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lunes, 5 de enero de 2009

Génesis de un libro

Estoy parado en la playa. Las blancas lenguas de salitre son una línea continua en la arena que va oscureciéndose, carcomiéndome los pies con la dulzura del vaivén, la suave erosión de la naturaleza. Llegué aquí por voluntad divina, lo sé, pero también por mi propia decisión. La luna comienza a recortarse allá arriba mientras me mira, a lo lejos, me hipnotiza y se acerca, lenta, va viniendo a mí porque así lo ha dispuesto, y yo no podría rebelarme a tal decisión: mientras la boca del mar m consume enterrándome en el blando piso arenoso, la luna se me acerca, más y más, hasta rodearme, abrazarme, consumirme en su luz. Así, etéreo, escucho a lo lejos voces, que se afinan y se alejan, barullan su existencia pero luego desaparecen. Soy parte de un haz lunar que se redondea y se difumina, desmaterializándome, pues así lo ha dispuesto y yo no podría rebelarme a tal decisión. Disolviéndome y arremolinado, una mosca (ser vivo más insignificante no existe, no caben dudas) comienza a cruzarse en medio de mi círculo de luz selenita, a atravesarse, refractando, apagando, opacando la luz de mi ensoñación. Hasta que llega a mi entorno. Se posa en mi hombro. Y desfallezco momentáneamente. Y despierto mosca.

Volar es fácil (más de lo que los humanos creen). Apenas un repiquetear los brazos e inflar los pulmones (en realidad, no sé si las moscas tenemos pulmones) para flotar, surfear el aire. Por suerte no planeo contra el viento: sería difícil acercarse a las olas, en realidad apenas unas débiles ondas, todavía. Siendo mosca, quiero volar, acercarme a la arena, libarla y aletear hacia el agua, como ahora. Flotar sobre ella sin tocarla, jamás, pues desde el aire no es necesario ningún punto de apoyo: se navega la atmósfera como antes se transitaba cualquier versión de suelo. Lucho contra las gotas enormes volatilizadas sobre la cresta, la marejada que se arremolina y me impide bajar hasta el límite, aunque nada es demasiado, habiendo sido hombre hasta hace instantes, en cuya genética siempre estuvo el gobernar la naturaleza, hasta destruirla. Justo cuando logro vencer a esas molestas partículas acuosas, aparece una boca. Sobresale del agua, tragándose el mar entero, pero esperándome para ser su postre. Un pescado a la plancha es una cosa, pero en el océano, vivo y hambriento, es otra muy distinta, más cuando uno dejó llevar la situación al extremo de ser una mosca empeñada en sobrevolar las olas, pues así lo ha dispuesto y yo no podría rebelarme a tal decisión. Y así, ley inexorable, me transmuto, alucinado, de mosca a manjar de pez. Y en su interior.

Dentro de lo que podríamos denominar “estómago” (tampoco sé si un pez tiene estómago), la vida es bastante monótona. No se sabe si transcurren horas o días, aunque probablemente sean apenas minutos, pues en un lapso relativamente normal (la lógica indica) debería pasar a ser parte de la mierda oceánica o, mejor dicho, mierda de un pez en alguna parte de algún océano. Uno no puede mensurar cuándo, pero a los minutos, horas o días, será devorado por otro pez, ya que el más grande se come al más chico. Irremediablemente. Y así soy pez, otro pez, y otro que se convierte en otro, y otro. Hasta ser ballena.

No hay animal capaz de comerse una ballena. Este será, lo sé, mi último destino, mi profecía. Paso por grandes túneles, que quizás sean el mismo, desvariando. De hombre a luna, a mosca, a pez, a ballena. Nadie me creería esta historia. Pero de algún modo debería registrarla, legarla al futuro. Mi nombre es Jonás, soy hijo de Amitai, y habiéndome dirigido a Nínive aquí estoy, a punto de escribir mi relato.

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