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martes, 6 de enero de 2009

Escritos sobre Puno

La ciudad de Puno se encuentra en el extremo sur del Perú, a orillas del lago Titicaca • Fue la primera ciudadela inca en territorio peruano, cuando comenzó el poblamiento hacia el norte del actual territorio boliviano, en la ruta del Capac Ñan • Con la invasión española, fue un punto intermedio entre el rico Potosí y la sede del Virreinato del Perú


De un lado, Bolivia; y del otro, Perú. Sin embargo, nada haría reconocer los límites políticos, puesto que la naturaleza desconoce tales divisiones. La ciudad, al pie del inmenso y transparente lago Titicaca, trasunta historia, aunque más íntima, menos magnífica que Cusco. Nuestro viajero, que ha llegado solo desde Cusco, arriba y se arrebola en la Plaza de Armas, pues es la Epifanía y se preparan las iglesias y la Catedral para la iterada celebración. No lo conmueve el motivo sino el evento: las costumbres, aquí, se mantienen extáticas en el tiempo.

Las callejuelas y el anímate, amigo continúan persistiendo, aunque haya cientos de kilómetros entre éste y el anterior destino. También, los límites imaginarios que los pobladores autóctonos recortan sobre la ciudad: de esta calle para allá no pase, es muy peligroso. Nuestro incrédulo comienza a hartarse de ese paternalismo impuesto al turista, pero por las dudas no jode, ni desatiente las advertencias: recorre el casco histórico de la ciudad, cámara en mano y, aquí sí, aprovecha a comprar los primeros regalos. El pisco abunda, y con los restos de las mercancías cusqueñas se dedica, la primera noche, a garabatear en un cuaderno con espiral.

Al día siguiente, temprano, lo esperan para recorrer el lago y algunas islas. Una catramina catamarán, al cual una gaviota le saca varias leguas de distancia con sólo batir lentamente sus alas, arranca desde un muelle, con varios turistas de todos los orígenes. En el techo (en lo que podríamos llamar la cubierta) el sol pega duro (el primer día de sol peruano desde su llegada) y al rato el viajero introspectivo, ser sociable al fin, está departiendo con otros argentinos (siempre habrá un argentino donde se halle otro) En un rincón, dos gringos leen, y uno a veces levanta la vista, como comprendiendo qué conversan los argentino-hablantes. Algunos mates más, y desembarcan todos en la isla de los Uros.

La costa del Titicaca está contaminada, y sobreabundan las totoras. La isla de los Uros es artificial, construida con pedazos de tierra solidificada por las raíces de la totora, (como si dijéramos bloques de ladrillos de tierra y pasto, cosidos); el conjunto de las islas está anclado con un sistema de sogas que lía una con otra, y las primeras a tierra firme. Son como barcos, y cuando pasa un lanchón que hace olas, se siente en los pies el vaivén de esa alfombra sobre el agua. Los uros son una etnia (una tribu, diría el eurocentrismo) que debió abandonar las tierras de la costa cuando los españoles se enseñorearon allí, y el sistema de flotación sobre el lago les permitió mantenerse al margen de la explotación, aunque eso también facilitó que se mantuvieran al margen de todo. Hoy por hoy, todavía, no son reconocidos como legítimos dueños de las tierras que ellos mismos construyeron, aunque se les respeta el derecho y la posesión (así, por el uso). Eso sí, Fujimori, en algún momento, les dio paneles solares y algunas TV. Claro que menos de las que un censo de familias hubiera informado, y ese detalle -que fomentó algunas disputas por las posesiones- logró cierta veneración hacia El Chino por parte de los isleños.

Viven de la totora (no decir paja, por obvias razones): la comen, tapizan el suelo de las islas, la utilizan para construir sus viviendas, sirven para hacer fuego. Y de las artesanías que venden
cuando arriban contingentes turísticos. No todas las islas están de acuerdo con esa mercantilización de su cultura, ese mostrarse resignados como freaks a grupos blancos que los registra con costosos dispositivos. Pero de algo hay que vivir, y estas gentes se han adaptado, a su manera, a las circunstancias del mundo global. Todavía se dedican a trocar, en los mercados de Puno, los elementos que producen por otros que no obtienen en las islas, ya que tienen, en otras islas, criaderos de truchas, algunos cultivos, etc. También tienen escuelas y una sala sanitaria. Se mueven de isla en isla en unas barcazas confeccionadas, obviamente, con totoras.

La isla de Tequile es natural, y debe su nombre al español que la adquirió y permitió que sus pobladores mantuvieran su cultura y costumbres. Es una colina que suma a la altura de la ciudad de Puno su altura específica, y en ella hay terrazas de cultivo incaicas. Los pobladores visten con ropas que, en su momento, Tequile les invistió:
con ellas marcan su estatus, su rol en su sociedad (jefes -que son electivos-, solteros/as, casados/as, etc.) Algunas construcciones vidriadas y modernas quiebran el estilo de construcción de la iglesia de la isla y otros edificios antiguos, pero sólo ese dato es el discordante. Para cuando el grupo llega a esta isla, ya están unidos a los argentinos los dos ingleses, comunicándose a como diera lugar.

El sol, que estuvo fuerte todo el día, deja sus huellas en los rostros de los visitantes, pero el mayor rastro del viaje es el cansancio por la subida interminable en la isla de Tequile. Al regresar, el contingente se disgrega en diversos hoteles, con promesa de encuentro nocturno para cena de despedida. Una tormenta con granizo corona, al rato, la tarde, y un frío típico del Altiplano sobreviene luego. Una chompa (campera) de auténtica vicuña (?) le sirve a nuestro viajante antes de lo previsto. Tienen que despertarlo con SMS y llamados, preso de su propia trampa del duermo una horita y salgo. Media hora después de lo previsto, Pablo y Tania (porteños de nacimiento y residencia), Emiliano (nacido en Suecia, hijo de exiliados argentinos, perfecto hispanohablante) y Josefina (su novia sueca, con dominio más que aceptable del castellano), Gabriela e Ivana (dos amigas conurbanenses), Jack (inglés británico de dicción cerrada como pocas) y Sam (que como es estudiante de español en Ecuador, algo entiende, aunque en un momento cuenta que cogía el avión al día siguiente y bueno, se imaginarán las chanzas) y nuestro solitario corresponsal, se encuentran cenando cada uno su pedido (recomendación: alpaca al horno gratinada), y luego conversando, cerveceando, pisco soureando, haciendo esas promesas de continuar viéndose que tanto cuadran en estos casos y que, sólo a veces, se cumplen. De cualquier modo, así como al pasar, el viajero reconoce el nombre y apellido de Pablo, cuando se entera de que es movilero y redactor de noticias en las dos radios que él, en Buenos Aires, escucha. Así que de un modo u otro seguirán en contacto, por esas casualidades tan extrañas que por Perú le vienen ocurriendo.

Referencias
Foto 1: Vista panorámica de la ciudad de Puno, a orillas del Titicaca
Foto 2: Habitantes de la Isla de los Uros
Foto 3: Balsa de totora de los Uros

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