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viernes, 2 de enero de 2009
Un Blog de Variedades no se toma descanso • Publicamos aquí una serie de escritos de nuestro abnegado corresponsal • Ante todo, la obligación para con nuestro público: jamás el placer
Eran 11.30 aproximadamente, en el aeropuerto Jorge Chávez, de Lima. La ciudad se abría desde las ventanas aéreas como un inmenso candelabro lleno de luces a orillas del Pacifico. El viajero ya venía prevenido: los taxistas suelen cobrarles más a los turistas, hasta el doble, quizás.
–¿Cuanto hasta Miraflores?
–Cincuenta soles, míster
–No soy míster, y más de veinte no pago
–Por veinte no puedo llevarlo: treinta y no hablamos más
Y fue cierto: no se habló más. El tachero, como si quisiera confirmar una especie de determinismo genético berreta, era un típico radioescucha de Radio 10. Treinta soles y a salir del aeropuerto de Lima (que cartográfica y geopolíticamente hablando, queda en la provincia de El Callao). Un sol, el “nuevo sol peruano”, es la moneda de curso legal. Tan legal como el regateo: en definitiva, el trueque. Nada aquí vale lo que se dice en la primera instancia, pues comprador y vendedor repiten aún la vieja práctica incaica del trueque, solo que ahora los bienes no son maíz y papa sino cualquier cosa por dinero, el semidios del capitalismo que ha horadado aquellas costumbres ancestrales.
La ciudad de Lima es como cualquier urbe latinoamericana, mejor dicho, centroamericana: una especie de regla inexorable parecería decir que cuanto más cerca se está del imperio, tanto más se impregnarán sus perfidias. La ciudad está profusamente invadida (literalmente) con luces y monigotes navideños, por todos lados: frentes de edificios, bulevares de rutas, plazas y espacios públicos: hasta la Plaza de Armas de Lima (equivalente a nuestra Plaza Mayo) está repleta de los fulgores de renos, estrellas y papás noeles que poco parecieran recordarle, a esta población mayoritariamente católica (mixturada con las antiguas religiones), que por estas fechas –cuenta una antigua leyenda– hubo nacido en Nazaret el vástago de un carpintero.
El panorama es más o menos el mismo que en Buenos Aires: el neoconservadurismo fujimorista caló hondo en un país que, de cualquier modo, nunca conoció otra modalidad que la explotación colonial, la exacción hambreadora y la promesa de un futuro bonito luego de la muerte. La Cruz y la Espada, hoy en día, se complacen en prometer que dentro de diez años, siguiendo esta misma dirección económica (es decir, un continuismo más o menos fiel a la década pasada, con un poquito más de inversión en los sectores populares –los cholos, mote equivalente a negro cabeza–, como pa’ que no jodan: ¿a qué suena?) el Perú será un país “desarrollado”.
Esta no es la única similitud (aunque en la superficie hay pocas semejanzas entre la europea Argentina –en realidad, deberíamos de decir Buenos Aires– y esta tierra andina: el diario Perú 21, uno de los de mayor tirada, ocupa sus primeras páginas en informar que no pasarán a juicio unos ex ministros del actual presidente Alan García (aquel que cuando gobernó su primer período, tuvo un final similar al de Alfonsín, y quien inspiró, en una visita a nuestro país, en los ’80, la simpática consigna que rezaba “Ay, patria mía, dame un presidente como Alan García: un “progresista” como nuestra Sara Kay); que el Congreso estudia desaforar a un congresista para que la justicia pueda investigar un presunto homicidio culposo; que se dio marcha atrás, en cuarenta y ocho horas, con el aumento sideral que se había otorgado a los ministros del Ejecutivo nacional (uno de ellos, cual Cavallo, declaró que con 15.000 soles no podía vivir. Téngase en cuenta que el sol está un poquito más apreciado que nuestro peso: con s/. 3,10 se compra U$S 1, y que el equivalente a nuestro salario mínimo vital y móvil, en Perú, es de alrededor de s/. 500); que al parecer el Ministro del Interior de la Nación estaba haciendo espionaje interno, entrometiéndose con un abogado que podríamos equiparar con Monner Sanz; y otras lindeces de este tenor.
Lima, por donde se la mire, exuda historia. No por nada el Virreinato del Perú existió durante tres siglos (contra los casi cincuenta de el del Río de la Plata). La arquitectura céntrica de la ciudad conserva intactas las marcas de la colonia, y la sociedad es, más o menos, igual que entonces: mucha diferencia social, mucha guita de un lado y nada del otro. Acá no hay clase media, mejor dicho, no hay ínfulas de burguesía: o sos, o no sos, y no hay caso. El laburante continúa con ese respeto ciego y ancestral que se le impuso al nativo, y el que tiene alguna parte del mango de la sartén sigue siendo tan capanga como entonces. Las callejuelas céntricas son empedradas y angostas, sin veredas, como en las películas. Aunque por fuera de la historia, y a unos cuantos kilómetros de la ciudad, las casas siguen siendo de bloques de barro montados uno sobre otro, con más barro, y techos de totora (si el incauto dice paja, sólo remite a ya-se-sabe-qué)
Cual una desagradable broma del día de los inocentes, el viajero, que arribó a Lima el 28 de diciembre, se instaló en la coqueta Miraflores (algo así como Olivos o cualquier otro barrio no muy suntuoso de la zona norte: lo más fashion es, aquí también, San Isidro) y se enteró que dormiría, por esos días, en un colchón inflable. Eso no era lo peor: en Perú no son tan cerveza-adictos, y tanto la Cusqueña (la más rica: hay que admitirlo) como la Cristal se comercializan, como mucho, en envases de 600 cc. Y el fernet cuesta arriba de s/. 50 (eso sí, el pisco es exquisito y relativamente barato). Y yerba no hay (aunque formular esa frase, está comprobado, no abre las puertas de ninguna alcoba presurosa).
En Perú sobreabundan los relatos telúricos, mezclados con las creencias que impusieron los europeos con su invasión (aquí ya nadie –cuya cabeza valga la pena – habla ni de conquista ni de descubrimiento) Desde la cosmopolita y destemplada Buenos Aires no se puede apreciar claramente en qué consiste esto del realismo mágico, y por esa razón se incluye en el “boom” latinoamericano a autores del fantástico tan disímiles como Rulfo y Cortázar. Por algo de todo esto, nuestro viajero brindó azorado el 31 de diciembre de 2008, protagonizando un devaluado, íntimo y postmoderno suceso que concatenó casualidades azarosas.
La reunión de fin de año transcurrió en la suntuosa casona de Rocío, una peruana cuyo enamorado (no se dice novio aquí) es Yayo, un argentino. Rocío y sus hermanos son los dueños de la productora donde trabaja el anfitrión-amigo-del-alma-pariente-por-adopci-on del viajero; allí estaban todos, ya cerca de las 12 de la noche (hora local, o sea, -03 respecto de la de Buenos Aires). Yayo, el argentino (quien, luego de la anécdota, acusaría la misma edad que nuestro protagonista, y cuyo guarismo no delato, por respeto a la magia de la cosa narrada) comentó, como al pasar, que era oriundo de Villa del Parque. El recién llegado escuchó aquello y comentó que hizo toda su escuela primaria en un colegio apostólico y romano del barrio porteño de Devoto (no tan cerca de la cárcel como el lector se pudiera ver tentado de inferir). La conversación ganó espesor en interés, y explotó cuando Yayo afirmó que vivía cerca de esa institución y que todos sus grandes amigos habían estudiado allí. De ahí al A ver, dale, tirá nombres hubo un paso y el primero que sonó, increíblemente, fue el de Juan Martín Di Bacco (que a la sazón había sido, efímeramente, enamorado de Rocío cuando esta estuvo en la Reina del Plata, y uno de los grandes amigos de la infancia de nuestro viajante). Cayeron después otros nombres-recuerdo, algunos recíprocos: Pablo Fornasari y Diego Linares. Este último, pobre durmiente, aproximadamente a las cinco AM (hora porteña), se vio impelido a responder insistentes llamados de radio desde Perú, para enterarse de una noticia que jamás hubiera imaginado escuchar:
–Che , ¿te acordás de Esteban Cid, de tu escuela primaria? Lo tengo acá, al lado mío, en Miraflores.
–¿Cuanto hasta Miraflores?
–Cincuenta soles, míster
–No soy míster, y más de veinte no pago
–Por veinte no puedo llevarlo: treinta y no hablamos más
Y fue cierto: no se habló más. El tachero, como si quisiera confirmar una especie de determinismo genético berreta, era un típico radioescucha de Radio 10. Treinta soles y a salir del aeropuerto de Lima (que cartográfica y geopolíticamente hablando, queda en la provincia de El Callao). Un sol, el “nuevo sol peruano”, es la moneda de curso legal. Tan legal como el regateo: en definitiva, el trueque. Nada aquí vale lo que se dice en la primera instancia, pues comprador y vendedor repiten aún la vieja práctica incaica del trueque, solo que ahora los bienes no son maíz y papa sino cualquier cosa por dinero, el semidios del capitalismo que ha horadado aquellas costumbres ancestrales.
La ciudad de Lima es como cualquier urbe latinoamericana, mejor dicho, centroamericana: una especie de regla inexorable parecería decir que cuanto más cerca se está del imperio, tanto más se impregnarán sus perfidias. La ciudad está profusamente invadida (literalmente) con luces y monigotes navideños, por todos lados: frentes de edificios, bulevares de rutas, plazas y espacios públicos: hasta la Plaza de Armas de Lima (equivalente a nuestra Plaza Mayo) está repleta de los fulgores de renos, estrellas y papás noeles que poco parecieran recordarle, a esta población mayoritariamente católica (mixturada con las antiguas religiones), que por estas fechas –cuenta una antigua leyenda– hubo nacido en Nazaret el vástago de un carpintero.
El panorama es más o menos el mismo que en Buenos Aires: el neoconservadurismo fujimorista caló hondo en un país que, de cualquier modo, nunca conoció otra modalidad que la explotación colonial, la exacción hambreadora y la promesa de un futuro bonito luego de la muerte. La Cruz y la Espada, hoy en día, se complacen en prometer que dentro de diez años, siguiendo esta misma dirección económica (es decir, un continuismo más o menos fiel a la década pasada, con un poquito más de inversión en los sectores populares –los cholos, mote equivalente a negro cabeza–, como pa’ que no jodan: ¿a qué suena?) el Perú será un país “desarrollado”.
Esta no es la única similitud (aunque en la superficie hay pocas semejanzas entre la europea Argentina –en realidad, deberíamos de decir Buenos Aires– y esta tierra andina: el diario Perú 21, uno de los de mayor tirada, ocupa sus primeras páginas en informar que no pasarán a juicio unos ex ministros del actual presidente Alan García (aquel que cuando gobernó su primer período, tuvo un final similar al de Alfonsín, y quien inspiró, en una visita a nuestro país, en los ’80, la simpática consigna que rezaba “Ay, patria mía, dame un presidente como Alan García: un “progresista” como nuestra Sara Kay); que el Congreso estudia desaforar a un congresista para que la justicia pueda investigar un presunto homicidio culposo; que se dio marcha atrás, en cuarenta y ocho horas, con el aumento sideral que se había otorgado a los ministros del Ejecutivo nacional (uno de ellos, cual Cavallo, declaró que con 15.000 soles no podía vivir. Téngase en cuenta que el sol está un poquito más apreciado que nuestro peso: con s/. 3,10 se compra U$S 1, y que el equivalente a nuestro salario mínimo vital y móvil, en Perú, es de alrededor de s/. 500); que al parecer el Ministro del Interior de la Nación estaba haciendo espionaje interno, entrometiéndose con un abogado que podríamos equiparar con Monner Sanz; y otras lindeces de este tenor.
Lima, por donde se la mire, exuda historia. No por nada el Virreinato del Perú existió durante tres siglos (contra los casi cincuenta de el del Río de la Plata). La arquitectura céntrica de la ciudad conserva intactas las marcas de la colonia, y la sociedad es, más o menos, igual que entonces: mucha diferencia social, mucha guita de un lado y nada del otro. Acá no hay clase media, mejor dicho, no hay ínfulas de burguesía: o sos, o no sos, y no hay caso. El laburante continúa con ese respeto ciego y ancestral que se le impuso al nativo, y el que tiene alguna parte del mango de la sartén sigue siendo tan capanga como entonces. Las callejuelas céntricas son empedradas y angostas, sin veredas, como en las películas. Aunque por fuera de la historia, y a unos cuantos kilómetros de la ciudad, las casas siguen siendo de bloques de barro montados uno sobre otro, con más barro, y techos de totora (si el incauto dice paja, sólo remite a ya-se-sabe-qué)
Cual una desagradable broma del día de los inocentes, el viajero, que arribó a Lima el 28 de diciembre, se instaló en la coqueta Miraflores (algo así como Olivos o cualquier otro barrio no muy suntuoso de la zona norte: lo más fashion es, aquí también, San Isidro) y se enteró que dormiría, por esos días, en un colchón inflable. Eso no era lo peor: en Perú no son tan cerveza-adictos, y tanto la Cusqueña (la más rica: hay que admitirlo) como la Cristal se comercializan, como mucho, en envases de 600 cc. Y el fernet cuesta arriba de s/. 50 (eso sí, el pisco es exquisito y relativamente barato). Y yerba no hay (aunque formular esa frase, está comprobado, no abre las puertas de ninguna alcoba presurosa).
En Perú sobreabundan los relatos telúricos, mezclados con las creencias que impusieron los europeos con su invasión (aquí ya nadie –cuya cabeza valga la pena – habla ni de conquista ni de descubrimiento) Desde la cosmopolita y destemplada Buenos Aires no se puede apreciar claramente en qué consiste esto del realismo mágico, y por esa razón se incluye en el “boom” latinoamericano a autores del fantástico tan disímiles como Rulfo y Cortázar. Por algo de todo esto, nuestro viajero brindó azorado el 31 de diciembre de 2008, protagonizando un devaluado, íntimo y postmoderno suceso que concatenó casualidades azarosas.
La reunión de fin de año transcurrió en la suntuosa casona de Rocío, una peruana cuyo enamorado (no se dice novio aquí) es Yayo, un argentino. Rocío y sus hermanos son los dueños de la productora donde trabaja el anfitrión-amigo-del-alma-pariente-por-adopci-on del viajero; allí estaban todos, ya cerca de las 12 de la noche (hora local, o sea, -03 respecto de la de Buenos Aires). Yayo, el argentino (quien, luego de la anécdota, acusaría la misma edad que nuestro protagonista, y cuyo guarismo no delato, por respeto a la magia de la cosa narrada) comentó, como al pasar, que era oriundo de Villa del Parque. El recién llegado escuchó aquello y comentó que hizo toda su escuela primaria en un colegio apostólico y romano del barrio porteño de Devoto (no tan cerca de la cárcel como el lector se pudiera ver tentado de inferir). La conversación ganó espesor en interés, y explotó cuando Yayo afirmó que vivía cerca de esa institución y que todos sus grandes amigos habían estudiado allí. De ahí al A ver, dale, tirá nombres hubo un paso y el primero que sonó, increíblemente, fue el de Juan Martín Di Bacco (que a la sazón había sido, efímeramente, enamorado de Rocío cuando esta estuvo en la Reina del Plata, y uno de los grandes amigos de la infancia de nuestro viajante). Cayeron después otros nombres-recuerdo, algunos recíprocos: Pablo Fornasari y Diego Linares. Este último, pobre durmiente, aproximadamente a las cinco AM (hora porteña), se vio impelido a responder insistentes llamados de radio desde Perú, para enterarse de una noticia que jamás hubiera imaginado escuchar:
–Che , ¿te acordás de Esteban Cid, de tu escuela primaria? Lo tengo acá, al lado mío, en Miraflores.
Referencias:
1) Plaza de Armas de Lima: vista del Cabildo
2) Plaza de Armas de Lima: Vista de la Casa de Gobierno
3) Calle del centro de Lima
4) Fachada del frente del edificio del Azrobispado de LimaEtiquetas de esta entrada: Biografía polifónica
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