar personas, primero una, luego otra, y así hasta ser seis o siete. Algunos con su bolso, otros con más de un bolso. Alguien podría haber supuesto que lo hacían para aprovechar el parate y fumar un cigarrillo, aunque abajo nadie encendía ni siquiera una pipa y los demás policías comenzaban a rodearlos, a hacerles preguntas, y a apilar los bagayos que habían bajado con ellos. Los efectivos de arriba pidieron refuerzos y comenzaron a bajar más y más paquetes, bultos, bolsos, bolsas. Una señora, que también bajó, dejó (en el asiento libre que acompañaba a nuestro azorado) un bolso cartera que reventaba de cosas, y masculló algo así como Cuídemela. Allí quedó, mientras la policía bajaba más y más petates, que no serían menos de treinta. A medida que las fuerzas del bien, del orden y de la justicia (terrenal y divina, obvio) fueron llegando al comienzo del pasillo se pudo ver que buscaban el pelo en la sopa, es decir, que sacaban paquetes de entre los asientos, de entre los respaldos, de debajo de los cojines, ocultos en los lugares más insólitos: era un charter de contrabandistas, no cabían dudas. Uno de los polis le preguntó a nuestro atribulado si esa cartera visiblemente femenina y llena de algo que sería como el nuevo oro peruano era de él, a lo que respondió firmemente que no, que la había dejado la señora, que jamás la había visto antes, que ella, la cartera, le había ocultado que era contrabandista y que ella, la cartera, y él, el argentino en Ecuador, eran simplemente amigos. Por suerte, le vieron cara de boludo y de turista (que aunque rime con contrabandista, parece que tal regla no cierra con las lombrosianas inspecciones ecuatorianas) y zafó. La señora, y otra, y otra, subían cada vez que podían, afirmando que habían dejado en el micro los documentos, la chompa,

La terminal de ómnibus de Guayaquil parece un aeropuerto y un shopping; Retiro semeja las boleterías de Puente La Noria, al lado de ella. Tres niveles desde donde salen o arriban los micros, y negocios de lo que se pida: desde un supermercado (¡un supermercado en una terminal de ómnibus!) hasta sucursales de varios bancos. Montañita es un paraje a tres horas de Guayaquil, al norte, y el siguiente servicio partiría a las 13. Nuestro viajero y sus tres amigos aprovecharon para recorrer, ir al baño, desayunar, almorzar, retirar dinero (en Ecuador nuestro bienamado Cavallo hace una década sugirió dolarizar, así que la moneda de curso legal tiene la estampita de San Whasington pero, andá a saber por qué, nadie usa o acepta los billetes de U$S 100 y U$S 50, ni siquiera los bancos; también es harto difícil encontrar dónde cambiar euros)
Sin razón aparente, a las 12.30 el grupo estaba disperso, y a las 12.45 no habían dado señales de vida ni Guido ni Gonzalo. Tampoco a las 12.50 ni a las 12.55. Ni a las 12.59. Los otros dos los buscaban con la cara cada vez más encendida de preocupación, no tanto por el hecho de perder el viaje (que en realidad era barato) sino porque el nuevo estaba programado para el día siguiente. Cuando aparecieron, y mientras corrían hacia el nivel donde salía el colectivo, explicaron que se entretuvieron en el supermercado, buscando yerba y comprando un short de baño (al que porteñamente -aunque el autor fue uno de los cordobeses- le cambiaron la etiqueta con el código de barras para pagarla a un precio irrisorio), y que el reloj de andá a saber dónde estaba atrasado. Justo cuando el ómnibus estaba por salir, pudieron avisar y subir. Estaban, después de todo, en camino a Montañita.
La felicidad está hecha de situaciones mínimas, insignificantes en cualquier universo menos en el personal. Nuestro viajero pasó, paulatinamente, del estado de preocupación al de somnolencia y

Montañita es, sencillamente, un lugar paradisíaco. Máncora es, al lado de esta villa, San Clemente. El agua del mar es más transparente y más cálida, la arena más clara y, fundamentalmente, hay muchos menos argentinos pululando (aunque los chilenos aquí son mayoría franca) Tomado en valores absolutos, es un lugar barato (por una especie de regla neoliberal que reza que todo país subdesarrollado que se adhiere a la conversión de su peso en dólar, será invadido por basura importada que tirará abajo su producción y los precios de las manufacturas). En términos relativos, considerado la paridad peso argentino-dólar (o nuevo sol peruano-dólar) las cosas cuestan más o menos como en todos lados. El contingente encontró una casa donde alquilaban habitaciones a cuatro dólares por persona, que contaba con todas las instalaciones (hasta licuadora) y que no tenía inquilinos; así que se apropiaron de ella como si fuera propia. Las camas tenían improvisados doseles con tul para evitar que a la noche las alimañas se enseñorearan en los cuerpos dormidos, y en el sorteo de reparto a nuestro hormiguito viajero le tocó para él solo la habitación con cama matrimonial. Fueron a la playa, tomaron mate, más tarde cerveza, y más tarde todavía unos mojitos, al ritmo de una banda local que ejecutó (nótese la polisemia) temas del rock porteño que, también en Ecuador, se estancan en 1990.
La noche en Montañita es muy viva: toda la gente se agolpa en las dos calles céntricas y pletóricas de bares. No hay división entre locales y espacio público, ya que todo es un reguero de grupos de amigos/as que departen y comparten (hasta ver si se parten). Una vez que se hizo noche allí, al día siguiente se conoce todas las caras en la playa, lo que permite agilizar algunos trámites. Precisamente por esto, podemos afirmar que esa primera noche fue larga (aunque no por eso menos intensa)
Uno de los espectáculos más bonitos del día en Montañita es acercarse hasta donde los pescadores atracan, sobre la playa, para ver cómo abren sus redes y clasifican o descartan los peces (que luego algún avivado lugareño venderá a precios exorbitantes, a un grupo de cuatro babiecas que creen estar haciendo el mejor negocio de su vida comprando esos bichos chiquitos y colmados de espinas). Los pelícanos y las gaviotas se hacen un festín con esos pobre capturados, en el agua, en la arena y en el aire, ya que al vuelo nomás abarajan los animalitos que la gente les revolea. Entre tanto sol y mar, a nuestro viajero casi en regreso se le pasó el segundo día sin darse cuenta, extasiado y pleno y, ya desde la tarde, la congoja por el regreso comenzó a enturbiar su estadía. Esa noche cenaron los pescados espinosos, brindaron como nuevos grandes amigos de temporada, y los demás salieron. Nuestro protagonista creyó oportuno quedarse y descansar (aunque no logró dormir) para emprender el regreso por tierra a Guayaquil

El destino suele ser inexorable y, lamentablemente, quedaban asientos en el vuelo nocturno a Lima (el micro hasta Tumbes, obviamente, cargado de contrabandistas con bolsos que esperaban llenar, según le indicaba a nuestro viajero regresante su aguzada experiencia en reconocer cara + palabras + oficio). A la medianoche, nuestro hijo pródigo entraba en el departamento de su familia en Miraflores, narraba su viaje, tomaba unos fernet con cola y se acostaba. Al día siguiente almorzaban como prolegómeno de despedida, y por la tarde recorrían un “paseo de compras” al estilo La Salada que –para regocijo de los pitufos– se llama Polvos Azules. Allí compró algunas chuchería para regalar y perfumes originales (contrabandeados, por supuesto) Más tarde recorrieron el Parque de las Aguas, y a la 1 de la mañana (incluida una hora de retraso, bien argentina) tomaba el vuelo hacia Ezeiza, de allí el 86 (que no era más “86” sino “6” u “8”, algo así) a Liniers, y de allí, el 378 x Pringles hasta su casa. Entonces empezaría (o terminaría, o empezaría y terminaría) otra historia, más dolorosa –y quizás por eso, más necesaria.
Referencias:
Foto 1: Vista de una de las calles céntricas de Montañita
Foto 2: Detalle de la playa de Alta Montañita
Foto 3: Puente de agua en el Parque de las Aguas de la ciudad de Lima
Foto 4: Panorámica de las aguas centrales del Parque de las Aguas
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jueves, 29 de enero de 2009
Lazos del submundo
que se conectan
debajo de los músculos
de Amsterdam a Nueva Guinea.
Seis mil millones,
y uno tocando a la puerta.
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miércoles, 28 de enero de 2009
A la una de la tarde tenía todo listo: le quedaba poco más de dos horas para tomar el ómnibus e ir a Máncora, así que decidió comer en algún restaurante de la calle San Ramón. Como seguía antojado con una buena parrillada, eligió un lugar que las ofrecía, claro que a la peruana. Y a la peruana fue también la demora en atender, servir, y hasta cobrar (y no era que hubiese mucha gente, de hecho era el único comensal) A los 30 minutos de realizar su pedido (y no habiendo recibido siquiera la entrada), preguntó si tardaría mucho más, y como le respondieron que enseguida le servirían el plato, se quedó: muy mala decisión, ya que a esta mentira piadosa siguieron otra y otra. Puteando con la mirada a la moza y al cajero (no olvidemos que nuestro preocupado viajero es una persona sumamente educada) salió corriendo, velocísimo cual guepardo, a buscar en el departamento su bolso; tomó un taxi (aun en el apuro, tuvo que regatear el precio, descartar al primero, consultar al segundo, y tomar un tercero), avisándole (sin que esto surtiera efecto) que estaba muy apurado, para llegar a la empresa de micros a las 15.12. Por un altoparlante una voz alarmada decía su nombre y le informaba que debía abordar ya, sí o sí, el transporte, so pena de intimación mediante la fuerza pública y escarnio en la Plaza de Armas . Sin embargo, el empleado del mostrador de despacho de equipajes no se inmutaba ante nada: seguía pelotudeando con otro compañero, como disfrutando de la situación. Cuando la voz dijo que era el último llamado, el señor del mostrador se dignó atenderlo y, nunca se sabrá si con sarcasmo o sin él, lo atendió y le descerrejó a nuestro harto viajero que se apurara, que fuera a "Arribos y salidas" ligerito, pues el micro ya salía. Y jamás respondió dónde quedaba el susodicho lugar: por toda respuesta dijo y volvió a decir "allá".
Nuestro atribulado hubiese necesitado pasar por el baño para despedirse de la cerveza del almuerzo; hubiese comprado un agua mineral para tener en las 18 horas de viaje (después comprobaría que el micro no llevaba ni agua ni café, o mejor dicho, que vendía botellitas chicas de agua a precios exorbitantes). Es decir, tenía todo listo como para haber llegado a horario para no sentir el corazón en la boca todo el tiempo. No pudo hacer nada de esto, y a duras penas alcanzó a tomar el micro. Finalmente, dejaba Lima, y se iba al Pacífico peruano a descansar de los peruanos. Ubicado en el primer asiento, como siempre, leyó, escuchó música, vio una película y media de las tres que pasaron (cuya calidad fue decayendo a medida que comenzaba la siguiente) y, cuando empezaba a dormirse (algo que rara vez le ocurre en un viaje, por más largo que sea), la azafata avisó que se detendrían para cenar en un parador de ruta. Fue el único stop de todo el viaje, así que aprovechó para fumar un cigarrillo tras otro. Durmió un poco y llegó a Máncora.
La ciudad está vertebrada a partir de la ruta Panamericana Norte, donde se encuentra el centro comercial. Casi no hay veredas (por ser angostas o por estar ocupadas por lo que quepa en ellas) así que hay que caminar por la misma ruta, que aquí es chiquita y transitada como una calle. Por

El lugar donde se alojó era una especie de hostel con ínfulas de hotel (aunque había taperas con mayores pretenciones) y contaba con algunas ventajas: estaba construido con paredes de material y tenía una salida directa a la playa. No a una calle, ni a un acceso: estaba EN la playa y, de hecho, por esa salida entraban veraneantes a comprar cerveza, sentarse en los sillones de los decks del patio y usar las instalaciones sanitarias (que en realidad eran para los alojados que pagaban menos porque tenían, precisamente, baños compartidos). Ya se dijo que en Perú todo es negocio (y que no hay diferencia entre legalidad o ilegalidad) así que... ¿por qué no hacer de un espacio privado como es un hotel algo público, y de algo público como es una playa, algo de acceso privado? No obstante, bien mirado, todo esto constituía un plus interesante para el lugar, ya que era el centro de la costa (entre otras cosas, porque tenía una especie de techo de galería en la salida, que ofrecía la única sombra en la arena) y allí se nucleaban tanto los hospedados/as como grupos foráneos que, a la media hora, se hallaban integrados.
Máncora es uno de esos lugares donde podrías quedarte aplastado meses y meses, si estás de vacaciones. Tenés siempre sol, siempre "días de playa" y la verdad es que habiendo tanta gente, siempre terminás enganchado en algún grupo, mate o birra en mano. Es un lugar pensado para la

El día de su arribo, nuestro chichipío compartió algunos momentos con un grupo de porteñitos que casi no lo parecían: podría decirse que hasta eran copados, o casi. Sumaban alrededor de 6 (nunca supo bien cuántos, ya que con esto de que se podía entrar y salir casi libremente, unos de los que allí estaban en realidad ya no dormían allí, sino en algún sitio mucho más barato-precario), y habían puesto una hamaca paraguaya en los altos, es decir, en la terraza que techaba todo el patio y tenía sillones y una espectacular vista al mar. Esa primera tarde, lograr que un dispositivo tan frágil como una hamaca de tela y cordeles lo sostuviera sin ceder ante su peso, y balancearse mirando el mar, fueron motivos más que suficientes para sentirse feliz, por lo que el balance del primer día fue más que favorable. Las primeras jornadas, entonces, transcurrrieron así: entre libros, hamaca paraguaya, sol, mar, cerveza, charlas, fogones y cumbias (el lugar contaba con solamente tres discos, compilados de "la mejor cumbia norteña", y a su vez tenía una especie de gualicho por el cual la consola quemaba y/o destruía cualquier tipo de reproductor que se le adosara con el objetivo de cambiar las melodías: así había pasado con todos, y así le ocurrió a nuestro paródico dee jay, quien sollamente logró hacer estallar los alrededores con cuatro o cinco temas de los Redondos, antes de ver cómo fenecía su primitivo cosito de mp3).
Una vez que se instaló en su habitación de planta baja, de las de baño privado (no de las de planta alta y con baño compartido; este dato viene a colación, no es una simple materialidad clasista), cuando se desplomó en la galería con sombra de la salida del hostel, y conoció al primero de los seis porteños, encontró allí también a un pibe que resultó ser peruano, de

Al tercer día, aparecieron sentados en una de las mesas con sillas altas del patio dos flacos. Nuestro turista, que la iba de lingüista, presagió, con aires doctorales: "Chilenos". Eso no significaba otra cosa que una clasificación dialectológica, cabe aclarar, puesto que ya hemos detallado que a nuestro particular viajero le divierten y atraen (?) sobremanera (?) tales cuestiones. Los seis chibolos porteños se habían ido ese mismo día, por lo que ya tarde, o quizás a la noche, había cambiado de grupo de pertenencia como quien cambia de mansión para fines de semana en Cariló Beach. Los mencionados, a la sazón cordobeses, eran Francisco y Gonzalo, y la relación entre los tres comenzó al día siguiente, a raíz de lo que le ocurrió a otro solitario veraneante porteño.
Esa noche, a Mauro (que dormía esa vez en bolas en su habitación de planta alta, diz que solo) le entraron. O sea, así como se ingresaba al hostel por donde y cuando se quería, parece ser que la misma posiblidad había a la noche. Alguien (o más de uno) recorrió la planta alta (porque sabían que las habitaciones de arriba eran más fáciles de abrir), primero tanteando quién se durmió sin

Uno de los pibes de Palermo comentó que se despertó a la madrugada para expulsar algo de la mucha cerveza en sangre, que vio merodeando por el patio a un mototaxista quien, cuando se cruzó con el recién despertado, balbuceó una pregunta pueril acerca de dónde se hospedaba "el gringo" (entre tanto argentino y chileno, había un inglés -luego se supo, prófugo de una cárcel de Perú, esperando la oportunidad para pasar fácilmente a Ecuador y dejar atrás su legajo de narco europeo). El urgido por el inodoro le respondió rápido y no pensó nada malo, aunque más tarde, a la mañana, todos lo hicieron. Más cuando supieron que otro de los porteños llegó, un ratito después, y vio a alguien que no reconoció (presumiblemente, el mismo conductor de las motos) recorriendo la planta alta. La cuestión fue que al consabido Mauro lo dejaron sin guita, sin ropa, sin pasaporte.
Este fue el tópico por el que principiaron la charla Gonzalo, Francisco y nuestro señor mayor. Eran aquellos, como se dijo, dos ciudadanos nativos de Córdoba la docta, estudiaban respectivamente Derecho (con su dulzura habitual, nuestro contertulio le espetaba que estudiaba para ser un futuro garca argentino más) y Geografía Social (a cada persona que le preguntaba, Francisco tenía que desarrollar cansinamente en qué consistía específicamente eso de una geografía que no es de territorios sino de personas, tanto que a veces le pedía a Gonzalo -y después a nuestro amistoso

Tan panchos estuvieron los tres, y luego los cuatro, que jamás lograron reunir coraje y fuerzas para ir a conocer las playas cercanas a Máncora, que se encontraban a un ratito de viaje y de las que todo el mundo decía que eran mucho más lindas. Era evidente que estaban bien así, de la habitación o la carpa a la sombra de la salida del hotel, y de allí a la barra de las cervezas. La única tarea por fuera de esta zona de exclusión marítima consistía en ir a comprar las provisiones para los almuerzos o las cenas, y esporádicos llamados telefónicos o chats de Fran con su novia, con motivo de ciertas cuestiones personales que no vienen al caso. El resto era unirse a otros grupos (generalmente, honesto es reconocerlo, de chicas), tomar mate, jugando a la pesca: a veces, los mejores frutos del mar se obtienen de este modo.
A Francisco y Gonzalo (Guido se hospedaba en otro hotel) les tocó en suerte ser los siguientes protagonistas de la sensación de inseguridad de Máncora, primero con un par de ojotas que dejaron bajo la carpa, entre la arena y el piso (y que se ve que las manos hábiles de los cacos descubrieron revisando donde nadie buscaría) y, a la siguiente madrugada, abriéndoles el cierre

Nuestro viajero en otras tierras había tenido en claro allá por septiembre que visitaría Perú y Ecuador, y que para esas migraciones era menester tramitar el pasaporte. Cuando se decidió a comenzar tales gestiones, se enteró de que no era necesario el salvoconducto para ingresar en Perú (alcanzaba y alcanza simplemente el DNI), así que se dedicó a continuar su vida como hasta entonces. Meses después, retozando en Cusco, cayó certera la idea sobre su cráneo: no tenía pasaporte, no podría entrar en Ecuador. Su plan siempre había sido visitar ambos países, pero por esas cosas que los psicólogos deberían llamar “un cuelgue” (patología asociada a las personalidades del tipo “pelotudo importante”), cuando supo que su primer destino no requería ese documento personal, obvió el detalle de que el segundo sí lo requeriría. En Cusco entonces decidió modificar sus planes, quedarse más tiempo en Lima, y de las dos semanas originalmente previstas, dedicar solamente diez días en recorrer el norte peruano, sin cruzar el charco.
Cuando sucedió lo de las cámaras, nuestro sin-pasaporte estaba gastando su séptimo día. Dos mujeres se habían unido al grupo (dos abogadas, una de las cuales fue la consorte momentánea de Guido) y venían, precisamente, de Ecuador. Cuando supieron que de los cuatro apuestos

La noche de su último miércoles, nuestro viajero despistado convidó a cada uno de sus amigos a que se bañaran en la habitación (y no en las duchas públicas de pago), ya que si en ese hotel entraban hasta ladrones bien podía ofrecer él las instalaciones que legítimamente había pagado; hizo números y calculó cuánto tiempo podría estar en Ecuador (había aproximadamente 6 horas a Guayaquil, otras 3 a Montañita y cerca de 18 desde Máncora a Lima, -sin contar los tiempos muertos de espera en la combinación entre ómbibus- lo cual le dejaba netas, como mucho, 36 horas para estar allí); armó rápidamente su bolso y se preparó para la cena que todo el grupo había programado como despedida y cierre de Máncora.
A eso de las diez de la noche, (dos horas antes de la partida en colectivo) comieron ceviche y aplaudieron a unos cantantes autóctonos a la gorra. Y brindaron por Baco, como Dios manda.
Referencias:
1) Vista parcial del patio del hostel
2) La salida y sombra de la playa
3) Vista aérea de la playa desde los altos del hostel.
4) La playa, desde la hamaca paraguaya (nótense los gráciles piececillos cenicientescos)
5) Atardecer en Máncora
6) Francisco, Gonzalo y Guido en el muelle de Máncora (nuestro viajero nunca deja mostrar su rostro en las fotografías)
7) Último registro de la cámara fotográfica de Gonzalo, en el atardecer previo a su hurto.
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jueves, 22 de enero de 2009
Un atardecer en la playa
a sabiendas del sol imposible
y las páginas del horizonte
allá lejos
siempre evocando el tránsito
de la quimera que se corre y se subleva
–el silencioso roce de los cuerpos
que se han visto y dejado
quizás amándose–
en tertulias de recuerdos impasibles en las olas,
proyectos de pasados que no fueron presente
y que aún punzan
–sólidos edificios en la arena
que se continúan y sostienen
infinitamente–
Un atardecer en la playa
y la rebelión de la mente
para revertir un futuro
que lame las costas
y huye al horizonte
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domingo, 18 de enero de 2009






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miércoles, 14 de enero de 2009
Todos convenciendo
a la incauta,
a la deseosa del sol,
para que no espere jinetes que se esfuman
clavados en el pasado,
permanentes y añejos
como el dolor que nos funda
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jueves, 8 de enero de 2009
El hecho de no estar ligada al turismo receptivo la constituye en una genuina ciudad sureña del Perú, en cuyas callejuelas se apiñan, sobre las estrechas veredas y sobre el asfalto, cientos/as de vendedores/as de todos los rubros, y hasta incluso se improvisan cocinas y tablones para ofrecer

Nuestro despistado viajero estaba convencidísimo de que regresaba a Lima el 7 de enero, vuelo de las 9.00. Por esa razón, salió temprano del hotel de Puno y, combi mediante, llegó 8.30 (algo nervioso por el poco margen horario, pero el vehículo lo recogió a destiempo) y se dirigió raudo al mostrador de chequeo (tiligueando, es lo que se conoce como check-in), presentó su billete de vuelo (ídem, se lo suele denominar ticket) y su DNI. El empleado miró el cartoncito, miró la cara del futuro pasajero, miró la PC, ingresó en una oficina (habrá avisado a sus compañeros la situación) y regresó:
-Sr. Cid, usted vuela mañana.
Con su mejor cara de "Soy un perfecto pelotudo, discúlpeme" hiló los hechos hasta recordar que sí, era cierto, había tenido en cuenta la posibilidad de regresar el 7, pero en ferrocarril, mas luego se optó por hacerlo en avión, por lo cual no estaba atado a volver un lunes, y así se definió por el martes 8. Un día que podría haber aprovechado para seguir recorriendo Puno. Un día sin saber qué hacer en Juliaca.

Como en todo el altiplano, el día fue soleado y cálido pero la noche cayó fresca, tirando a fría. Tras la ducha, y estando vestido para la ocasión, a nuestro viajero hambriento lo arrepujó una voraz necesidad de parrillada, de las nuestras: mucha achura y asado de tira. En Perú no son tan comunes como acá, e incluyen diferentes tipos y cortes de carne; como mucho, chorizos de esos rojos y chiquitos que en Buenos Aires tildaríamos de incomibles. Un cartel rezaba, perdido, el sintagma mágico: Parrilladas argentinas, y hacia allí corrió, cual Laura Ingalls en la pradera,

Decía el filósofo Carlos Balá que el movimiento se demuestra andando; así pues, nuestro hambriento se sentó y arrancó con una chelita (cervecita) bien helada (remarcó contundentemente este sintagma adjetivo), mientras el DJ precalentaba el ambiente con videoclips en una pantalla grande. Sucesivamente se vio a Arjona, Maná, Soda, Daddy Yankee, Enanitos Verdes, Charly, GIT, Vilma Palma, The Police, Queen, y otros grupos y/o solistas. Ya había ocurrido en Lima, pero aquí la invasión de la música argentina de los ochenta llegaba al paroxismo (en realidad, toda la música, con excepción de la peruana, era de esa década) Mr DJ era un flaco de no más de 25 años, que cuando comenzó el karaoke utilizó la pantalla para que los asistentes (en realidad, dos flacas, una que era la novia de un amigo de Mr. DJ, otra habitué cantarina, y un pibe que estaba sentado con un amigo y una amiga) leyeran la letra de las canciones que habían seleccionado previamente. El karaoke es furor en Perú, por lo cual nuestro tímido viajero casi, casi, cede a la tentación de ser el hazmerreir de la fiesta. Por suerte, las cervezas y las jarras de pisco no reblandecieron su capacidad de autocontrol y censura permanentes.
Terminada la sesión de cantos, el solitario había pegado charla con uno de los mozos, quien comenzó a interrogar, curioso y admirativo, sobre Argentina, que es decir Buenos Aires, metonímicamente. Así, de la mesa a la barra hubo un paso, y de allí a ampliar la conversación con el DJ, que se entabló, más o menos, en estos términos:
-Che, ¿uds. acá no conocen nada más nuevo del rock nacional, perdón, argentino, viejita?
-Ya, pues, aquí gusta la música de los ochenta.
-Bueh, loco, pero un redó, un bersuí, no sé... un gardeles... ¿nada de nada?
-...
-Mirá, te tiro un par de datos, chabón, viejita del agua, barrilete cósmico: buscá esto cuando puedas en Internet.
La lista incluía un poco de todo y, Mr DJ, solícito, vía You Tube, al poco rato estuvo ambientando el lugar con nuevas melodías que eran recibidas con extrañeza por los lugareños/as. Sonaron Anabel, de Los Gardelitos (porque en Perú también gusta mucho la stonemusic); Un pacto para vivir, de Bersuit Vergarabat y, antes que la gente comenzara a protestar y a pedir que cambiaran la música, el ambiente se inundó de fantasmales pogos y pulsos sanguíneos con Jijiji. Cuando Olga Sudorova crepó con Chernobil, nuestro protagonista (al fin y al cabo, casi un ser humano, y casi con sentimientos) se sintió Gardel cantando Volver en la cubierta del barco junto a Tito Lusiardo, secó un lagrimón que se piantaba de sus ojos (ciegos, bien abiertos) y se fue. Había sido una noche intensa.
Referencias:
Foto 1: Iglesia de Santa Catalina, en la Plaza de Armas de Juliaca
Foto 2: Calle juliaqueña (nótense la "bicitaxi" y la "mototaxi", más atrás, en el centro de la calle)
Foto 3: Parque arqueológico de Sillustani (en la ruta desde Puno, camino a Juliaca)
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miércoles, 7 de enero de 2009
está un marinero pensando en las playas
de un vago, lejano, brumoso país.
Un grillo que canta en el silencio de una playa,
un tintinear de cumbias caribeñas,
mientras el sol se derrite entre
el mar y las montañas,
un ron que se embarulla en un vaso
y un cuerpo echado, casi feliz
(que extraña pulsiones añejas),
aspirándose el silencio,
pacificando su historia y sus esencias.
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martes, 6 de enero de 2009
Las callejuelas y el anímate, amigo continúan persistiendo, aunque haya cientos de kilómetros

Al día siguiente, temprano, lo esperan para recorrer el lago y algunas islas. Una catramina catamarán, al cual una gaviota le saca varias leguas de distancia con sólo batir lentamente sus alas, arranca desde un muelle, con varios turistas de todos los orígenes. En el techo (en lo que podríamos llamar la cubierta) el sol pega duro (el primer día de sol peruano desde su llegada) y al rato el viajero introspectivo, ser sociable al fin, está departiendo con otros argentinos (siempre habrá un argentino donde se halle otro) En un rincón, dos gringos leen, y uno a veces levanta la vista, como comprendiendo qué conversan los argentino-hablantes. Algunos mates más, y desembarcan todos en la isla de los Uros.
La costa del Titicaca está contaminada, y sobreabundan las totoras. La isla de los Uros es artificial, construida con pedazos de tierra solidificada por las raíces de la totora, (como si dijéramos bloques de ladrillos de tierra y pasto, cosidos); el conjunto de las islas está anclado con

Viven de la totora (no decir paja, por obvias razones): la comen, tapizan el suelo de las islas, la utilizan para construir sus viviendas, sirven para hacer fuego. Y de las artesanías que venden cuando arriban contingentes turísticos. No todas las islas están de acuerdo con esa mercantilización de su cultura, ese mostrarse resignados como freaks a grupos blancos que los registra con costosos dispositivos. Pero de algo hay que vivir, y estas gentes se han adaptado, a su manera, a las circunstancias del mundo global. Todavía se dedican a trocar, en los mercados de Puno, los elementos que producen por otros que no obtienen en las islas, ya que tienen, en otras islas, criaderos de truchas, algunos cultivos, etc. También tienen escuelas y una sala sanitaria. Se mueven de isla en isla en unas barcazas confeccionadas, obviamente, con totoras.
La isla de Tequile es natural, y debe su nombre al español que la adquirió y permitió que sus pobladores mantuvieran su cultura y costumbres. Es una colina que suma a la altura de la ciudad de Puno su altura específica, y en ella hay terrazas de cultivo incaicas. Los pobladores visten con ropas que, en su momento, Tequile les invistió:

El sol, que estuvo fuerte todo el día, deja sus huellas en los rostros de los visitantes, pero el mayor rastro del viaje es el cansancio por la subida interminable en la isla de Tequile. Al regresar, el contingente se disgrega en diversos hoteles, con promesa de encuentro nocturno para cena de despedida. Una tormenta con granizo corona, al rato, la tarde, y un frío típico del Altiplano sobreviene luego. Una chompa (campera) de auténtica vicuña (?) le sirve a nuestro viajante antes de lo previsto. Tienen que despertarlo con SMS y llamados, preso de su propia trampa del duermo una horita y salgo. Media hora después de lo previsto, Pablo y Tania (porteños de nacimiento y residencia), Emiliano (nacido en Suecia, hijo de exiliados argentinos, perfecto hispanohablante) y Josefina (su novia sueca, con dominio más que aceptable del castellano), Gabriela e Ivana (dos amigas conurbanenses), Jack (inglés británico de dicción cerrada como pocas) y Sam (que como es estudiante de español en Ecuador, algo entiende, aunque en un momento cuenta que cogía el avión al día siguiente y bueno, se imaginarán las chanzas) y nuestro solitario corresponsal, se encuentran cenando cada uno su pedido (recomendación: alpaca al horno gratinada), y luego conversando, cerveceando, pisco soureando, haciendo esas promesas de continuar viéndose que tanto cuadran en estos casos y que, sólo a veces, se cumplen. De cualquier modo, así como al pasar, el viajero reconoce el nombre y apellido de Pablo, cuando se entera de que es movilero y redactor de noticias en las dos radios que él, en Buenos Aires, escucha. Así que de un modo u otro seguirán en contacto, por esas casualidades tan extrañas que por Perú le vienen ocurriendo.
Referencias
Foto 1: Vista panorámica de la ciudad de Puno, a orillas del Titicaca
Foto 2: Habitantes de la Isla de los Uros
Foto 3: Balsa de totora de los Uros
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Truecan tubérculos variados para la subsistencia, por gusto de sentir los ajenos placeres del comercio, pero si no tienen qué intercambiar se regalan unos a otros los alimentos, puesto que en definitiva la comida pertenece a la tierra y todos son, ante ella, arteros ladrones que no pueden reclamar derecho a propiedad alguno.
Los de arriba, que por eso son dueños del suelo y del cielo, de los mares y del aire, ingresan en las profundidades enseñoreándose, y aún hoy se llevan los fragmentos que brillan, y a veces incluso capturan a alguna mujer rata o algún niño rata, quienes jamás regresan. En cada ocasión, los de arriba, que dominan con sus manos los fuegos de los soles y las piedras que vuelan velocísimas, dejan, para que se los venere (es decir, se les tema), pestes y maldiciones que diezman a los hombres subterráneos aunque se escondan en las entrañas mismas de la tierra.
Así como los de arriba se saben producto de la creación, los de abajo se asumieron en tiempos antiguos como la defección de los dioses, propios y ajenos, y en ese orden de cosas han vivido desde que recuerdan. Por ello, jamás habrán de rebelarse y se contentan con inocuas escaramuzas, tales como tallar la historia de su sumisión en las rocas subterráneas que nadie, nunca, leerá.
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lunes, 5 de enero de 2009
Escritos sobre Cusco (II): Machu Picchu
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 17:51

Al pie de Machu Picchu se halla actualmente la ciudad de Aguas Calientes, aunque en tiempos originales la fortaleza se conectaba con Ollantataytambo, distante a unas tres horas en ferrocarril. Machu Picchu era una ciudad sagrada a la que se accedía en peregrinaje de purificación, que

Cuando los españoles atacaron el Cusco, el Inka mandó aviso mediante sus chasquis (mensajeros en postas fijas) y ordenó destruir todos los caminos de acceso, motivo por el cual los invasores, ávidos de descubrir ciudades en la selva con el febril sueño de encontrar la mítica de Eldorado, jamás hallaron la ciudadela de Picchu, protegida por las montañas y la vegetación. No obstante, los pobladores abandonaron su ciudad, cuya construcción les llevó alrededor de cuarenta años y que abandonaron sin concluir.


Referencias:
Foto 1: Vista general de Machu Picchu y, a la derecha, del Intihuatana
Foto 2: Terrazas de agricultura (sector agrario)
Foto 3: Vista general de la plaza principal y del sector urbano de viviendas
Foto 4: Templo central
Foto 5: Interior (con el techo reconstruido) de una vivienda
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Volar es fácil (más de lo que los humanos creen). Apenas un repiquetear los brazos e inflar los pulmones (en realidad, no sé si las moscas tenemos pulmones) para flotar, surfear el aire. Por suerte no planeo contra el viento: sería difícil acercarse a las olas, en realidad apenas unas débiles ondas, todavía. Siendo mosca, quiero volar, acercarme a la arena, libarla y aletear hacia el agua, como ahora. Flotar sobre ella sin tocarla, jamás, pues desde el aire no es necesario ningún punto de apoyo: se navega la atmósfera como antes se transitaba cualquier versión de suelo. Lucho contra las gotas enormes volatilizadas sobre la cresta, la marejada que se arremolina y me impide bajar hasta el límite, aunque nada es demasiado, habiendo sido hombre hasta hace instantes, en cuya genética siempre estuvo el gobernar la naturaleza, hasta destruirla. Justo cuando logro vencer a esas molestas partículas acuosas, aparece una boca. Sobresale del agua, tragándose el mar entero, pero esperándome para ser su postre. Un pescado a la plancha es una cosa, pero en el océano, vivo y hambriento, es otra muy distinta, más cuando uno dejó llevar la situación al extremo de ser una mosca empeñada en sobrevolar las olas, pues así lo ha dispuesto y yo no podría rebelarme a tal decisión. Y así, ley inexorable, me transmuto, alucinado, de mosca a manjar de pez. Y en su interior.
Dentro de lo que podríamos denominar “estómago” (tampoco sé si un pez tiene estómago), la vida es bastante monótona. No se sabe si transcurren horas o días, aunque probablemente sean apenas minutos, pues en un lapso relativamente normal (la lógica indica) debería pasar a ser parte de la mierda oceánica o, mejor dicho, mierda de un pez en alguna parte de algún océano. Uno no puede mensurar cuándo, pero a los minutos, horas o días, será devorado por otro pez, ya que el más grande se come al más chico. Irremediablemente. Y así soy pez, otro pez, y otro que se convierte en otro, y otro. Hasta ser ballena.
No hay animal capaz de comerse una ballena. Este será, lo sé, mi último destino, mi profecía. Paso por grandes túneles, que quizás sean el mismo, desvariando. De hombre a luna, a mosca, a pez, a ballena. Nadie me creería esta historia. Pero de algún modo debería registrarla, legarla al futuro. Mi nombre es Jonás, soy hijo de Amitai, y habiéndome dirigido a Nínive aquí estoy, a punto de escribir mi relato.
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domingo, 4 de enero de 2009
Escritos sobre Cusco (I): la ciudad de Cusco
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 11:25

A falta de templo sagrado donde agradecerle a Wiracocha por los favores del vuelo, cerca de la puerta de entrada las personas deambulaban vociferando el intercambio del nuevo dios pagano: cambio, cambio, dólares, euros, soles (los pesos no figuran ni en la B metropolitana). Una señora detuvo la marcha de ambos recién llegados, en un stand de una agencia de turismo, mientras prometía ella, autóctona, el oro y el moro a cambio de unas pocas baratijas en papel billete. El estoy mirando aquí es imposible, y estar interesado equivale a destapar un frasco de manjar blanco (lo más parecido al argento dulce de leche) en medio de una nube de moscas golosas.
Fue así como Lenin (aquí se permite como nombre de pila cualquier apelativo y, no es joda, es así como existen las Jennifer López Rodríguez, Angelina Jolie González –estoy inventando los apellidos, pero solamente porque no recuerdo los reales– los hermanitos Usmail y Usarmy Quispe Mamani –U.S. Mail y U.S. Army, y estos sí son tal cual– etc.) estaba conduciendo su taxi hacia el centro de Cusco, a un hotel de a treinta soles la noche por persona. La cosa podría haber terminado allí, pero el frasco de manjar blanco seguía abierto y la mosca de reminiscencias revolucionarias había olfateado las divisas post-muro en algún bolsillo. Luego de mostrar la habitación correspondiente (nada del otro mundo: dos camitas, una tele, un baño con agua caliente que nunca se dejará percibir) invitó a los viajeros a sentarse a una mesita recibidora, y té de coca mediante (los hoteles aquí son coca free, por el soroche, es decir, el apunamiento: todos mascan hojas de coca, de a sol el paquetón, como quien se compra

La ciudad de Cuzco fue diseñada por los antiguos arquitectos del Imperio con la forma de un puma, y es, por donde se la mire, un destilado de historia, un sancochado de civilizaciones y culturas que, cual capas geológicas expuestas, se abren a los ojos en cada paso. Por sus calles

Los serranos cuzqueños tienen la piel renegrida, son chatos (petisos) y visten sus ropas típicas para la ocasión, lo que equivale a decir que pretenden recobrar sus royalties por el copyright de

La Plaza de Armas de Cuzco habla por sí sola, con su Catedral renacentista erigida sobre la base

Los cuzqueños, invadidos en aquel entonces por el hombre blanco sediento de oro y riquezas,

Referencias
Foto 1) Callejuela céntrica de Cusco
Foto 2) Fachada de la Catedral de Cusco
Foto 3) Interior (hasta donde te permiten fotografiar, desde afuera) de la Catedral (nótese el oro)
Foto 4) Iglesia de la Compañía de Jesús
Foto 5) Iglesia del Triunfo (una de las iglesias auxiliares de la Catedral)
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