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jueves, 8 de enero de 2009
Juliaca está ahí nomás de Puno, y es la ciudad donde se encuentra el aeropuerto • El turista ávido de patrimonios geográfico-culturales diría que no tiene nada más • Pero sería una simplificación mercantilista: ya se verá por qué
La ciudad de Juliaca es más grande que la de Puno, aunque menos turística y menos coqueta. Es la cabecera de la Región de Puno (la división política peruana supone municipios -o distritos municipales- provincias -o distritos provinciales- y regiones -o distritos regionales) y se encuentra en la provincia de San Román. Su centro comercial es a la usanza hispánica, es decir, se organiza en "calles" (o en cuadras) por lo que si uno busca, por ejemplo, boticas, debe de ir a determinada/s cuadra/s de cierta calle, mientras que si desea, por ejemplo, tragamonedas o casinos, debe de ir a otro sector.
El hecho de no estar ligada al turismo receptivo la constituye en una genuina ciudad sureña del Perú, en cuyas callejuelas se apiñan, sobre las estrechas veredas y sobre el asfalto, cientos/as de vendedores/as de todos los rubros, y hasta incluso se improvisan cocinas y tablones para ofrecer menúes a s/. 2,50 (un menú, en Perú, está integrado por un primero -una entrada- y un segundo -o plato de fondo- y un vaso de jugo, que nosotros llamaríamos agua de compota). Es una ciudad grande, gris y baja, que tiene -como todas en el país- un mercado donde se adquieren los productos comestibles (todo al aire libre, olvidate de la llamada cadena de frío) y otro con productos de dudosa procedencia (lo que llamaríamos la Salada, acá)
Nuestro despistado viajero estaba convencidísimo de que regresaba a Lima el 7 de enero, vuelo de las 9.00. Por esa razón, salió temprano del hotel de Puno y, combi mediante, llegó 8.30 (algo nervioso por el poco margen horario, pero el vehículo lo recogió a destiempo) y se dirigió raudo al mostrador de chequeo (tiligueando, es lo que se conoce como check-in), presentó su billete de vuelo (ídem, se lo suele denominar ticket) y su DNI. El empleado miró el cartoncito, miró la cara del futuro pasajero, miró la PC, ingresó en una oficina (habrá avisado a sus compañeros la situación) y regresó:
-Sr. Cid, usted vuela mañana.
Con su mejor cara de "Soy un perfecto pelotudo, discúlpeme" hiló los hechos hasta recordar que sí, era cierto, había tenido en cuenta la posibilidad de regresar el 7, pero en ferrocarril, mas luego se optó por hacerlo en avión, por lo cual no estaba atado a volver un lunes, y así se definió por el martes 8. Un día que podría haber aprovechado para seguir recorriendo Puno. Un día sin saber qué hacer en Juliaca.
Buscó hotel, dejó sus cosas, fue a almorzar. La ciudad no ofrecía mayores atractivos que los descriptos, y que se agotan rápido para alguien que transita medianamente seguido el barrio porteño de Once, o el de Liniers. A eso de las cuatro de la tarde, ya había ido y vuelto al hotel, había estado mirando un rato la tele, había intentado dormir una siesta, había hecho palabras cruzadas y había seguido con la lectura de La ciudad ausente, de Piglia (Wasabi, de Pauls, ya había sido concluida) A eso de las cinco, la suerte de principiante le deparó dos rodillos con BAR BAR y uno con TRIPLE, así que se había hecho de un pequeño capital que le permitía no sólo recuperar el dinero del taxi, el del almuerzo y la cena y el del alojamiento extras, sino que ameritaba también una pequeña distracción nocturna. Claro que, siendo martes, se iba a hacer difícil encontrar tales divertimentos.
Como en todo el altiplano, el día fue soleado y cálido pero la noche cayó fresca, tirando a fría. Tras la ducha, y estando vestido para la ocasión, a nuestro viajero hambriento lo arrepujó una voraz necesidad de parrillada, de las nuestras: mucha achura y asado de tira. En Perú no son tan comunes como acá, e incluyen diferentes tipos y cortes de carne; como mucho, chorizos de esos rojos y chiquitos que en Buenos Aires tildaríamos de incomibles. Un cartel rezaba, perdido, el sintagma mágico: Parrilladas argentinas, y hacia allí corrió, cual Laura Ingalls en la pradera, nuestro despistado y ocasional juliaqueño. Es frecuente que la entrada a un comercio sea pasando por otro (las galerías, por ejemplo, son laberintos en los cuales para llegar a cierto local tuviste que recorrer, como Teseo, idas y vueltas), así que no se extrañó cuando, para acceder al comedero, debió entrar en otro casino, y subir por una escalera. Lo extraño fue que el ambiente estuviera en penumbras, se vieran anaqueles con bebidas, los pocos parroquianos estuvieran alegres y juergueando, copa en mano, y que no se percibiera por ningún lado parrilla ni aroma. Confundido, preguntó a uno de los mozos cuál era el menú, qué traía la parrillada, y este, entre risueño y asombrado, le respondió que Parrilladas Argentinas era una disco que abría los fines de semana, y que se encontraba a la derecha de la escalera; pero que ahí, a la izquierda de la misma, eso, ese lugar, no tenía comida alguna porque era un karaoke (o sea, un canto bar)
Decía el filósofo Carlos Balá que el movimiento se demuestra andando; así pues, nuestro hambriento se sentó y arrancó con una chelita (cervecita) bien helada (remarcó contundentemente este sintagma adjetivo), mientras el DJ precalentaba el ambiente con videoclips en una pantalla grande. Sucesivamente se vio a Arjona, Maná, Soda, Daddy Yankee, Enanitos Verdes, Charly, GIT, Vilma Palma, The Police, Queen, y otros grupos y/o solistas. Ya había ocurrido en Lima, pero aquí la invasión de la música argentina de los ochenta llegaba al paroxismo (en realidad, toda la música, con excepción de la peruana, era de esa década) Mr DJ era un flaco de no más de 25 años, que cuando comenzó el karaoke utilizó la pantalla para que los asistentes (en realidad, dos flacas, una que era la novia de un amigo de Mr. DJ, otra habitué cantarina, y un pibe que estaba sentado con un amigo y una amiga) leyeran la letra de las canciones que habían seleccionado previamente. El karaoke es furor en Perú, por lo cual nuestro tímido viajero casi, casi, cede a la tentación de ser el hazmerreir de la fiesta. Por suerte, las cervezas y las jarras de pisco no reblandecieron su capacidad de autocontrol y censura permanentes.
Terminada la sesión de cantos, el solitario había pegado charla con uno de los mozos, quien comenzó a interrogar, curioso y admirativo, sobre Argentina, que es decir Buenos Aires, metonímicamente. Así, de la mesa a la barra hubo un paso, y de allí a ampliar la conversación con el DJ, que se entabló, más o menos, en estos términos:
-Che, ¿uds. acá no conocen nada más nuevo del rock nacional, perdón, argentino, viejita?
-Ya, pues, aquí gusta la música de los ochenta.
-Bueh, loco, pero un redó, un bersuí, no sé... un gardeles... ¿nada de nada?
-...
-Mirá, te tiro un par de datos, chabón, viejita del agua, barrilete cósmico: buscá esto cuando puedas en Internet.
La lista incluía un poco de todo y, Mr DJ, solícito, vía You Tube, al poco rato estuvo ambientando el lugar con nuevas melodías que eran recibidas con extrañeza por los lugareños/as. Sonaron Anabel, de Los Gardelitos (porque en Perú también gusta mucho la stonemusic); Un pacto para vivir, de Bersuit Vergarabat y, antes que la gente comenzara a protestar y a pedir que cambiaran la música, el ambiente se inundó de fantasmales pogos y pulsos sanguíneos con Jijiji. Cuando Olga Sudorova crepó con Chernobil, nuestro protagonista (al fin y al cabo, casi un ser humano, y casi con sentimientos) se sintió Gardel cantando Volver en la cubierta del barco junto a Tito Lusiardo, secó un lagrimón que se piantaba de sus ojos (ciegos, bien abiertos) y se fue. Había sido una noche intensa.
Referencias:
Foto 1: Iglesia de Santa Catalina, en la Plaza de Armas de Juliaca
Foto 2: Calle juliaqueña (nótense la "bicitaxi" y la "mototaxi", más atrás, en el centro de la calle)
Foto 3: Parque arqueológico de Sillustani (en la ruta desde Puno, camino a Juliaca)
El hecho de no estar ligada al turismo receptivo la constituye en una genuina ciudad sureña del Perú, en cuyas callejuelas se apiñan, sobre las estrechas veredas y sobre el asfalto, cientos/as de vendedores/as de todos los rubros, y hasta incluso se improvisan cocinas y tablones para ofrecer menúes a s/. 2,50 (un menú, en Perú, está integrado por un primero -una entrada- y un segundo -o plato de fondo- y un vaso de jugo, que nosotros llamaríamos agua de compota). Es una ciudad grande, gris y baja, que tiene -como todas en el país- un mercado donde se adquieren los productos comestibles (todo al aire libre, olvidate de la llamada cadena de frío) y otro con productos de dudosa procedencia (lo que llamaríamos la Salada, acá)
Nuestro despistado viajero estaba convencidísimo de que regresaba a Lima el 7 de enero, vuelo de las 9.00. Por esa razón, salió temprano del hotel de Puno y, combi mediante, llegó 8.30 (algo nervioso por el poco margen horario, pero el vehículo lo recogió a destiempo) y se dirigió raudo al mostrador de chequeo (tiligueando, es lo que se conoce como check-in), presentó su billete de vuelo (ídem, se lo suele denominar ticket) y su DNI. El empleado miró el cartoncito, miró la cara del futuro pasajero, miró la PC, ingresó en una oficina (habrá avisado a sus compañeros la situación) y regresó:
-Sr. Cid, usted vuela mañana.
Con su mejor cara de "Soy un perfecto pelotudo, discúlpeme" hiló los hechos hasta recordar que sí, era cierto, había tenido en cuenta la posibilidad de regresar el 7, pero en ferrocarril, mas luego se optó por hacerlo en avión, por lo cual no estaba atado a volver un lunes, y así se definió por el martes 8. Un día que podría haber aprovechado para seguir recorriendo Puno. Un día sin saber qué hacer en Juliaca.
Buscó hotel, dejó sus cosas, fue a almorzar. La ciudad no ofrecía mayores atractivos que los descriptos, y que se agotan rápido para alguien que transita medianamente seguido el barrio porteño de Once, o el de Liniers. A eso de las cuatro de la tarde, ya había ido y vuelto al hotel, había estado mirando un rato la tele, había intentado dormir una siesta, había hecho palabras cruzadas y había seguido con la lectura de La ciudad ausente, de Piglia (Wasabi, de Pauls, ya había sido concluida) A eso de las cinco, la suerte de principiante le deparó dos rodillos con BAR BAR y uno con TRIPLE, así que se había hecho de un pequeño capital que le permitía no sólo recuperar el dinero del taxi, el del almuerzo y la cena y el del alojamiento extras, sino que ameritaba también una pequeña distracción nocturna. Claro que, siendo martes, se iba a hacer difícil encontrar tales divertimentos.
Como en todo el altiplano, el día fue soleado y cálido pero la noche cayó fresca, tirando a fría. Tras la ducha, y estando vestido para la ocasión, a nuestro viajero hambriento lo arrepujó una voraz necesidad de parrillada, de las nuestras: mucha achura y asado de tira. En Perú no son tan comunes como acá, e incluyen diferentes tipos y cortes de carne; como mucho, chorizos de esos rojos y chiquitos que en Buenos Aires tildaríamos de incomibles. Un cartel rezaba, perdido, el sintagma mágico: Parrilladas argentinas, y hacia allí corrió, cual Laura Ingalls en la pradera, nuestro despistado y ocasional juliaqueño. Es frecuente que la entrada a un comercio sea pasando por otro (las galerías, por ejemplo, son laberintos en los cuales para llegar a cierto local tuviste que recorrer, como Teseo, idas y vueltas), así que no se extrañó cuando, para acceder al comedero, debió entrar en otro casino, y subir por una escalera. Lo extraño fue que el ambiente estuviera en penumbras, se vieran anaqueles con bebidas, los pocos parroquianos estuvieran alegres y juergueando, copa en mano, y que no se percibiera por ningún lado parrilla ni aroma. Confundido, preguntó a uno de los mozos cuál era el menú, qué traía la parrillada, y este, entre risueño y asombrado, le respondió que Parrilladas Argentinas era una disco que abría los fines de semana, y que se encontraba a la derecha de la escalera; pero que ahí, a la izquierda de la misma, eso, ese lugar, no tenía comida alguna porque era un karaoke (o sea, un canto bar)
Decía el filósofo Carlos Balá que el movimiento se demuestra andando; así pues, nuestro hambriento se sentó y arrancó con una chelita (cervecita) bien helada (remarcó contundentemente este sintagma adjetivo), mientras el DJ precalentaba el ambiente con videoclips en una pantalla grande. Sucesivamente se vio a Arjona, Maná, Soda, Daddy Yankee, Enanitos Verdes, Charly, GIT, Vilma Palma, The Police, Queen, y otros grupos y/o solistas. Ya había ocurrido en Lima, pero aquí la invasión de la música argentina de los ochenta llegaba al paroxismo (en realidad, toda la música, con excepción de la peruana, era de esa década) Mr DJ era un flaco de no más de 25 años, que cuando comenzó el karaoke utilizó la pantalla para que los asistentes (en realidad, dos flacas, una que era la novia de un amigo de Mr. DJ, otra habitué cantarina, y un pibe que estaba sentado con un amigo y una amiga) leyeran la letra de las canciones que habían seleccionado previamente. El karaoke es furor en Perú, por lo cual nuestro tímido viajero casi, casi, cede a la tentación de ser el hazmerreir de la fiesta. Por suerte, las cervezas y las jarras de pisco no reblandecieron su capacidad de autocontrol y censura permanentes.
Terminada la sesión de cantos, el solitario había pegado charla con uno de los mozos, quien comenzó a interrogar, curioso y admirativo, sobre Argentina, que es decir Buenos Aires, metonímicamente. Así, de la mesa a la barra hubo un paso, y de allí a ampliar la conversación con el DJ, que se entabló, más o menos, en estos términos:
-Che, ¿uds. acá no conocen nada más nuevo del rock nacional, perdón, argentino, viejita?
-Ya, pues, aquí gusta la música de los ochenta.
-Bueh, loco, pero un redó, un bersuí, no sé... un gardeles... ¿nada de nada?
-...
-Mirá, te tiro un par de datos, chabón, viejita del agua, barrilete cósmico: buscá esto cuando puedas en Internet.
La lista incluía un poco de todo y, Mr DJ, solícito, vía You Tube, al poco rato estuvo ambientando el lugar con nuevas melodías que eran recibidas con extrañeza por los lugareños/as. Sonaron Anabel, de Los Gardelitos (porque en Perú también gusta mucho la stonemusic); Un pacto para vivir, de Bersuit Vergarabat y, antes que la gente comenzara a protestar y a pedir que cambiaran la música, el ambiente se inundó de fantasmales pogos y pulsos sanguíneos con Jijiji. Cuando Olga Sudorova crepó con Chernobil, nuestro protagonista (al fin y al cabo, casi un ser humano, y casi con sentimientos) se sintió Gardel cantando Volver en la cubierta del barco junto a Tito Lusiardo, secó un lagrimón que se piantaba de sus ojos (ciegos, bien abiertos) y se fue. Había sido una noche intensa.
Referencias:
Foto 1: Iglesia de Santa Catalina, en la Plaza de Armas de Juliaca
Foto 2: Calle juliaqueña (nótense la "bicitaxi" y la "mototaxi", más atrás, en el centro de la calle)
Foto 3: Parque arqueológico de Sillustani (en la ruta desde Puno, camino a Juliaca)
Etiquetas de esta entrada: Biografía polifónica
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