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sábado, 31 de enero de 2009
Escritos sobre Ecuador (Montañita vía Guayaquil)
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 15:25El micro desde Máncora a Guayaquil debía pasar a las 11.30 PM por la ruta y, en seis horas, estar en la terminal de ómnibus de destino. Con parsimonia y compromiso argentino, arribó después de la 1 de la mañana, para recoger a los seis pasajeros que deseaban abandonar Perú y conocer Ecuador, entre ellos nuestro solitario viajero, quien por una cuestión de voluminosidades y alturas, prefirió ubicarse en el primer asiento, fila derecha. El vehículo era ofrecido como un semi-cama, aunque quizás hubiese sido mejor denominarlo semi-colchoneta; no obstante, seis horas, a la noche, se pasarían volando (o quizás no).
El colectivo llevaba chofer y acompañante (que hubiera hecho las veces de “azafato” si la empresa y/o el servicio hubiese tenido en cuenta algo que ofrecer, además de una película clase Z en VHS que por algún extraño motivo se atoró en su máquina y no quiso seguir: nadie lo lamentó); ambos estaban en la cabina del conductor, separada de los pasajeros por una división y una puerta, comunicada con la de acceso principal del ómnibus por unos escalones. Por otro extraño motivo, ambas fueron abiertas durante todo el viaje, así que nuestro pasajero, que estaba sentado justo frente a la primera, habría podido fácilmente deslizarse desde su asiento a las escaleras y desde ellas a la ruta, en alguno de los tantos banquinazos, frenazos y volantazos que el chofer, eximio en esas artes, ejecutaba con maestría. Ni hablar de cambiarse de lugar, puesto que los asientos posteriores tenían un ínfimo espacio para las extremidades, y los otros de adelante ya se encontraban ocupados. Como se verá, en cierto sentido esto fue lo mejor que podría haberle pasado.
El trayecto hasta la frontera peruano-ecuatoriana fue rápido (más de lo programado), y el trámite en la oficina de migraciones del Perú resultó con los habituales y despectivos malos modos: nada nuevo en Perú, pensó nuestro protagonista, un poco harto ya de esas modalidades de la cultura del país del Inca. Le habían advertido que entre una oficina y otra siempre faltaba algo, que un sello, que un papel, etc., y que no siempre los micros se dignaban regresar para que el infausto turista completara sus formas. Entre una oficina y otra median aproximadamente 15 kilómetros o más, en ruta pelada, oscura y –dicen– sumamente peligrosa para que alguien la camine, cámaras y bolsos en mano. Por suerte, aparentemente, nada de ello ocurrió, por lo que a los diez o quince minutos ya estaban de nuevo en la otra dependencia, del lado de Ecuador, donde una atención un poco más gentil (un poco, tampoco les podemos pedir peras a los gendarmes) realizó los trámites correspondientes y confirmó que, efectivamente, un argentino ingresa en Ecuador sólo con su DNI.
Traspuesta la divisoria políticp-territorial, las leyes parecieron cambiar, ya que en ese primer pueblo de Ecuador el micro (que seguía con ambas puertas permanentemente abiertas) se detenía para invitar a subir personas que caminaban por la ruta, cual servicio urbano o de corta distancia. Otra advertencia que tenía nuestro viajero se refería, precisamente, a estas situaciones, y a los vastísimos robos y hurtos que generaban; por ende, su paranoia comenzó a medirse en hectopascales. El chofer acompañante parecía conocer a todos/as a quienes convidaba (cobrándoles pasaje, obviamente) o al menos se trataba de igual a igual con ellos. Como la empresa de transporte es ecuatoriana, quizás el flaco es de Ecuador, a lo mejor vive acá, se decía nuestro atónito, y así, cavilando, presagiando lo peor, y temeroso de salir estampado desde su butaca a la cinta asfáltica (para colmo de males, en muy mal estado en esos primeros tramos) se acurrucó y aferró a su asiento creyendo que el viaje a Guayaquil no presentaría más inconvenientes. Un control de rutina, en la ruta, hizo que abandonara esos presagios.
Los uniformados abrieron los buches del micro, pidieron papeles y subieron. Para alguien acostumbrado a la rapidez de los controles argentinos y peruanos, esta situación casi risible no presentaba problemas: contarían cuántos pasajeros había, si estaban todos sentados, y a comerla. Sin embargo, los policías comenzaron a tardar mucho en el fondo; y comenzaron a bajar personas, primero una, luego otra, y así hasta ser seis o siete. Algunos con su bolso, otros con más de un bolso. Alguien podría haber supuesto que lo hacían para aprovechar el parate y fumar un cigarrillo, aunque abajo nadie encendía ni siquiera una pipa y los demás policías comenzaban a rodearlos, a hacerles preguntas, y a apilar los bagayos que habían bajado con ellos. Los efectivos de arriba pidieron refuerzos y comenzaron a bajar más y más paquetes, bultos, bolsos, bolsas. Una señora, que también bajó, dejó (en el asiento libre que acompañaba a nuestro azorado) un bolso cartera que reventaba de cosas, y masculló algo así como Cuídemela. Allí quedó, mientras la policía bajaba más y más petates, que no serían menos de treinta. A medida que las fuerzas del bien, del orden y de la justicia (terrenal y divina, obvio) fueron llegando al comienzo del pasillo se pudo ver que buscaban el pelo en la sopa, es decir, que sacaban paquetes de entre los asientos, de entre los respaldos, de debajo de los cojines, ocultos en los lugares más insólitos: era un charter de contrabandistas, no cabían dudas. Uno de los polis le preguntó a nuestro atribulado si esa cartera visiblemente femenina y llena de algo que sería como el nuevo oro peruano era de él, a lo que respondió firmemente que no, que la había dejado la señora, que jamás la había visto antes, que ella, la cartera, le había ocultado que era contrabandista y que ella, la cartera, y él, el argentino en Ecuador, eran simplemente amigos. Por suerte, le vieron cara de boludo y de turista (que aunque rime con contrabandista, parece que tal regla no cierra con las lombrosianas inspecciones ecuatorianas) y zafó. La señora, y otra, y otra, subían cada vez que podían, afirmando que habían dejado en el micro los documentos, la chompa, o lo que fuera, y cada vez que lo hacían regresaban un nuevo bolso al micro, o sacaban alguno todavía oculto y lo llevaban a la cabina de los choferes: la connivencia explicaba el porqué de la demora para recogerlos en Máncora. La policía amenazaba con decomisar la mercadería, las mujeres entraban en trance de llanto, los hombres ponían cara de circunstancias (en definitiva, esta no sería la primera vez de tal puesta en escena) y ofrecían quedarse para solucionar el inconveniente. Luego de casi una hora, el micro arrancó, aunque sólo con las dos mujeres, que se quedaron en la cabina, arreglando dónde, cuándo y cómo recogerían los siete bultos reincautados, ocultos en la cabina y custodiados por el acompañante del chofer. A los tres minutos, aproximadamente, el vehículo se detuvo y las mujeres descendieron: las esperaba una custodia que jugaba a creer que habían subido para despedirse de su abuelita. Cuando arrancó, el micro llegó a la ciudad de Machala y se detuvo, para siempre: un trasbordo al mejor estilo de colectivero que “se corta” en el recorrido porque tiene a la novia del momento que lo espera entre pétalos de rosa (sólo que esta vez el motivo sería, seguramente, menos romántico y más redituable). En ese nuevo transporte (algo mejor que el anterior) finalmente, a las 9 de la mañana, arribaron a Guayaquil.
La terminal de ómnibus de Guayaquil parece un aeropuerto y un shopping; Retiro semeja las boleterías de Puente La Noria, al lado de ella. Tres niveles desde donde salen o arriban los micros, y negocios de lo que se pida: desde un supermercado (¡un supermercado en una terminal de ómnibus!) hasta sucursales de varios bancos. Montañita es un paraje a tres horas de Guayaquil, al norte, y el siguiente servicio partiría a las 13. Nuestro viajero y sus tres amigos aprovecharon para recorrer, ir al baño, desayunar, almorzar, retirar dinero (en Ecuador nuestro bienamado Cavallo hace una década sugirió dolarizar, así que la moneda de curso legal tiene la estampita de San Whasington pero, andá a saber por qué, nadie usa o acepta los billetes de U$S 100 y U$S 50, ni siquiera los bancos; también es harto difícil encontrar dónde cambiar euros)
Sin razón aparente, a las 12.30 el grupo estaba disperso, y a las 12.45 no habían dado señales de vida ni Guido ni Gonzalo. Tampoco a las 12.50 ni a las 12.55. Ni a las 12.59. Los otros dos los buscaban con la cara cada vez más encendida de preocupación, no tanto por el hecho de perder el viaje (que en realidad era barato) sino porque el nuevo estaba programado para el día siguiente. Cuando aparecieron, y mientras corrían hacia el nivel donde salía el colectivo, explicaron que se entretuvieron en el supermercado, buscando yerba y comprando un short de baño (al que porteñamente -aunque el autor fue uno de los cordobeses- le cambiaron la etiqueta con el código de barras para pagarla a un precio irrisorio), y que el reloj de andá a saber dónde estaba atrasado. Justo cuando el ómnibus estaba por salir, pudieron avisar y subir. Estaban, después de todo, en camino a Montañita.
La felicidad está hecha de situaciones mínimas, insignificantes en cualquier universo menos en el personal. Nuestro viajero pasó, paulatinamente, del estado de preocupación al de somnolencia y desde éste, al de felicidad absoluta. Pequeños hechos viraron el curso de la historia, pero esa quedará reservada para el recuerdo. Tres horas después, exactas y precisas, descendían otra vez en una ruta. Ya estaban en donde querían.
Montañita es, sencillamente, un lugar paradisíaco. Máncora es, al lado de esta villa, San Clemente. El agua del mar es más transparente y más cálida, la arena más clara y, fundamentalmente, hay muchos menos argentinos pululando (aunque los chilenos aquí son mayoría franca) Tomado en valores absolutos, es un lugar barato (por una especie de regla neoliberal que reza que todo país subdesarrollado que se adhiere a la conversión de su peso en dólar, será invadido por basura importada que tirará abajo su producción y los precios de las manufacturas). En términos relativos, considerado la paridad peso argentino-dólar (o nuevo sol peruano-dólar) las cosas cuestan más o menos como en todos lados. El contingente encontró una casa donde alquilaban habitaciones a cuatro dólares por persona, que contaba con todas las instalaciones (hasta licuadora) y que no tenía inquilinos; así que se apropiaron de ella como si fuera propia. Las camas tenían improvisados doseles con tul para evitar que a la noche las alimañas se enseñorearan en los cuerpos dormidos, y en el sorteo de reparto a nuestro hormiguito viajero le tocó para él solo la habitación con cama matrimonial. Fueron a la playa, tomaron mate, más tarde cerveza, y más tarde todavía unos mojitos, al ritmo de una banda local que ejecutó (nótese la polisemia) temas del rock porteño que, también en Ecuador, se estancan en 1990.
La noche en Montañita es muy viva: toda la gente se agolpa en las dos calles céntricas y pletóricas de bares. No hay división entre locales y espacio público, ya que todo es un reguero de grupos de amigos/as que departen y comparten (hasta ver si se parten). Una vez que se hizo noche allí, al día siguiente se conoce todas las caras en la playa, lo que permite agilizar algunos trámites. Precisamente por esto, podemos afirmar que esa primera noche fue larga (aunque no por eso menos intensa)
Uno de los espectáculos más bonitos del día en Montañita es acercarse hasta donde los pescadores atracan, sobre la playa, para ver cómo abren sus redes y clasifican o descartan los peces (que luego algún avivado lugareño venderá a precios exorbitantes, a un grupo de cuatro babiecas que creen estar haciendo el mejor negocio de su vida comprando esos bichos chiquitos y colmados de espinas). Los pelícanos y las gaviotas se hacen un festín con esos pobre capturados, en el agua, en la arena y en el aire, ya que al vuelo nomás abarajan los animalitos que la gente les revolea. Entre tanto sol y mar, a nuestro viajero casi en regreso se le pasó el segundo día sin darse cuenta, extasiado y pleno y, ya desde la tarde, la congoja por el regreso comenzó a enturbiar su estadía. Esa noche cenaron los pescados espinosos, brindaron como nuevos grandes amigos de temporada, y los demás salieron. Nuestro protagonista creyó oportuno quedarse y descansar (aunque no logró dormir) para emprender el regreso por tierra a Guayaquil y de allí a Tumbes, al norte de Perú. Desde ese lugar intentaría conseguir pasaje aéreo a Lima (estaba muy jugado con los tiempos y si no volvía en avión, no alcanzaba a tomar el vuelo de regreso a Buenos Aires aunque, eso, sinceramente, en el fondo muy poco le importaba: hubiera querido quedarse para ir a Colombia y llegar a Brasil por el Amazonas, con Francisco y Gonzalo, desde donde regresarían a Córdoba, para luego terminar en México, objetivo de Guido).
El destino suele ser inexorable y, lamentablemente, quedaban asientos en el vuelo nocturno a Lima (el micro hasta Tumbes, obviamente, cargado de contrabandistas con bolsos que esperaban llenar, según le indicaba a nuestro viajero regresante su aguzada experiencia en reconocer cara + palabras + oficio). A la medianoche, nuestro hijo pródigo entraba en el departamento de su familia en Miraflores, narraba su viaje, tomaba unos fernet con cola y se acostaba. Al día siguiente almorzaban como prolegómeno de despedida, y por la tarde recorrían un “paseo de compras” al estilo La Salada que –para regocijo de los pitufos– se llama Polvos Azules. Allí compró algunas chuchería para regalar y perfumes originales (contrabandeados, por supuesto) Más tarde recorrieron el Parque de las Aguas, y a la 1 de la mañana (incluida una hora de retraso, bien argentina) tomaba el vuelo hacia Ezeiza, de allí el 86 (que no era más “86” sino “6” u “8”, algo así) a Liniers, y de allí, el 378 x Pringles hasta su casa. Entonces empezaría (o terminaría, o empezaría y terminaría) otra historia, más dolorosa –y quizás por eso, más necesaria.
Referencias:
Foto 1: Vista de una de las calles céntricas de Montañita
Foto 2: Detalle de la playa de Alta Montañita
Foto 3: Puente de agua en el Parque de las Aguas de la ciudad de Lima
Foto 4: Panorámica de las aguas centrales del Parque de las Aguas
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jueves, 29 de enero de 2009
Lazos del submundo
que se conectan
debajo de los músculos
de Amsterdam a Nueva Guinea.
Seis mil millones,
y uno tocando a la puerta.
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miércoles, 28 de enero de 2009
A la una de la tarde tenía todo listo: le quedaba poco más de dos horas para tomar el ómnibus e ir a Máncora, así que decidió comer en algún restaurante de la calle San Ramón. Como seguía antojado con una buena parrillada, eligió un lugar que las ofrecía, claro que a la peruana. Y a la peruana fue también la demora en atender, servir, y hasta cobrar (y no era que hubiese mucha gente, de hecho era el único comensal) A los 30 minutos de realizar su pedido (y no habiendo recibido siquiera la entrada), preguntó si tardaría mucho más, y como le respondieron que enseguida le servirían el plato, se quedó: muy mala decisión, ya que a esta mentira piadosa siguieron otra y otra. Puteando con la mirada a la moza y al cajero (no olvidemos que nuestro preocupado viajero es una persona sumamente educada) salió corriendo, velocísimo cual guepardo, a buscar en el departamento su bolso; tomó un taxi (aun en el apuro, tuvo que regatear el precio, descartar al primero, consultar al segundo, y tomar un tercero), avisándole (sin que esto surtiera efecto) que estaba muy apurado, para llegar a la empresa de micros a las 15.12. Por un altoparlante una voz alarmada decía su nombre y le informaba que debía abordar ya, sí o sí, el transporte, so pena de intimación mediante la fuerza pública y escarnio en la Plaza de Armas . Sin embargo, el empleado del mostrador de despacho de equipajes no se inmutaba ante nada: seguía pelotudeando con otro compañero, como disfrutando de la situación. Cuando la voz dijo que era el último llamado, el señor del mostrador se dignó atenderlo y, nunca se sabrá si con sarcasmo o sin él, lo atendió y le descerrejó a nuestro harto viajero que se apurara, que fuera a "Arribos y salidas" ligerito, pues el micro ya salía. Y jamás respondió dónde quedaba el susodicho lugar: por toda respuesta dijo y volvió a decir "allá".
Nuestro atribulado hubiese necesitado pasar por el baño para despedirse de la cerveza del almuerzo; hubiese comprado un agua mineral para tener en las 18 horas de viaje (después comprobaría que el micro no llevaba ni agua ni café, o mejor dicho, que vendía botellitas chicas de agua a precios exorbitantes). Es decir, tenía todo listo como para haber llegado a horario para no sentir el corazón en la boca todo el tiempo. No pudo hacer nada de esto, y a duras penas alcanzó a tomar el micro. Finalmente, dejaba Lima, y se iba al Pacífico peruano a descansar de los peruanos. Ubicado en el primer asiento, como siempre, leyó, escuchó música, vio una película y media de las tres que pasaron (cuya calidad fue decayendo a medida que comenzaba la siguiente) y, cuando empezaba a dormirse (algo que rara vez le ocurre en un viaje, por más largo que sea), la azafata avisó que se detendrían para cenar en un parador de ruta. Fue el único stop de todo el viaje, así que aprovechó para fumar un cigarrillo tras otro. Durmió un poco y llegó a Máncora.
La ciudad está vertebrada a partir de la ruta Panamericana Norte, donde se encuentra el centro comercial. Casi no hay veredas (por ser angostas o por estar ocupadas por lo que quepa en ellas) así que hay que caminar por la misma ruta, que aquí es chiquita y transitada como una calle. Por ahí van transeúntes, autos, micros, camiones, mototaxis y ciclistas en caótica coexistencia, y a medida que un turista con equipaje camina es abordado (diremos asaltado y esto, como se verá, podría ser literal) por todos los lugareños, que ofrecen hotel, transporte, asesoramiento, y hasta drogas. Como nuestro sano viajero no cantó real envido ante tal proposición, por suerte no comprobó lo que después le comentarían: que los artesanos de la feria, que son los que ofrecían estas sustancias, estaban entongados con la policía del lugar, y que luego de entregar la mercadería, inmediatamente un agente interceptaba e interrogaba al incauto comprador y, presionándolo psicológicamente, le decomisaban la droga y no menos de 300 soles, como canon que solucionaba el inconveniente. Unos gauchitos, los hippies peruanos. Conclusión: sr. lector, si quiere fumarse un churro en Máncora, provéase de su propia repostería.
El lugar donde se alojó era una especie de hostel con ínfulas de hotel (aunque había taperas con mayores pretenciones) y contaba con algunas ventajas: estaba construido con paredes de material y tenía una salida directa a la playa. No a una calle, ni a un acceso: estaba EN la playa y, de hecho, por esa salida entraban veraneantes a comprar cerveza, sentarse en los sillones de los decks del patio y usar las instalaciones sanitarias (que en realidad eran para los alojados que pagaban menos porque tenían, precisamente, baños compartidos). Ya se dijo que en Perú todo es negocio (y que no hay diferencia entre legalidad o ilegalidad) así que... ¿por qué no hacer de un espacio privado como es un hotel algo público, y de algo público como es una playa, algo de acceso privado? No obstante, bien mirado, todo esto constituía un plus interesante para el lugar, ya que era el centro de la costa (entre otras cosas, porque tenía una especie de techo de galería en la salida, que ofrecía la única sombra en la arena) y allí se nucleaban tanto los hospedados/as como grupos foráneos que, a la media hora, se hallaban integrados.
Máncora es uno de esos lugares donde podrías quedarte aplastado meses y meses, si estás de vacaciones. Tenés siempre sol, siempre "días de playa" y la verdad es que habiendo tanta gente, siempre terminás enganchado en algún grupo, mate o birra en mano. Es un lugar pensado para la joda, pero en un sentido más playero: aunque hay un boliche y un par de pubs, la movida se arma vía fogones en la misma arena, o en el hostel, que se improvisa como un parador nocturno. A pesar de los arreglos hippie-policiales, pareciera que la consigna es marihuana free, y muchos de los conductores de los mototaxis se encargan de tales provisiones (aunque si bien no te mandan a la yuta, ya veremos qué consecuencias depara) No obstante, para alguien que no desea esos bemoles, Máncora ofrece cierta situación de bienestar general, de comunión con la naturaleza y la vida: de hecho, nuestro viajero estuvo muy prolífico, y mucho de los escritos que figuran aquí, diseminados en el mes de enero, fueron redactados en esa semana y sustraídos de su cuaderno de notas para ser editados en este blog (con las fechas modificadas para "rellenar" mejor la insignificancia de las publicaciones)
El día de su arribo, nuestro chichipío compartió algunos momentos con un grupo de porteñitos que casi no lo parecían: podría decirse que hasta eran copados, o casi. Sumaban alrededor de 6 (nunca supo bien cuántos, ya que con esto de que se podía entrar y salir casi libremente, unos de los que allí estaban en realidad ya no dormían allí, sino en algún sitio mucho más barato-precario), y habían puesto una hamaca paraguaya en los altos, es decir, en la terraza que techaba todo el patio y tenía sillones y una espectacular vista al mar. Esa primera tarde, lograr que un dispositivo tan frágil como una hamaca de tela y cordeles lo sostuviera sin ceder ante su peso, y balancearse mirando el mar, fueron motivos más que suficientes para sentirse feliz, por lo que el balance del primer día fue más que favorable. Las primeras jornadas, entonces, transcurrrieron así: entre libros, hamaca paraguaya, sol, mar, cerveza, charlas, fogones y cumbias (el lugar contaba con solamente tres discos, compilados de "la mejor cumbia norteña", y a su vez tenía una especie de gualicho por el cual la consola quemaba y/o destruía cualquier tipo de reproductor que se le adosara con el objetivo de cambiar las melodías: así había pasado con todos, y así le ocurrió a nuestro paródico dee jay, quien sollamente logró hacer estallar los alrededores con cuatro o cinco temas de los Redondos, antes de ver cómo fenecía su primitivo cosito de mp3).
Una vez que se instaló en su habitación de planta baja, de las de baño privado (no de las de planta alta y con baño compartido; este dato viene a colación, no es una simple materialidad clasista), cuando se desplomó en la galería con sombra de la salida del hostel, y conoció al primero de los seis porteños, encontró allí también a un pibe que resultó ser peruano, de Lima (precisamente, del Callao), quien no tuvo empacho en sincerarse (a nuestro prohombre siempre le sucede que le ven cara de depósito de confidencias, y él, resignado y/o gustoso, las escucha y hasta aconseja: tan así de fácil resulta a veces la sesión de psicología) y confesar que era un "chico de la playa" (o sea, no de la calle), que dormía en las carpas de la arena y comía lo que podía, y tenía un bolso con un poco de ropa en una obra en construcción abandonada. La noche anterior, unos que vienen de allá, de la villa, haciendo rastrillaje en la playa, hurtando a incautos solitarios (ya sea despiertos o dormidos) quisieron robarle a él las zapatillas (que estaba usando como almohada) y a su compañero de aventuras la mochila. Por suerte se despertó y logró correrlos hasta recuperar todo, menos uno de sus dos calzados. La anécdota en sí misma le vino a mostrar que no era oro todo lo que relucía, y que había una especie de submundo, una especie de inseguridad a lo C5N. Esto fue nada más que una noticia, remota, de lo que le había sucedido a un pibe medio lumpen, con varios pronturiarios en su haber, que dormía en la playa: si se quiere, algo pintoresco. Sin embargo, las cosas pasarían a mayores.
Al tercer día, aparecieron sentados en una de las mesas con sillas altas del patio dos flacos. Nuestro turista, que la iba de lingüista, presagió, con aires doctorales: "Chilenos". Eso no significaba otra cosa que una clasificación dialectológica, cabe aclarar, puesto que ya hemos detallado que a nuestro particular viajero le divierten y atraen (?) sobremanera (?) tales cuestiones. Los seis chibolos porteños se habían ido ese mismo día, por lo que ya tarde, o quizás a la noche, había cambiado de grupo de pertenencia como quien cambia de mansión para fines de semana en Cariló Beach. Los mencionados, a la sazón cordobeses, eran Francisco y Gonzalo, y la relación entre los tres comenzó al día siguiente, a raíz de lo que le ocurrió a otro solitario veraneante porteño.
Esa noche, a Mauro (que dormía esa vez en bolas en su habitación de planta alta, diz que solo) le entraron. O sea, así como se ingresaba al hostel por donde y cuando se quería, parece ser que la misma posiblidad había a la noche. Alguien (o más de uno) recorrió la planta alta (porque sabían que las habitaciones de arriba eran más fáciles de abrir), primero tanteando quién se durmió sin trabar la puerta (quizás esto también lo hicieron en planta baja, aunque era exponerse más), luego buscando la habitación con premio, que era la de Mauro, pues tenía un vidro faltante en un cuadrito (al estilo vidrio repartido) desde donde, estirando por allí el brazo, se podía abrir desde adentro (el sistema de seguridad consistía, como en todo Perú, de esos de picaporte redondo con botoncito que traba desde adentro) Se le metieron y lo dejaron con lo puesto, o sea, en bolas. Por ahí quedaron un short, una remera, las ojotas, y unos tamborcitos que había comprado en Bolivia. El tal Mauro se habría ido también ese día, como los porteños (aunque no pertenecía a su grupo, ya fue dicho), pero ese inesperado cambio de planes lo dejó varado unos cuantos días más en Máncora. La policía vino, "hizo pericias" y nunca más volvió, y entre los pasajeros comenzaron a reconstruir cómo pudo haber sido el hecho (téngase en cuenta que aquí se lo está relatando según esa hipótesis, y que la cosa fue que una mañana la sra. María, encargada del lugar, vio que una habitación tenía una puerta semiabierta, pensó tal vez "Una vez más un mamado se duerme sin cerrar", se dirigió cual madre adoptiva a entornar la puerta, lo vio en bolas, caviló algo así como "Dios mío, qué situación, ahora qué hago", decidió dejar la puerta abierta y volver sobre sus pasos, roja -vaya uno a saber si de vergüenza o deseo-, y Mauro se levantó al ratazo al grito de "Me robaron, loco, me afanaron todo")
Uno de los pibes de Palermo comentó que se despertó a la madrugada para expulsar algo de la mucha cerveza en sangre, que vio merodeando por el patio a un mototaxista quien, cuando se cruzó con el recién despertado, balbuceó una pregunta pueril acerca de dónde se hospedaba "el gringo" (entre tanto argentino y chileno, había un inglés -luego se supo, prófugo de una cárcel de Perú, esperando la oportunidad para pasar fácilmente a Ecuador y dejar atrás su legajo de narco europeo). El urgido por el inodoro le respondió rápido y no pensó nada malo, aunque más tarde, a la mañana, todos lo hicieron. Más cuando supieron que otro de los porteños llegó, un ratito después, y vio a alguien que no reconoció (presumiblemente, el mismo conductor de las motos) recorriendo la planta alta. La cuestión fue que al consabido Mauro lo dejaron sin guita, sin ropa, sin pasaporte.
Este fue el tópico por el que principiaron la charla Gonzalo, Francisco y nuestro señor mayor. Eran aquellos, como se dijo, dos ciudadanos nativos de Córdoba la docta, estudiaban respectivamente Derecho (con su dulzura habitual, nuestro contertulio le espetaba que estudiaba para ser un futuro garca argentino más) y Geografía Social (a cada persona que le preguntaba, Francisco tenía que desarrollar cansinamente en qué consistía específicamente eso de una geografía que no es de territorios sino de personas, tanto que a veces le pedía a Gonzalo -y después a nuestro amistoso viajero- que lo hiciera por él) Estaban acampando en la misma playa, en una iglú a unos cincuenta metros del hostel, y habían llegado a Máncora haciendo dedo desde Córdoba al norte argentino, y de allí recorriendo por tierra Bolivia y la costa peruana. En algún punto del país habían conocido a Guido, un pampeano residente en Buenos Aires, quien llegaría a los pocos días (se había quedado en el destino anterior, de donde partieron Fran y Gonza, enredado en los pliegues de una pollera). Charla va, charla viene, a los pocos días (en total, estuvieron juntos los tres, y luego los cuatro, más de siete días) eran como amigos de toda la vida, compartían libros, porrones/chelas (úsese el término dialectológico que corresponde al orgen/destino), cocinaban entre/para todos unos potajes bien campamenteros (recuérdese que nuestro viajero siempre se va con carpa de vacaciones, y hace esa vida), con un mechero y una ollita que ellos traían, recorrían por la noche los lugares de movida para ver si pintaba eso de mover, etc. Cuando se incorporó Guido el grupo no sólo no se fraccionó sino que se enriqueció, puesto que el recién llegado venía con un hálito de dandy winner que ratificó en su segunda noche, con una porteña treintañera y abogada.
Tan panchos estuvieron los tres, y luego los cuatro, que jamás lograron reunir coraje y fuerzas para ir a conocer las playas cercanas a Máncora, que se encontraban a un ratito de viaje y de las que todo el mundo decía que eran mucho más lindas. Era evidente que estaban bien así, de la habitación o la carpa a la sombra de la salida del hotel, y de allí a la barra de las cervezas. La única tarea por fuera de esta zona de exclusión marítima consistía en ir a comprar las provisiones para los almuerzos o las cenas, y esporádicos llamados telefónicos o chats de Fran con su novia, con motivo de ciertas cuestiones personales que no vienen al caso. El resto era unirse a otros grupos (generalmente, honesto es reconocerlo, de chicas), tomar mate, jugando a la pesca: a veces, los mejores frutos del mar se obtienen de este modo.
A Francisco y Gonzalo (Guido se hospedaba en otro hotel) les tocó en suerte ser los siguientes protagonistas de la sensación de inseguridad de Máncora, primero con un par de ojotas que dejaron bajo la carpa, entre la arena y el piso (y que se ve que las manos hábiles de los cacos descubrieron revisando donde nadie buscaría) y, a la siguiente madrugada, abriéndoles el cierre de la carpa y sacando de entre ellos un bolso que contenía dos cámaras de fotos y otras minucias valiosas. Si el affaire de las ojotas indignó a Fran (eran de él) no tanto por el valor sino porque esa misma mañana las vio calzadas por un lugareño con aspectos bastante orilleros, lo de las cámaras empañó el último día, por ese sentimiento de violación que les quedó por el hecho de que fuera con ellos adentro, durmiendo. Es más: se despertaron (les había quedado liviandad en el sueño luego de lo de las ojotas) casi en simultáneo con la sustracción, y salieron a pedirle a nuestro protagonista primero una linterna y luego que les cuidara la riñonera con los documentos y la plata, porque irían a buscar a algún alguien, deambulando por andá a saber dónde, con un característico portacámaras de fotos. Obviamente no lo hallaron. La dulce y feliz estadía en Máncora llegaba a su fin: unos porque querían seguir viaje a Ecuador, y otro porque le quedaban, en todo concepto, sus últimos tres o cuatro días (y sus últimos morlacos) para su estadía en el extranjero. Aquí necesitaríamos hacer un flash back.
Nuestro viajero en otras tierras había tenido en claro allá por septiembre que visitaría Perú y Ecuador, y que para esas migraciones era menester tramitar el pasaporte. Cuando se decidió a comenzar tales gestiones, se enteró de que no era necesario el salvoconducto para ingresar en Perú (alcanzaba y alcanza simplemente el DNI), así que se dedicó a continuar su vida como hasta entonces. Meses después, retozando en Cusco, cayó certera la idea sobre su cráneo: no tenía pasaporte, no podría entrar en Ecuador. Su plan siempre había sido visitar ambos países, pero por esas cosas que los psicólogos deberían llamar “un cuelgue” (patología asociada a las personalidades del tipo “pelotudo importante”), cuando supo que su primer destino no requería ese documento personal, obvió el detalle de que el segundo sí lo requeriría. En Cusco entonces decidió modificar sus planes, quedarse más tiempo en Lima, y de las dos semanas originalmente previstas, dedicar solamente diez días en recorrer el norte peruano, sin cruzar el charco.
Cuando sucedió lo de las cámaras, nuestro sin-pasaporte estaba gastando su séptimo día. Dos mujeres se habían unido al grupo (dos abogadas, una de las cuales fue la consorte momentánea de Guido) y venían, precisamente, de Ecuador. Cuando supieron que de los cuatro apuestos mozalbetes, tres irían hacia allí (y que el cuarto invocaba tal bochoronosa historia) comentaron a dúo que no era necesario presentar pasaporte, e invocaron el inciso de algún artículo de algún código incluido en algún tratado. Nuestro escéptico, que a la postre es un positivista, requirió pruebas brindadas por la empiria, cuantificables, y no la simple especulación leguleya, y ambas, a dúo, narráronle el caso de una argentina que a la ida, o en el regreso, al lado de ellas, ingresó o salió sólo con su DNI autóctono. El martillito imaginario de un juez dio por cerrado el caso, y Gonzalo fue rápido a comprarle un pasaje también a él. Para ratificar el fallo, las dos mujeres profirieron, a dúo: "¿Entendés, boludo? Sin pasaporte, todo bien"
La noche de su último miércoles, nuestro viajero despistado convidó a cada uno de sus amigos a que se bañaran en la habitación (y no en las duchas públicas de pago), ya que si en ese hotel entraban hasta ladrones bien podía ofrecer él las instalaciones que legítimamente había pagado; hizo números y calculó cuánto tiempo podría estar en Ecuador (había aproximadamente 6 horas a Guayaquil, otras 3 a Montañita y cerca de 18 desde Máncora a Lima, -sin contar los tiempos muertos de espera en la combinación entre ómbibus- lo cual le dejaba netas, como mucho, 36 horas para estar allí); armó rápidamente su bolso y se preparó para la cena que todo el grupo había programado como despedida y cierre de Máncora.
A eso de las diez de la noche, (dos horas antes de la partida en colectivo) comieron ceviche y aplaudieron a unos cantantes autóctonos a la gorra. Y brindaron por Baco, como Dios manda.
Referencias:
1) Vista parcial del patio del hostel
2) La salida y sombra de la playa
3) Vista aérea de la playa desde los altos del hostel.
4) La playa, desde la hamaca paraguaya (nótense los gráciles piececillos cenicientescos)
5) Atardecer en Máncora
6) Francisco, Gonzalo y Guido en el muelle de Máncora (nuestro viajero nunca deja mostrar su rostro en las fotografías)
7) Último registro de la cámara fotográfica de Gonzalo, en el atardecer previo a su hurto.
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jueves, 22 de enero de 2009
Un atardecer en la playa
a sabiendas del sol imposible
y las páginas del horizonte
allá lejos
siempre evocando el tránsito
de la quimera que se corre y se subleva
–el silencioso roce de los cuerpos
que se han visto y dejado
quizás amándose–
en tertulias de recuerdos impasibles en las olas,
proyectos de pasados que no fueron presente
y que aún punzan
–sólidos edificios en la arena
que se continúan y sostienen
infinitamente–
Un atardecer en la playa
y la rebelión de la mente
para revertir un futuro
que lame las costas
y huye al horizonte
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domingo, 18 de enero de 2009
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miércoles, 14 de enero de 2009
Todos convenciendo
a la incauta,
a la deseosa del sol,
para que no espere jinetes que se esfuman
clavados en el pasado,
permanentes y añejos
como el dolor que nos funda
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jueves, 8 de enero de 2009
El hecho de no estar ligada al turismo receptivo la constituye en una genuina ciudad sureña del Perú, en cuyas callejuelas se apiñan, sobre las estrechas veredas y sobre el asfalto, cientos/as de vendedores/as de todos los rubros, y hasta incluso se improvisan cocinas y tablones para ofrecer menúes a s/. 2,50 (un menú, en Perú, está integrado por un primero -una entrada- y un segundo -o plato de fondo- y un vaso de jugo, que nosotros llamaríamos agua de compota). Es una ciudad grande, gris y baja, que tiene -como todas en el país- un mercado donde se adquieren los productos comestibles (todo al aire libre, olvidate de la llamada cadena de frío) y otro con productos de dudosa procedencia (lo que llamaríamos la Salada, acá)
Nuestro despistado viajero estaba convencidísimo de que regresaba a Lima el 7 de enero, vuelo de las 9.00. Por esa razón, salió temprano del hotel de Puno y, combi mediante, llegó 8.30 (algo nervioso por el poco margen horario, pero el vehículo lo recogió a destiempo) y se dirigió raudo al mostrador de chequeo (tiligueando, es lo que se conoce como check-in), presentó su billete de vuelo (ídem, se lo suele denominar ticket) y su DNI. El empleado miró el cartoncito, miró la cara del futuro pasajero, miró la PC, ingresó en una oficina (habrá avisado a sus compañeros la situación) y regresó:
-Sr. Cid, usted vuela mañana.
Con su mejor cara de "Soy un perfecto pelotudo, discúlpeme" hiló los hechos hasta recordar que sí, era cierto, había tenido en cuenta la posibilidad de regresar el 7, pero en ferrocarril, mas luego se optó por hacerlo en avión, por lo cual no estaba atado a volver un lunes, y así se definió por el martes 8. Un día que podría haber aprovechado para seguir recorriendo Puno. Un día sin saber qué hacer en Juliaca.
Buscó hotel, dejó sus cosas, fue a almorzar. La ciudad no ofrecía mayores atractivos que los descriptos, y que se agotan rápido para alguien que transita medianamente seguido el barrio porteño de Once, o el de Liniers. A eso de las cuatro de la tarde, ya había ido y vuelto al hotel, había estado mirando un rato la tele, había intentado dormir una siesta, había hecho palabras cruzadas y había seguido con la lectura de La ciudad ausente, de Piglia (Wasabi, de Pauls, ya había sido concluida) A eso de las cinco, la suerte de principiante le deparó dos rodillos con BAR BAR y uno con TRIPLE, así que se había hecho de un pequeño capital que le permitía no sólo recuperar el dinero del taxi, el del almuerzo y la cena y el del alojamiento extras, sino que ameritaba también una pequeña distracción nocturna. Claro que, siendo martes, se iba a hacer difícil encontrar tales divertimentos.
Como en todo el altiplano, el día fue soleado y cálido pero la noche cayó fresca, tirando a fría. Tras la ducha, y estando vestido para la ocasión, a nuestro viajero hambriento lo arrepujó una voraz necesidad de parrillada, de las nuestras: mucha achura y asado de tira. En Perú no son tan comunes como acá, e incluyen diferentes tipos y cortes de carne; como mucho, chorizos de esos rojos y chiquitos que en Buenos Aires tildaríamos de incomibles. Un cartel rezaba, perdido, el sintagma mágico: Parrilladas argentinas, y hacia allí corrió, cual Laura Ingalls en la pradera, nuestro despistado y ocasional juliaqueño. Es frecuente que la entrada a un comercio sea pasando por otro (las galerías, por ejemplo, son laberintos en los cuales para llegar a cierto local tuviste que recorrer, como Teseo, idas y vueltas), así que no se extrañó cuando, para acceder al comedero, debió entrar en otro casino, y subir por una escalera. Lo extraño fue que el ambiente estuviera en penumbras, se vieran anaqueles con bebidas, los pocos parroquianos estuvieran alegres y juergueando, copa en mano, y que no se percibiera por ningún lado parrilla ni aroma. Confundido, preguntó a uno de los mozos cuál era el menú, qué traía la parrillada, y este, entre risueño y asombrado, le respondió que Parrilladas Argentinas era una disco que abría los fines de semana, y que se encontraba a la derecha de la escalera; pero que ahí, a la izquierda de la misma, eso, ese lugar, no tenía comida alguna porque era un karaoke (o sea, un canto bar)
Decía el filósofo Carlos Balá que el movimiento se demuestra andando; así pues, nuestro hambriento se sentó y arrancó con una chelita (cervecita) bien helada (remarcó contundentemente este sintagma adjetivo), mientras el DJ precalentaba el ambiente con videoclips en una pantalla grande. Sucesivamente se vio a Arjona, Maná, Soda, Daddy Yankee, Enanitos Verdes, Charly, GIT, Vilma Palma, The Police, Queen, y otros grupos y/o solistas. Ya había ocurrido en Lima, pero aquí la invasión de la música argentina de los ochenta llegaba al paroxismo (en realidad, toda la música, con excepción de la peruana, era de esa década) Mr DJ era un flaco de no más de 25 años, que cuando comenzó el karaoke utilizó la pantalla para que los asistentes (en realidad, dos flacas, una que era la novia de un amigo de Mr. DJ, otra habitué cantarina, y un pibe que estaba sentado con un amigo y una amiga) leyeran la letra de las canciones que habían seleccionado previamente. El karaoke es furor en Perú, por lo cual nuestro tímido viajero casi, casi, cede a la tentación de ser el hazmerreir de la fiesta. Por suerte, las cervezas y las jarras de pisco no reblandecieron su capacidad de autocontrol y censura permanentes.
Terminada la sesión de cantos, el solitario había pegado charla con uno de los mozos, quien comenzó a interrogar, curioso y admirativo, sobre Argentina, que es decir Buenos Aires, metonímicamente. Así, de la mesa a la barra hubo un paso, y de allí a ampliar la conversación con el DJ, que se entabló, más o menos, en estos términos:
-Che, ¿uds. acá no conocen nada más nuevo del rock nacional, perdón, argentino, viejita?
-Ya, pues, aquí gusta la música de los ochenta.
-Bueh, loco, pero un redó, un bersuí, no sé... un gardeles... ¿nada de nada?
-...
-Mirá, te tiro un par de datos, chabón, viejita del agua, barrilete cósmico: buscá esto cuando puedas en Internet.
La lista incluía un poco de todo y, Mr DJ, solícito, vía You Tube, al poco rato estuvo ambientando el lugar con nuevas melodías que eran recibidas con extrañeza por los lugareños/as. Sonaron Anabel, de Los Gardelitos (porque en Perú también gusta mucho la stonemusic); Un pacto para vivir, de Bersuit Vergarabat y, antes que la gente comenzara a protestar y a pedir que cambiaran la música, el ambiente se inundó de fantasmales pogos y pulsos sanguíneos con Jijiji. Cuando Olga Sudorova crepó con Chernobil, nuestro protagonista (al fin y al cabo, casi un ser humano, y casi con sentimientos) se sintió Gardel cantando Volver en la cubierta del barco junto a Tito Lusiardo, secó un lagrimón que se piantaba de sus ojos (ciegos, bien abiertos) y se fue. Había sido una noche intensa.
Referencias:
Foto 1: Iglesia de Santa Catalina, en la Plaza de Armas de Juliaca
Foto 2: Calle juliaqueña (nótense la "bicitaxi" y la "mototaxi", más atrás, en el centro de la calle)
Foto 3: Parque arqueológico de Sillustani (en la ruta desde Puno, camino a Juliaca)
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miércoles, 7 de enero de 2009
está un marinero pensando en las playas
de un vago, lejano, brumoso país.
Un grillo que canta en el silencio de una playa,
un tintinear de cumbias caribeñas,
mientras el sol se derrite entre
el mar y las montañas,
un ron que se embarulla en un vaso
y un cuerpo echado, casi feliz
(que extraña pulsiones añejas),
aspirándose el silencio,
pacificando su historia y sus esencias.
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martes, 6 de enero de 2009
Las callejuelas y el anímate, amigo continúan persistiendo, aunque haya cientos de kilómetros entre éste y el anterior destino. También, los límites imaginarios que los pobladores autóctonos recortan sobre la ciudad: de esta calle para allá no pase, es muy peligroso. Nuestro incrédulo comienza a hartarse de ese paternalismo impuesto al turista, pero por las dudas no jode, ni desatiente las advertencias: recorre el casco histórico de la ciudad, cámara en mano y, aquí sí, aprovecha a comprar los primeros regalos. El pisco abunda, y con los restos de las mercancías cusqueñas se dedica, la primera noche, a garabatear en un cuaderno con espiral.
Al día siguiente, temprano, lo esperan para recorrer el lago y algunas islas. Una catramina catamarán, al cual una gaviota le saca varias leguas de distancia con sólo batir lentamente sus alas, arranca desde un muelle, con varios turistas de todos los orígenes. En el techo (en lo que podríamos llamar la cubierta) el sol pega duro (el primer día de sol peruano desde su llegada) y al rato el viajero introspectivo, ser sociable al fin, está departiendo con otros argentinos (siempre habrá un argentino donde se halle otro) En un rincón, dos gringos leen, y uno a veces levanta la vista, como comprendiendo qué conversan los argentino-hablantes. Algunos mates más, y desembarcan todos en la isla de los Uros.
La costa del Titicaca está contaminada, y sobreabundan las totoras. La isla de los Uros es artificial, construida con pedazos de tierra solidificada por las raíces de la totora, (como si dijéramos bloques de ladrillos de tierra y pasto, cosidos); el conjunto de las islas está anclado con un sistema de sogas que lía una con otra, y las primeras a tierra firme. Son como barcos, y cuando pasa un lanchón que hace olas, se siente en los pies el vaivén de esa alfombra sobre el agua. Los uros son una etnia (una tribu, diría el eurocentrismo) que debió abandonar las tierras de la costa cuando los españoles se enseñorearon allí, y el sistema de flotación sobre el lago les permitió mantenerse al margen de la explotación, aunque eso también facilitó que se mantuvieran al margen de todo. Hoy por hoy, todavía, no son reconocidos como legítimos dueños de las tierras que ellos mismos construyeron, aunque se les respeta el derecho y la posesión (así, por el uso). Eso sí, Fujimori, en algún momento, les dio paneles solares y algunas TV. Claro que menos de las que un censo de familias hubiera informado, y ese detalle -que fomentó algunas disputas por las posesiones- logró cierta veneración hacia El Chino por parte de los isleños.
Viven de la totora (no decir paja, por obvias razones): la comen, tapizan el suelo de las islas, la utilizan para construir sus viviendas, sirven para hacer fuego. Y de las artesanías que venden cuando arriban contingentes turísticos. No todas las islas están de acuerdo con esa mercantilización de su cultura, ese mostrarse resignados como freaks a grupos blancos que los registra con costosos dispositivos. Pero de algo hay que vivir, y estas gentes se han adaptado, a su manera, a las circunstancias del mundo global. Todavía se dedican a trocar, en los mercados de Puno, los elementos que producen por otros que no obtienen en las islas, ya que tienen, en otras islas, criaderos de truchas, algunos cultivos, etc. También tienen escuelas y una sala sanitaria. Se mueven de isla en isla en unas barcazas confeccionadas, obviamente, con totoras.
La isla de Tequile es natural, y debe su nombre al español que la adquirió y permitió que sus pobladores mantuvieran su cultura y costumbres. Es una colina que suma a la altura de la ciudad de Puno su altura específica, y en ella hay terrazas de cultivo incaicas. Los pobladores visten con ropas que, en su momento, Tequile les invistió: con ellas marcan su estatus, su rol en su sociedad (jefes -que son electivos-, solteros/as, casados/as, etc.) Algunas construcciones vidriadas y modernas quiebran el estilo de construcción de la iglesia de la isla y otros edificios antiguos, pero sólo ese dato es el discordante. Para cuando el grupo llega a esta isla, ya están unidos a los argentinos los dos ingleses, comunicándose a como diera lugar.
El sol, que estuvo fuerte todo el día, deja sus huellas en los rostros de los visitantes, pero el mayor rastro del viaje es el cansancio por la subida interminable en la isla de Tequile. Al regresar, el contingente se disgrega en diversos hoteles, con promesa de encuentro nocturno para cena de despedida. Una tormenta con granizo corona, al rato, la tarde, y un frío típico del Altiplano sobreviene luego. Una chompa (campera) de auténtica vicuña (?) le sirve a nuestro viajante antes de lo previsto. Tienen que despertarlo con SMS y llamados, preso de su propia trampa del duermo una horita y salgo. Media hora después de lo previsto, Pablo y Tania (porteños de nacimiento y residencia), Emiliano (nacido en Suecia, hijo de exiliados argentinos, perfecto hispanohablante) y Josefina (su novia sueca, con dominio más que aceptable del castellano), Gabriela e Ivana (dos amigas conurbanenses), Jack (inglés británico de dicción cerrada como pocas) y Sam (que como es estudiante de español en Ecuador, algo entiende, aunque en un momento cuenta que cogía el avión al día siguiente y bueno, se imaginarán las chanzas) y nuestro solitario corresponsal, se encuentran cenando cada uno su pedido (recomendación: alpaca al horno gratinada), y luego conversando, cerveceando, pisco soureando, haciendo esas promesas de continuar viéndose que tanto cuadran en estos casos y que, sólo a veces, se cumplen. De cualquier modo, así como al pasar, el viajero reconoce el nombre y apellido de Pablo, cuando se entera de que es movilero y redactor de noticias en las dos radios que él, en Buenos Aires, escucha. Así que de un modo u otro seguirán en contacto, por esas casualidades tan extrañas que por Perú le vienen ocurriendo.
Referencias
Foto 1: Vista panorámica de la ciudad de Puno, a orillas del Titicaca
Foto 2: Habitantes de la Isla de los Uros
Foto 3: Balsa de totora de los Uros
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Truecan tubérculos variados para la subsistencia, por gusto de sentir los ajenos placeres del comercio, pero si no tienen qué intercambiar se regalan unos a otros los alimentos, puesto que en definitiva la comida pertenece a la tierra y todos son, ante ella, arteros ladrones que no pueden reclamar derecho a propiedad alguno.
Los de arriba, que por eso son dueños del suelo y del cielo, de los mares y del aire, ingresan en las profundidades enseñoreándose, y aún hoy se llevan los fragmentos que brillan, y a veces incluso capturan a alguna mujer rata o algún niño rata, quienes jamás regresan. En cada ocasión, los de arriba, que dominan con sus manos los fuegos de los soles y las piedras que vuelan velocísimas, dejan, para que se los venere (es decir, se les tema), pestes y maldiciones que diezman a los hombres subterráneos aunque se escondan en las entrañas mismas de la tierra.
Así como los de arriba se saben producto de la creación, los de abajo se asumieron en tiempos antiguos como la defección de los dioses, propios y ajenos, y en ese orden de cosas han vivido desde que recuerdan. Por ello, jamás habrán de rebelarse y se contentan con inocuas escaramuzas, tales como tallar la historia de su sumisión en las rocas subterráneas que nadie, nunca, leerá.
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lunes, 5 de enero de 2009
Escritos sobre Cusco (II): Machu Picchu
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 17:51Está conformada por dos sectores: en el agrario, inmensas terrazas de piedra hacen las veces de cascadas de agua, que aprovechan las vertientes y las lluvias, para cultivar en ellas; en el sector urbano, las 270 edificaciones familiares rodean y ladean a los principales templos y edificios gubernamentales.
Al pie de Machu Picchu se halla actualmente la ciudad de Aguas Calientes, aunque en tiempos originales la fortaleza se conectaba con Ollantataytambo, distante a unas tres horas en ferrocarril. Machu Picchu era una ciudad sagrada a la que se accedía en peregrinaje de purificación, que se coronaba con el actualmente denominado Camino del Inca, un recorrido de cuatro días y tres noches, en la montaña, por el que se accede al punto más alto desde donde se puede contemplar la majestuosidad de la creación.
Cuando los españoles atacaron el Cusco, el Inka mandó aviso mediante sus chasquis (mensajeros en postas fijas) y ordenó destruir todos los caminos de acceso, motivo por el cual los invasores, ávidos de descubrir ciudades en la selva con el febril sueño de encontrar la mítica de Eldorado, jamás hallaron la ciudadela de Picchu, protegida por las montañas y la vegetación. No obstante, los pobladores abandonaron su ciudad, cuya construcción les llevó alrededor de cuarenta años y que abandonaron sin concluir.
Nuestro cronista itinerante, con envidiable estado atlético, subió hasta la ciudadela y, como toda reacción, enmudeció. Racionalista descreído, por un instante sucumbió ante los misterios y maravillas de los antiguos, con devoción casi dogmática. Pero volvió enseguida a las bases terrenales, preso del caos de la actual civilización y su principal actividad, el turismo desorganizado y cuasi estafador. Y si bien esto no empañó el recorrido (mas sí su ánimo momentáneo: en definitiva, es cierto, es un cabrón), desistió de subir al Intihuatana, por miedo a perder el blusero tren de las 16 (que en realidad era el tren de las 18, pero dada embarullada visita, podía ser el tren de cualquier horario) Los cuatro días a pie, por el Camino del Inca, también quedaron esperando para una futura ocasión.
Referencias:
Foto 1: Vista general de Machu Picchu y, a la derecha, del Intihuatana
Foto 2: Terrazas de agricultura (sector agrario)
Foto 3: Vista general de la plaza principal y del sector urbano de viviendas
Foto 4: Templo central
Foto 5: Interior (con el techo reconstruido) de una vivienda
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Volar es fácil (más de lo que los humanos creen). Apenas un repiquetear los brazos e inflar los pulmones (en realidad, no sé si las moscas tenemos pulmones) para flotar, surfear el aire. Por suerte no planeo contra el viento: sería difícil acercarse a las olas, en realidad apenas unas débiles ondas, todavía. Siendo mosca, quiero volar, acercarme a la arena, libarla y aletear hacia el agua, como ahora. Flotar sobre ella sin tocarla, jamás, pues desde el aire no es necesario ningún punto de apoyo: se navega la atmósfera como antes se transitaba cualquier versión de suelo. Lucho contra las gotas enormes volatilizadas sobre la cresta, la marejada que se arremolina y me impide bajar hasta el límite, aunque nada es demasiado, habiendo sido hombre hasta hace instantes, en cuya genética siempre estuvo el gobernar la naturaleza, hasta destruirla. Justo cuando logro vencer a esas molestas partículas acuosas, aparece una boca. Sobresale del agua, tragándose el mar entero, pero esperándome para ser su postre. Un pescado a la plancha es una cosa, pero en el océano, vivo y hambriento, es otra muy distinta, más cuando uno dejó llevar la situación al extremo de ser una mosca empeñada en sobrevolar las olas, pues así lo ha dispuesto y yo no podría rebelarme a tal decisión. Y así, ley inexorable, me transmuto, alucinado, de mosca a manjar de pez. Y en su interior.
Dentro de lo que podríamos denominar “estómago” (tampoco sé si un pez tiene estómago), la vida es bastante monótona. No se sabe si transcurren horas o días, aunque probablemente sean apenas minutos, pues en un lapso relativamente normal (la lógica indica) debería pasar a ser parte de la mierda oceánica o, mejor dicho, mierda de un pez en alguna parte de algún océano. Uno no puede mensurar cuándo, pero a los minutos, horas o días, será devorado por otro pez, ya que el más grande se come al más chico. Irremediablemente. Y así soy pez, otro pez, y otro que se convierte en otro, y otro. Hasta ser ballena.
No hay animal capaz de comerse una ballena. Este será, lo sé, mi último destino, mi profecía. Paso por grandes túneles, que quizás sean el mismo, desvariando. De hombre a luna, a mosca, a pez, a ballena. Nadie me creería esta historia. Pero de algún modo debería registrarla, legarla al futuro. Mi nombre es Jonás, soy hijo de Amitai, y habiéndome dirigido a Nínive aquí estoy, a punto de escribir mi relato.
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domingo, 4 de enero de 2009
Escritos sobre Cusco (I): la ciudad de Cusco
0 Respuestas/comentarios Publicado por Esteban Cid a las 11:25A falta de templo sagrado donde agradecerle a Wiracocha por los favores del vuelo, cerca de la puerta de entrada las personas deambulaban vociferando el intercambio del nuevo dios pagano: cambio, cambio, dólares, euros, soles (los pesos no figuran ni en la B metropolitana). Una señora detuvo la marcha de ambos recién llegados, en un stand de una agencia de turismo, mientras prometía ella, autóctona, el oro y el moro a cambio de unas pocas baratijas en papel billete. El estoy mirando aquí es imposible, y estar interesado equivale a destapar un frasco de manjar blanco (lo más parecido al argento dulce de leche) en medio de una nube de moscas golosas.
Fue así como Lenin (aquí se permite como nombre de pila cualquier apelativo y, no es joda, es así como existen las Jennifer López Rodríguez, Angelina Jolie González –estoy inventando los apellidos, pero solamente porque no recuerdo los reales– los hermanitos Usmail y Usarmy Quispe Mamani –U.S. Mail y U.S. Army, y estos sí son tal cual– etc.) estaba conduciendo su taxi hacia el centro de Cusco, a un hotel de a treinta soles la noche por persona. La cosa podría haber terminado allí, pero el frasco de manjar blanco seguía abierto y la mosca de reminiscencias revolucionarias había olfateado las divisas post-muro en algún bolsillo. Luego de mostrar la habitación correspondiente (nada del otro mundo: dos camitas, una tele, un baño con agua caliente que nunca se dejará percibir) invitó a los viajeros a sentarse a una mesita recibidora, y té de coca mediante (los hoteles aquí son coca free, por el soroche, es decir, el apunamiento: todos mascan hojas de coca, de a sol el paquetón, como quien se compra pastillas Stani de miel y limón) comenzó a ofrecer diferentes alternativas de recorridos. ¿Dónde quieres ir, amigo? ¿Cuántos días estarán aquí, amigo? Todos los enunciados de Lenin concluían con el vocativo amigo, y todos implicaban un Arriba las manos, AMIGO. Una "pro forma de venta" (el único comprobante en este cosmos informal) detalló: City tour x 2, s/. 120, Bus Cusco-Ollantaytambo-Cusco x 2 + Perú Rail Ollanta-Aguas Calientes-Ollanta x 2 + Ingreso Machu x 2, Guía $360. Un garabato en el final del papel constaba como rúbrica y como marca de ausencia: no había sido incluido el ítem Bus Puno x 1 s/. 60 (aunque nuestros extáticos viajeros –el mayor de ellos, en realidad– se darían cuenta de la situación la noche del último día)
La ciudad de Cuzco fue diseñada por los antiguos arquitectos del Imperio con la forma de un puma, y es, por donde se la mire, un destilado de historia, un sancochado de civilizaciones y culturas que, cual capas geológicas expuestas, se abren a los ojos en cada paso. Por sus calles empedradas y angostas transitan autos, mototaxis, tricitaxis y personas, y los escaparates de los comercios se abren hacia abajo, horadando la tierra. No existen las “plantas bajas” en las construcciones: ya se cuentan como primer piso, y los balcones son al estilo colonial, es decir, prominencias cerradas sostenidas por vigas, en muchos caso también de madera, amuradas a la pared (cuyos bloques son, mayoritariamente, de adobe) Aquí también siempre está nublado, al menos por esta época, y son frecuentes las lloviznas al atardecer (aunque la primera noche diluvió y granizó) Los lugareños son serranos, y este estereotipo, en países de geografía binaria como el que nos ocupa, se define por oposición y contraste (ah, estructuralismo, gratos son tus postulados) con otro término: selváticos. Algún cuasi antropólogo y/o etnometodólogo de café porteño (un forro al estilo González Oro, por ejemplo) podría sintetizarlo de este modo: Lo’ de la sierra son todo’ boli y lo’ de la selva son todo’ mono’, son.
Los serranos cuzqueños tienen la piel renegrida, son chatos (petisos) y visten sus ropas típicas para la ocasión, lo que equivale a decir que pretenden recobrar sus royalties por el copyright de su imagen a cada paso (cfr. la foto final). Pululan ofreciendo objetos inverosímiles, de dudosa manufactura artesanal, acompañando su acoso con frases-muletilla: Anímate, amigo, Cómprame, Llévalo. Brown y Levinson aquí deberían reformular sus hipótesis acerca de la cortesía, puesto que es evidente que el quechua y el aymará (las dos lenguas que prevalecieron en esta zona del Imperio) contaminan las eurocéntricas formulaciones que todos más o menos conocemos y manejamos. Las mercancías en oferta sólo cambian de rubro en el pasaje De Los Procuradores, una callejuela empedrada y peatonal, de una cuadra, en la que chibolos ofrecen a viva voz, y con precio por convenir, marihuana de –aseguran, dicen– excelente calidad.
La Plaza de Armas de Cuzco habla por sí sola, con su Catedral renacentista erigida sobre la base del templo a Viracocha, y construida con bloques de piedra desgranados de la fortaleza de Sacsayhuam. El evangelizador no fue ningún boludo, y emplazó los falsos ídolos del cristianismo sobre los de los incas, como para que quedara bien en claro quién mandaba. El interior presenta frescos alegóricos de la escuela cuzqueña y ornamentos en madera labrada recubierta con pintura de oro de 22 quilates. En la cuadra lateral, también frente a la plaza, se encuentra la Iglesia de Nuestra Señora de Loreto, de los jesuitas , el think tank desde donde se justificó tanta masacre ambiciosa teñida de evangelización occidental y cristiana. En la actualidad, frente a la plaza hay, además, dos locales de comidas rápidas que, junto con la Coke, son los que mejor nos dicen cómo anda todo por estas latitudes (a nuestro viajero, pobre iluso, le ocurrió algo curioso: en cuanto llegó notó que en estas tierras existía, vigorosa, la bebida Inca Kola, dorada y dulzona. Por ideológicas razones, la adoptó como gaseosa, hasta que se enteró que el imperio de la bebida-de-la-fórmula-secreta, ante el hecho irreversible de no poder batirla según la regla 1 de las leyes de mercado, optó por la regla 2, es decir, monopolizó, comprando la marca. Desde entonces, nuestro ser en tránsito se dedica sólo al pisco)
Los cuzqueños, invadidos en aquel entonces por el hombre blanco sediento de oro y riquezas, trocaron el dorado metal por elementos poco estimados por los europeos. Hoy, sólo les queda convertir su pasado en un bussines degradado en el cual, sumidos en pobreza y explotación ya naturalizadas, mendigan algún billete o moneda a cambio de sus baratijas, puesto que hace rato que el oro (como las vaquitas) pasó a ser ajeno. Y viven, entre cámaras digitales, I-Pod, filmadoras y camionetas 4 x 4, como en aquel entonces, a años luz de las promesas civilizadoras con que los súbditos de Carlos I endulzaron sus oídos. De nada le valió al Inca Pachakuteq destruir todos los caminos de acceso al Qosqo, para que no pudiera llegar el hombre blanco.
Referencias
Foto 1) Callejuela céntrica de Cusco
Foto 2) Fachada de la Catedral de Cusco
Foto 3) Interior (hasta donde te permiten fotografiar, desde afuera) de la Catedral (nótese el oro)
Foto 4) Iglesia de la Compañía de Jesús
Foto 5) Iglesia del Triunfo (una de las iglesias auxiliares de la Catedral)
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