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sábado, 31 de enero de 2009
En el norte de Perú, Aguas Verdes es la ciudad que limita con Huaquillas, ciudad al sur de Ecuador • Traspasar esa frontera es algo parecido a como lo pinta el Imperio en sus películas (refiriéndose a México) • Una vez logrado (si esto es posible) se puede llegar a Guayaquil, donde San Martín se abrazó con Bolívar, y de allí a Montañita, una pequeña ciudad balnearia en Santa Elena
El micro desde Máncora a Guayaquil debía pasar a las 11.30 PM por la ruta y, en seis horas, estar en la terminal de ómnibus de destino. Con parsimonia y compromiso argentino, arribó después de la 1 de la mañana, para recoger a los seis pasajeros que deseaban abandonar Perú y conocer Ecuador, entre ellos nuestro solitario viajero, quien por una cuestión de voluminosidades y alturas, prefirió ubicarse en el primer asiento, fila derecha. El vehículo era ofrecido como un semi-cama, aunque quizás hubiese sido mejor denominarlo semi-colchoneta; no obstante, seis horas, a la noche, se pasarían volando (o quizás no).
El colectivo llevaba chofer y acompañante (que hubiera hecho las veces de “azafato” si la empresa y/o el servicio hubiese tenido en cuenta algo que ofrecer, además de una película clase Z en VHS que por algún extraño motivo se atoró en su máquina y no quiso seguir: nadie lo lamentó); ambos estaban en la cabina del conductor, separada de los pasajeros por una división y una puerta, comunicada con la de acceso principal del ómnibus por unos escalones. Por otro extraño motivo, ambas fueron abiertas durante todo el viaje, así que nuestro pasajero, que estaba sentado justo frente a la primera, habría podido fácilmente deslizarse desde su asiento a las escaleras y desde ellas a la ruta, en alguno de los tantos banquinazos, frenazos y volantazos que el chofer, eximio en esas artes, ejecutaba con maestría. Ni hablar de cambiarse de lugar, puesto que los asientos posteriores tenían un ínfimo espacio para las extremidades, y los otros de adelante ya se encontraban ocupados. Como se verá, en cierto sentido esto fue lo mejor que podría haberle pasado.
El trayecto hasta la frontera peruano-ecuatoriana fue rápido (más de lo programado), y el trámite en la oficina de migraciones del Perú resultó con los habituales y despectivos malos modos: nada nuevo en Perú, pensó nuestro protagonista, un poco harto ya de esas modalidades de la cultura del país del Inca. Le habían advertido que entre una oficina y otra siempre faltaba algo, que un sello, que un papel, etc., y que no siempre los micros se dignaban regresar para que el infausto turista completara sus formas. Entre una oficina y otra median aproximadamente 15 kilómetros o más, en ruta pelada, oscura y –dicen– sumamente peligrosa para que alguien la camine, cámaras y bolsos en mano. Por suerte, aparentemente, nada de ello ocurrió, por lo que a los diez o quince minutos ya estaban de nuevo en la otra dependencia, del lado de Ecuador, donde una atención un poco más gentil (un poco, tampoco les podemos pedir peras a los gendarmes) realizó los trámites correspondientes y confirmó que, efectivamente, un argentino ingresa en Ecuador sólo con su DNI.
Traspuesta la divisoria políticp-territorial, las leyes parecieron cambiar, ya que en ese primer pueblo de Ecuador el micro (que seguía con ambas puertas permanentemente abiertas) se detenía para invitar a subir personas que caminaban por la ruta, cual servicio urbano o de corta distancia. Otra advertencia que tenía nuestro viajero se refería, precisamente, a estas situaciones, y a los vastísimos robos y hurtos que generaban; por ende, su paranoia comenzó a medirse en hectopascales. El chofer acompañante parecía conocer a todos/as a quienes convidaba (cobrándoles pasaje, obviamente) o al menos se trataba de igual a igual con ellos. Como la empresa de transporte es ecuatoriana, quizás el flaco es de Ecuador, a lo mejor vive acá, se decía nuestro atónito, y así, cavilando, presagiando lo peor, y temeroso de salir estampado desde su butaca a la cinta asfáltica (para colmo de males, en muy mal estado en esos primeros tramos) se acurrucó y aferró a su asiento creyendo que el viaje a Guayaquil no presentaría más inconvenientes. Un control de rutina, en la ruta, hizo que abandonara esos presagios.
Los uniformados abrieron los buches del micro, pidieron papeles y subieron. Para alguien acostumbrado a la rapidez de los controles argentinos y peruanos, esta situación casi risible no presentaba problemas: contarían cuántos pasajeros había, si estaban todos sentados, y a comerla. Sin embargo, los policías comenzaron a tardar mucho en el fondo; y comenzaron a bajar personas, primero una, luego otra, y así hasta ser seis o siete. Algunos con su bolso, otros con más de un bolso. Alguien podría haber supuesto que lo hacían para aprovechar el parate y fumar un cigarrillo, aunque abajo nadie encendía ni siquiera una pipa y los demás policías comenzaban a rodearlos, a hacerles preguntas, y a apilar los bagayos que habían bajado con ellos. Los efectivos de arriba pidieron refuerzos y comenzaron a bajar más y más paquetes, bultos, bolsos, bolsas. Una señora, que también bajó, dejó (en el asiento libre que acompañaba a nuestro azorado) un bolso cartera que reventaba de cosas, y masculló algo así como Cuídemela. Allí quedó, mientras la policía bajaba más y más petates, que no serían menos de treinta. A medida que las fuerzas del bien, del orden y de la justicia (terrenal y divina, obvio) fueron llegando al comienzo del pasillo se pudo ver que buscaban el pelo en la sopa, es decir, que sacaban paquetes de entre los asientos, de entre los respaldos, de debajo de los cojines, ocultos en los lugares más insólitos: era un charter de contrabandistas, no cabían dudas. Uno de los polis le preguntó a nuestro atribulado si esa cartera visiblemente femenina y llena de algo que sería como el nuevo oro peruano era de él, a lo que respondió firmemente que no, que la había dejado la señora, que jamás la había visto antes, que ella, la cartera, le había ocultado que era contrabandista y que ella, la cartera, y él, el argentino en Ecuador, eran simplemente amigos. Por suerte, le vieron cara de boludo y de turista (que aunque rime con contrabandista, parece que tal regla no cierra con las lombrosianas inspecciones ecuatorianas) y zafó. La señora, y otra, y otra, subían cada vez que podían, afirmando que habían dejado en el micro los documentos, la chompa, o lo que fuera, y cada vez que lo hacían regresaban un nuevo bolso al micro, o sacaban alguno todavía oculto y lo llevaban a la cabina de los choferes: la connivencia explicaba el porqué de la demora para recogerlos en Máncora. La policía amenazaba con decomisar la mercadería, las mujeres entraban en trance de llanto, los hombres ponían cara de circunstancias (en definitiva, esta no sería la primera vez de tal puesta en escena) y ofrecían quedarse para solucionar el inconveniente. Luego de casi una hora, el micro arrancó, aunque sólo con las dos mujeres, que se quedaron en la cabina, arreglando dónde, cuándo y cómo recogerían los siete bultos reincautados, ocultos en la cabina y custodiados por el acompañante del chofer. A los tres minutos, aproximadamente, el vehículo se detuvo y las mujeres descendieron: las esperaba una custodia que jugaba a creer que habían subido para despedirse de su abuelita. Cuando arrancó, el micro llegó a la ciudad de Machala y se detuvo, para siempre: un trasbordo al mejor estilo de colectivero que “se corta” en el recorrido porque tiene a la novia del momento que lo espera entre pétalos de rosa (sólo que esta vez el motivo sería, seguramente, menos romántico y más redituable). En ese nuevo transporte (algo mejor que el anterior) finalmente, a las 9 de la mañana, arribaron a Guayaquil.
La terminal de ómnibus de Guayaquil parece un aeropuerto y un shopping; Retiro semeja las boleterías de Puente La Noria, al lado de ella. Tres niveles desde donde salen o arriban los micros, y negocios de lo que se pida: desde un supermercado (¡un supermercado en una terminal de ómnibus!) hasta sucursales de varios bancos. Montañita es un paraje a tres horas de Guayaquil, al norte, y el siguiente servicio partiría a las 13. Nuestro viajero y sus tres amigos aprovecharon para recorrer, ir al baño, desayunar, almorzar, retirar dinero (en Ecuador nuestro bienamado Cavallo hace una década sugirió dolarizar, así que la moneda de curso legal tiene la estampita de San Whasington pero, andá a saber por qué, nadie usa o acepta los billetes de U$S 100 y U$S 50, ni siquiera los bancos; también es harto difícil encontrar dónde cambiar euros)
Sin razón aparente, a las 12.30 el grupo estaba disperso, y a las 12.45 no habían dado señales de vida ni Guido ni Gonzalo. Tampoco a las 12.50 ni a las 12.55. Ni a las 12.59. Los otros dos los buscaban con la cara cada vez más encendida de preocupación, no tanto por el hecho de perder el viaje (que en realidad era barato) sino porque el nuevo estaba programado para el día siguiente. Cuando aparecieron, y mientras corrían hacia el nivel donde salía el colectivo, explicaron que se entretuvieron en el supermercado, buscando yerba y comprando un short de baño (al que porteñamente -aunque el autor fue uno de los cordobeses- le cambiaron la etiqueta con el código de barras para pagarla a un precio irrisorio), y que el reloj de andá a saber dónde estaba atrasado. Justo cuando el ómnibus estaba por salir, pudieron avisar y subir. Estaban, después de todo, en camino a Montañita.
La felicidad está hecha de situaciones mínimas, insignificantes en cualquier universo menos en el personal. Nuestro viajero pasó, paulatinamente, del estado de preocupación al de somnolencia y desde éste, al de felicidad absoluta. Pequeños hechos viraron el curso de la historia, pero esa quedará reservada para el recuerdo. Tres horas después, exactas y precisas, descendían otra vez en una ruta. Ya estaban en donde querían.
Montañita es, sencillamente, un lugar paradisíaco. Máncora es, al lado de esta villa, San Clemente. El agua del mar es más transparente y más cálida, la arena más clara y, fundamentalmente, hay muchos menos argentinos pululando (aunque los chilenos aquí son mayoría franca) Tomado en valores absolutos, es un lugar barato (por una especie de regla neoliberal que reza que todo país subdesarrollado que se adhiere a la conversión de su peso en dólar, será invadido por basura importada que tirará abajo su producción y los precios de las manufacturas). En términos relativos, considerado la paridad peso argentino-dólar (o nuevo sol peruano-dólar) las cosas cuestan más o menos como en todos lados. El contingente encontró una casa donde alquilaban habitaciones a cuatro dólares por persona, que contaba con todas las instalaciones (hasta licuadora) y que no tenía inquilinos; así que se apropiaron de ella como si fuera propia. Las camas tenían improvisados doseles con tul para evitar que a la noche las alimañas se enseñorearan en los cuerpos dormidos, y en el sorteo de reparto a nuestro hormiguito viajero le tocó para él solo la habitación con cama matrimonial. Fueron a la playa, tomaron mate, más tarde cerveza, y más tarde todavía unos mojitos, al ritmo de una banda local que ejecutó (nótese la polisemia) temas del rock porteño que, también en Ecuador, se estancan en 1990.
La noche en Montañita es muy viva: toda la gente se agolpa en las dos calles céntricas y pletóricas de bares. No hay división entre locales y espacio público, ya que todo es un reguero de grupos de amigos/as que departen y comparten (hasta ver si se parten). Una vez que se hizo noche allí, al día siguiente se conoce todas las caras en la playa, lo que permite agilizar algunos trámites. Precisamente por esto, podemos afirmar que esa primera noche fue larga (aunque no por eso menos intensa)
Uno de los espectáculos más bonitos del día en Montañita es acercarse hasta donde los pescadores atracan, sobre la playa, para ver cómo abren sus redes y clasifican o descartan los peces (que luego algún avivado lugareño venderá a precios exorbitantes, a un grupo de cuatro babiecas que creen estar haciendo el mejor negocio de su vida comprando esos bichos chiquitos y colmados de espinas). Los pelícanos y las gaviotas se hacen un festín con esos pobre capturados, en el agua, en la arena y en el aire, ya que al vuelo nomás abarajan los animalitos que la gente les revolea. Entre tanto sol y mar, a nuestro viajero casi en regreso se le pasó el segundo día sin darse cuenta, extasiado y pleno y, ya desde la tarde, la congoja por el regreso comenzó a enturbiar su estadía. Esa noche cenaron los pescados espinosos, brindaron como nuevos grandes amigos de temporada, y los demás salieron. Nuestro protagonista creyó oportuno quedarse y descansar (aunque no logró dormir) para emprender el regreso por tierra a Guayaquil y de allí a Tumbes, al norte de Perú. Desde ese lugar intentaría conseguir pasaje aéreo a Lima (estaba muy jugado con los tiempos y si no volvía en avión, no alcanzaba a tomar el vuelo de regreso a Buenos Aires aunque, eso, sinceramente, en el fondo muy poco le importaba: hubiera querido quedarse para ir a Colombia y llegar a Brasil por el Amazonas, con Francisco y Gonzalo, desde donde regresarían a Córdoba, para luego terminar en México, objetivo de Guido).
El destino suele ser inexorable y, lamentablemente, quedaban asientos en el vuelo nocturno a Lima (el micro hasta Tumbes, obviamente, cargado de contrabandistas con bolsos que esperaban llenar, según le indicaba a nuestro viajero regresante su aguzada experiencia en reconocer cara + palabras + oficio). A la medianoche, nuestro hijo pródigo entraba en el departamento de su familia en Miraflores, narraba su viaje, tomaba unos fernet con cola y se acostaba. Al día siguiente almorzaban como prolegómeno de despedida, y por la tarde recorrían un “paseo de compras” al estilo La Salada que –para regocijo de los pitufos– se llama Polvos Azules. Allí compró algunas chuchería para regalar y perfumes originales (contrabandeados, por supuesto) Más tarde recorrieron el Parque de las Aguas, y a la 1 de la mañana (incluida una hora de retraso, bien argentina) tomaba el vuelo hacia Ezeiza, de allí el 86 (que no era más “86” sino “6” u “8”, algo así) a Liniers, y de allí, el 378 x Pringles hasta su casa. Entonces empezaría (o terminaría, o empezaría y terminaría) otra historia, más dolorosa –y quizás por eso, más necesaria.
Referencias:
Foto 1: Vista de una de las calles céntricas de Montañita
Foto 2: Detalle de la playa de Alta Montañita
Foto 3: Puente de agua en el Parque de las Aguas de la ciudad de Lima
Foto 4: Panorámica de las aguas centrales del Parque de las Aguas
Etiquetas de esta entrada: Biografía polifónica
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