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miércoles, 28 de enero de 2009

Escritos sobre Máncora

Máncora es un pobladío en la provincia de Piura, al norte de Perú • Sus playas son la antesala del Caribe, según rezan los eslóganes en la zona • Es un lugar plenamente turístico que -encima- está lleno de argentinos/as


En su última mañana en Lima>, nuestro viajero, harto ya de los limeños (quizás de los peruanos en su conjunto) se despertó temprano, aunque (como había ido al bailongo) se hubiera acostado tarde. No encontró a nadie: Vencka trabajaba ese día y, por esto mismo, el chibolo había sido llevado a la casa de su tía. Aprovechó para tomar, largo y tendido, unos cuantos mates, armar su bolso y dejar todo limpio, para que cuando regresaran sus familiares, cansados, no tuvieran que hacerlo.

A la una de la tarde tenía todo listo: le quedaba poco más de dos horas para tomar el ómnibus e ir a Máncora, así que decidió comer en algún restaurante de la calle San Ramón. Como seguía antojado con una buena parrillada, eligió un lugar que las ofrecía, claro que a la peruana. Y a la peruana fue también la demora en atender, servir, y hasta cobrar (y no era que hubiese mucha gente, de hecho era el único comensal) A los 30 minutos de realizar su pedido (y no habiendo recibido siquiera la entrada), preguntó si tardaría mucho más, y como le respondieron que enseguida le servirían el plato, se quedó: muy mala decisión, ya que a esta mentira piadosa siguieron otra y otra. Puteando con la mirada a la moza y al cajero (no olvidemos que nuestro preocupado viajero es una persona sumamente educada) salió corriendo, velocísimo cual guepardo, a buscar en el departamento su bolso; tomó un taxi (aun en el apuro, tuvo que regatear el precio, descartar al primero, consultar al segundo, y tomar un tercero), avisándole (sin que esto surtiera efecto) que estaba muy apurado, para llegar a la empresa de micros a las 15.12. Por un altoparlante una voz alarmada decía su nombre y le informaba que debía abordar ya, sí o sí, el transporte, so pena de intimación mediante la fuerza pública y escarnio en la Plaza de Armas . Sin embargo, el empleado del mostrador de despacho de equipajes no se inmutaba ante nada: seguía pelotudeando con otro compañero, como disfrutando de la situación. Cuando la voz dijo que era el último llamado, el señor del mostrador se dignó atenderlo y, nunca se sabrá si con sarcasmo o sin él, lo atendió y le descerrejó a nuestro harto viajero que se apurara, que fuera a "Arribos y salidas" ligerito, pues el micro ya salía. Y jamás respondió dónde quedaba el susodicho lugar: por toda respuesta dijo y volvió a decir "allá".

Nuestro atribulado hubiese necesitado pasar por el baño para despedirse de la cerveza del almuerzo; hubiese comprado un agua mineral para tener en las 18 horas de viaje (después comprobaría que el micro no llevaba ni agua ni café, o mejor dicho, que vendía botellitas chicas de agua a precios exorbitantes). Es decir, tenía todo listo como para haber llegado a horario para no sentir el corazón en la boca todo el tiempo. No pudo hacer nada de esto, y a duras penas alcanzó a tomar el micro. Finalmente, dejaba Lima, y se iba al Pacífico peruano a descansar de los peruanos. Ubicado en el primer asiento, como siempre, leyó, escuchó música, vio una película y media de las tres que pasaron (cuya calidad fue decayendo a medida que comenzaba la siguiente) y, cuando empezaba a dormirse (algo que rara vez le ocurre en un viaje, por más largo que sea), la azafata avisó que se detendrían para cenar en un parador de ruta. Fue el único stop de todo el viaje, así que aprovechó para fumar un cigarrillo tras otro. Durmió un poco y llegó a Máncora.

La ciudad está vertebrada a partir de la ruta Panamericana Norte, donde se encuentra el centro comercial. Casi no hay veredas (por ser angostas o por estar ocupadas por lo que quepa en ellas) así que hay que caminar por la misma ruta, que aquí es chiquita y transitada como una calle. Por ahí van transeúntes, autos, micros, camiones, mototaxis y ciclistas en caótica coexistencia, y a medida que un turista con equipaje camina es abordado (diremos asaltado y esto, como se verá, podría ser literal) por todos los lugareños, que ofrecen hotel, transporte, asesoramiento, y hasta drogas. Como nuestro sano viajero no cantó real envido ante tal proposición, por suerte no comprobó lo que después le comentarían: que los artesanos de la feria, que son los que ofrecían estas sustancias, estaban entongados con la policía del lugar, y que luego de entregar la mercadería, inmediatamente un agente interceptaba e interrogaba al incauto comprador y, presionándolo psicológicamente, le decomisaban la droga y no menos de 300 soles, como canon que solucionaba el inconveniente. Unos gauchitos, los hippies peruanos. Conclusión: sr. lector, si quiere fumarse un churro en Máncora, provéase de su propia repostería.

El lugar donde se alojó era una especie de hostel con ínfulas de hotel (aunque había taperas con mayores pretenciones) y contaba con algunas ventajas: estaba construido con paredes de material y tenía una salida directa a la playa. No a una calle, ni a un acceso: estaba EN la playa y, de hecho, por esa salida entraban veraneantes a comprar cerveza, sentarse en los sillones de los decks del patio y usar las instalaciones sanitarias (que en realidad eran para los alojados que pagaban menos porque tenían, precisamente, baños compartidos). Ya se dijo que en Perú todo es negocio (y que no hay diferencia entre legalidad o ilegalidad) así que... ¿por qué no hacer de un espacio privado como es un hotel algo público, y de algo público como es una playa, algo de acceso privado? No obstante, bien mirado, todo esto constituía un plus interesante para el lugar, ya que era el centro de la costa (entre otras cosas, porque tenía una especie de techo de galería en la salida, que ofrecía la única sombra en la arena) y allí se nucleaban tanto los hospedados/as como grupos foráneos que, a la media hora, se hallaban integrados.

Máncora es uno de esos lugares donde podrías quedarte aplastado meses y meses, si estás de vacaciones. Tenés siempre sol, siempre "días de playa" y la verdad es que habiendo tanta gente, siempre terminás enganchado en algún grupo, mate o birra en mano. Es un lugar pensado para la joda, pero en un sentido más playero: aunque hay un boliche y un par de pubs, la movida se arma vía fogones en la misma arena, o en el hostel, que se improvisa como un parador nocturno. A pesar de los arreglos hippie-policiales, pareciera que la consigna es marihuana free, y muchos de los conductores de los mototaxis se encargan de tales provisiones (aunque si bien no te mandan a la yuta, ya veremos qué consecuencias depara) No obstante, para alguien que no desea esos bemoles, Máncora ofrece cierta situación de bienestar general, de comunión con la naturaleza y la vida: de hecho, nuestro viajero estuvo muy prolífico, y mucho de los escritos que figuran aquí, diseminados en el mes de enero, fueron redactados en esa semana y sustraídos de su cuaderno de notas para ser editados en este blog (con las fechas modificadas para "rellenar" mejor la insignificancia de las publicaciones)

El día de su arribo, nuestro chichipío compartió algunos momentos con un grupo de porteñitos que casi no lo parecían: podría decirse que hasta eran copados, o casi. Sumaban alrededor de 6 (nunca supo bien cuántos, ya que con esto de que se podía entrar y salir casi libremente, unos de los que allí estaban en realidad ya no dormían allí, sino en algún sitio mucho más barato-precario), y habían puesto una hamaca paraguaya en los altos, es decir, en la terraza que techaba todo el patio y tenía sillones y una espectacular vista al mar. Esa primera tarde, lograr que un dispositivo tan frágil como una hamaca de tela y cordeles lo sostuviera sin ceder ante su peso, y balancearse mirando el mar, fueron motivos más que suficientes para sentirse feliz, por lo que el balance del primer día fue más que favorable. Las primeras jornadas, entonces, transcurrrieron así: entre libros, hamaca paraguaya, sol, mar, cerveza, charlas, fogones y cumbias (el lugar contaba con solamente tres discos, compilados de "la mejor cumbia norteña", y a su vez tenía una especie de gualicho por el cual la consola quemaba y/o destruía cualquier tipo de reproductor que se le adosara con el objetivo de cambiar las melodías: así había pasado con todos, y así le ocurrió a nuestro paródico dee jay, quien sollamente logró hacer estallar los alrededores con cuatro o cinco temas de los Redondos, antes de ver cómo fenecía su primitivo cosito de mp3).

Una vez que se instaló en su habitación de planta baja, de las de baño privado (no de las de planta alta y con baño compartido; este dato viene a colación, no es una simple materialidad clasista), cuando se desplomó en la galería con sombra de la salida del hostel, y conoció al primero de los seis porteños, encontró allí también a un pibe que resultó ser peruano, de Lima (precisamente, del Callao), quien no tuvo empacho en sincerarse (a nuestro prohombre siempre le sucede que le ven cara de depósito de confidencias, y él, resignado y/o gustoso, las escucha y hasta aconseja: tan así de fácil resulta a veces la sesión de psicología) y confesar que era un "chico de la playa" (o sea, no de la calle), que dormía en las carpas de la arena y comía lo que podía, y tenía un bolso con un poco de ropa en una obra en construcción abandonada. La noche anterior, unos que vienen de allá, de la villa, haciendo rastrillaje en la playa, hurtando a incautos solitarios (ya sea despiertos o dormidos) quisieron robarle a él las zapatillas (que estaba usando como almohada) y a su compañero de aventuras la mochila. Por suerte se despertó y logró correrlos hasta recuperar todo, menos uno de sus dos calzados. La anécdota en sí misma le vino a mostrar que no era oro todo lo que relucía, y que había una especie de submundo, una especie de inseguridad a lo C5N. Esto fue nada más que una noticia, remota, de lo que le había sucedido a un pibe medio lumpen, con varios pronturiarios en su haber, que dormía en la playa: si se quiere, algo pintoresco. Sin embargo, las cosas pasarían a mayores.

Al tercer día, aparecieron sentados en una de las mesas con sillas altas del patio dos flacos. Nuestro turista, que la iba de lingüista, presagió, con aires doctorales: "Chilenos". Eso no significaba otra cosa que una clasificación dialectológica, cabe aclarar, puesto que ya hemos detallado que a nuestro particular viajero le divierten y atraen (?) sobremanera (?) tales cuestiones. Los seis chibolos porteños se habían ido ese mismo día, por lo que ya tarde, o quizás a la noche, había cambiado de grupo de pertenencia como quien cambia de mansión para fines de semana en Cariló Beach. Los mencionados, a la sazón cordobeses, eran Francisco y Gonzalo, y la relación entre los tres comenzó al día siguiente, a raíz de lo que le ocurrió a otro solitario veraneante porteño.

Esa noche, a Mauro (que dormía esa vez en bolas en su habitación de planta alta, diz que solo) le entraron. O sea, así como se ingresaba al hostel por donde y cuando se quería, parece ser que la misma posiblidad había a la noche. Alguien (o más de uno) recorrió la planta alta (porque sabían que las habitaciones de arriba eran más fáciles de abrir), primero tanteando quién se durmió sin trabar la puerta (quizás esto también lo hicieron en planta baja, aunque era exponerse más), luego buscando la habitación con premio, que era la de Mauro, pues tenía un vidro faltante en un cuadrito (al estilo vidrio repartido) desde donde, estirando por allí el brazo, se podía abrir desde adentro (el sistema de seguridad consistía, como en todo Perú, de esos de picaporte redondo con botoncito que traba desde adentro) Se le metieron y lo dejaron con lo puesto, o sea, en bolas. Por ahí quedaron un short, una remera, las ojotas, y unos tamborcitos que había comprado en Bolivia. El tal Mauro se habría ido también ese día, como los porteños (aunque no pertenecía a su grupo, ya fue dicho), pero ese inesperado cambio de planes lo dejó varado unos cuantos días más en Máncora. La policía vino, "hizo pericias" y nunca más volvió, y entre los pasajeros comenzaron a reconstruir cómo pudo haber sido el hecho (téngase en cuenta que aquí se lo está relatando según esa hipótesis, y que la cosa fue que una mañana la sra. María, encargada del lugar, vio que una habitación tenía una puerta semiabierta, pensó tal vez "Una vez más un mamado se duerme sin cerrar", se dirigió cual madre adoptiva a entornar la puerta, lo vio en bolas, caviló algo así como "Dios mío, qué situación, ahora qué hago", decidió dejar la puerta abierta y volver sobre sus pasos, roja -vaya uno a saber si de vergüenza o deseo-, y Mauro se levantó al ratazo al grito de "Me robaron, loco, me afanaron todo")

Uno de los pibes de Palermo comentó que se despertó a la madrugada para expulsar algo de la mucha cerveza en sangre, que vio merodeando por el patio a un mototaxista quien, cuando se cruzó con el recién despertado, balbuceó una pregunta pueril acerca de dónde se hospedaba "el gringo" (entre tanto argentino y chileno, había un inglés -luego se supo, prófugo de una cárcel de Perú, esperando la oportunidad para pasar fácilmente a Ecuador y dejar atrás su legajo de narco europeo). El urgido por el inodoro le respondió rápido y no pensó nada malo, aunque más tarde, a la mañana, todos lo hicieron. Más cuando supieron que otro de los porteños llegó, un ratito después, y vio a alguien que no reconoció (presumiblemente, el mismo conductor de las motos) recorriendo la planta alta. La cuestión fue que al consabido Mauro lo dejaron sin guita, sin ropa, sin pasaporte.

Este fue el tópico por el que principiaron la charla Gonzalo, Francisco y nuestro señor mayor. Eran aquellos, como se dijo, dos ciudadanos nativos de Córdoba la docta, estudiaban respectivamente Derecho (con su dulzura habitual, nuestro contertulio le espetaba que estudiaba para ser un futuro garca argentino más) y Geografía Social (a cada persona que le preguntaba, Francisco tenía que desarrollar cansinamente en qué consistía específicamente eso de una geografía que no es de territorios sino de personas, tanto que a veces le pedía a Gonzalo -y después a nuestro amistoso viajero- que lo hiciera por él) Estaban acampando en la misma playa, en una iglú a unos cincuenta metros del hostel, y habían llegado a Máncora haciendo dedo desde Córdoba al norte argentino, y de allí recorriendo por tierra Bolivia y la costa peruana. En algún punto del país habían conocido a Guido, un pampeano residente en Buenos Aires, quien llegaría a los pocos días (se había quedado en el destino anterior, de donde partieron Fran y Gonza, enredado en los pliegues de una pollera). Charla va, charla viene, a los pocos días (en total, estuvieron juntos los tres, y luego los cuatro, más de siete días) eran como amigos de toda la vida, compartían libros, porrones/chelas (úsese el término dialectológico que corresponde al orgen/destino), cocinaban entre/para todos unos potajes bien campamenteros (recuérdese que nuestro viajero siempre se va con carpa de vacaciones, y hace esa vida), con un mechero y una ollita que ellos traían, recorrían por la noche los lugares de movida para ver si pintaba eso de mover, etc. Cuando se incorporó Guido el grupo no sólo no se fraccionó sino que se enriqueció, puesto que el recién llegado venía con un hálito de dandy winner que ratificó en su segunda noche, con una porteña treintañera y abogada.

Tan panchos estuvieron los tres, y luego los cuatro, que jamás lograron reunir coraje y fuerzas para ir a conocer las playas cercanas a Máncora, que se encontraban a un ratito de viaje y de las que todo el mundo decía que eran mucho más lindas. Era evidente que estaban bien así, de la habitación o la carpa a la sombra de la salida del hotel, y de allí a la barra de las cervezas. La única tarea por fuera de esta zona de exclusión marítima consistía en ir a comprar las provisiones para los almuerzos o las cenas, y esporádicos llamados telefónicos o chats de Fran con su novia, con motivo de ciertas cuestiones personales que no vienen al caso. El resto era unirse a otros grupos (generalmente, honesto es reconocerlo, de chicas), tomar mate, jugando a la pesca: a veces, los mejores frutos del mar se obtienen de este modo.

A Francisco y Gonzalo (Guido se hospedaba en otro hotel) les tocó en suerte ser los siguientes protagonistas de la sensación de inseguridad de Máncora, primero con un par de ojotas que dejaron bajo la carpa, entre la arena y el piso (y que se ve que las manos hábiles de los cacos descubrieron revisando donde nadie buscaría) y, a la siguiente madrugada, abriéndoles el cierre de la carpa y sacando de entre ellos un bolso que contenía dos cámaras de fotos y otras minucias valiosas. Si el affaire de las ojotas indignó a Fran (eran de él) no tanto por el valor sino porque esa misma mañana las vio calzadas por un lugareño con aspectos bastante orilleros, lo de las cámaras empañó el último día, por ese sentimiento de violación que les quedó por el hecho de que fuera con ellos adentro, durmiendo. Es más: se despertaron (les había quedado liviandad en el sueño luego de lo de las ojotas) casi en simultáneo con la sustracción, y salieron a pedirle a nuestro protagonista primero una linterna y luego que les cuidara la riñonera con los documentos y la plata, porque irían a buscar a algún alguien, deambulando por andá a saber dónde, con un característico portacámaras de fotos. Obviamente no lo hallaron. La dulce y feliz estadía en Máncora llegaba a su fin: unos porque querían seguir viaje a Ecuador, y otro porque le quedaban, en todo concepto, sus últimos tres o cuatro días (y sus últimos morlacos) para su estadía en el extranjero. Aquí necesitaríamos hacer un flash back.

Nuestro viajero en otras tierras había tenido en claro allá por septiembre que visitaría Perú y Ecuador, y que para esas migraciones era menester tramitar el pasaporte. Cuando se decidió a comenzar tales gestiones, se enteró de que no era necesario el salvoconducto para ingresar en Perú (alcanzaba y alcanza simplemente el DNI), así que se dedicó a continuar su vida como hasta entonces. Meses después, retozando en Cusco, cayó certera la idea sobre su cráneo: no tenía pasaporte, no podría entrar en Ecuador. Su plan siempre había sido visitar ambos países, pero por esas cosas que los psicólogos deberían llamar “un cuelgue” (patología asociada a las personalidades del tipo “pelotudo importante”), cuando supo que su primer destino no requería ese documento personal, obvió el detalle de que el segundo sí lo requeriría. En Cusco entonces decidió modificar sus planes, quedarse más tiempo en Lima, y de las dos semanas originalmente previstas, dedicar solamente diez días en recorrer el norte peruano, sin cruzar el charco.

Cuando sucedió lo de las cámaras, nuestro sin-pasaporte estaba gastando su séptimo día. Dos mujeres se habían unido al grupo (dos abogadas, una de las cuales fue la consorte momentánea de Guido) y venían, precisamente, de Ecuador. Cuando supieron que de los cuatro apuestos mozalbetes, tres irían hacia allí (y que el cuarto invocaba tal bochoronosa historia) comentaron a dúo que no era necesario presentar pasaporte, e invocaron el inciso de algún artículo de algún código incluido en algún tratado. Nuestro escéptico, que a la postre es un positivista, requirió pruebas brindadas por la empiria, cuantificables, y no la simple especulación leguleya, y ambas, a dúo, narráronle el caso de una argentina que a la ida, o en el regreso, al lado de ellas, ingresó o salió sólo con su DNI autóctono. El martillito imaginario de un juez dio por cerrado el caso, y Gonzalo fue rápido a comprarle un pasaje también a él. Para ratificar el fallo, las dos mujeres profirieron, a dúo: "¿Entendés, boludo? Sin pasaporte, todo bien"

La noche de su último miércoles, nuestro viajero despistado convidó a cada uno de sus amigos a que se bañaran en la habitación (y no en las duchas públicas de pago), ya que si en ese hotel entraban hasta ladrones bien podía ofrecer él las instalaciones que legítimamente había pagado; hizo números y calculó cuánto tiempo podría estar en Ecuador (había aproximadamente 6 horas a Guayaquil, otras 3 a Montañita y cerca de 18 desde Máncora a Lima, -sin contar los tiempos muertos de espera en la combinación entre ómbibus- lo cual le dejaba netas, como mucho, 36 horas para estar allí); armó rápidamente su bolso y se preparó para la cena que todo el grupo había programado como despedida y cierre de Máncora.

A eso de las diez de la noche, (dos horas antes de la partida en colectivo) comieron ceviche y aplaudieron a unos cantantes autóctonos a la gorra. Y brindaron por Baco, como Dios manda.

Referencias:
1) Vista parcial del patio del hostel
2) La salida y sombra de la playa
3) Vista aérea de la playa desde los altos del hostel.
4) La playa, desde la hamaca paraguaya (nótense los gráciles piececillos cenicientescos)
5) Atardecer en Máncora
6) Francisco, Gonzalo y Guido en el muelle de Máncora (nuestro viajero nunca deja mostrar su rostro en las fotografías)
7) Último registro de la cámara fotográfica de Gonzalo, en el atardecer previo a su hurto.

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