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sábado, 24 de mayo de 2008
Como las promesas se pagan en vida (con excepción del rigor mortis de las promesas testamentarias) acá va la continuación del post La escuela nivela para abajo • Lo útil, lo inútil y la educación • "Estudiar para..." y "¿Para qué estudiamos esto?" • Más apuntes de un no-especialista involucrado (¿quién no está involucrado en este tema?)
Es posible suponer que la generación del '80, cuando diseñó la educación pública en el siglo XIX (fundamentalmente, Sarmiento), tendría conciencia de que estaba sentando las bases de un proyecto en mayor o menor medida trascendental (o sea, que los trascendía como generación). Lo que es difícil inferir es que creyeran que el suyo sería el único proyecto relativamente sólido y coherente que se postularía en toda la historia de la Confederación Argentina.
En aquel entonces, ciertos lineamientos ideológicos de base dieron como resultado cierto sistema educativo: (1) que había que obturar las experiencias secesionistas previas a 1853; (2) que de algún modo debía ser acotado el poderío de Buenos Aires; (3) que el mal que aquejaba a la Argentina era la extensión, y por lo tanto se debía poblar la pampa (y, de paso cañazo, apropiarse de la renta de la agricultura); (4) que tanto gaucho e indio suelto eran obstáculos para esta apropiación; y (5) que por una puta mala suerte del destino, Argentina era un país europeo anclado en América. Más adelante, se sumó el problema de la inmigración y la contaminación del ser nacional que esa inmigración provocaba (y provoca actualmente: pensemos qué se piensa de bolivianos, chinos, etc.)
Ante este análisis, el sistema educativo de la Generación del '80 se propuso: (1) centralizar la administración de la educación (sobre todo, la educación media, que proveía al Estado de pequeños burócratas, intelectuales, científicos, etc. -tengamos en cuenta que con la primaria, en aquel entonces, estaba ya más que bien formada (alfabetizada) una persona) para evitar la intromisión de las provincias y sus bárbaros caudillos; (2) diseminar escuelas en todo el país, en relación con (1); (3) importar educadores con ideas modernas, que transplanten acá ideas europeas y erradiquen las culturas bárbaras (autóctonas); (4) ampliar la base de la población alfabetizada, como modo de ilustrar al ciudadano (obviamente, burgués: recordá que hasta 1916 no votó jamás un analfabeto, y sólo desde 1951 vota la mujer, alfabetizada o no); (5) considerar la educación como la materialidad de la identidad nacional, con su nosotros (la civilización) y su otros (el gaucho, el indio) y su simbología fundacional (los próceres padres de la patria, el himno, la bandera, etc.); (6) esmerilar el poder terrenal de la iglesia católica, muy presente en la política autóctona desde siempre, logrando una especie de dogma laico entrelazado con ese Estado fundacional (se recita la Oración a la Bandera hasta hoy, deificando colectivamente un símbolo tal como se le reza a una divinidad).
Así fue como se establecieron los lineamientos del sistema educativo secundario en Argentina, y fundamentalmente su currículum, es decir, los contenidos para enseñar efectivamente en las aulas, los programas de estudio, que implicaron el recorte por el cual se daba, lógicamente, el entronque de nuestra nación con la alta cultura occidental greco-romana (excluida la cultura española, porque era la Madre Patria, y encima venida a menos en el siglo XIX). Hay una pasmosa coherencia cuando uno revisa los planes de estudio de esa época, en los que se verifica una cuidadosa selección y operación de legitimación incluso hasta en las lecturas, y en los recortes de qué textos/autores se debía leer y estudiar, y qué textos/autores quedaban excluidos.
Todo esto funcionó, digamos, hasta entrada la década de 1940, cuando un retoque menor dentro de este vasto sistema supuso, a partir de una nueva concepción del país, más industrial, el establecimiento de la educación secundaria técnica, siempre dentro de la égida de la Nación, para un país compuesto por aproximadamente diez millones de habitantes, todavía bastante desparramados en todo el territorio y sus ciudades. En el plano curricular, la ampliación de la burguesía, de la clase media, supuso la reformulación de contenidos, ahora ligados ya no a un país en formación, sino un país en que se estableció su tradición y en que se disputaba ingresar en ese podio del canon (disputa social que, obviamente, se tradujo con sus contradicciones en los currículos de la educación secundaria) La incorporación de la educación técnica, polivalente, o como se la llamara, fue el último gran cambio en el sistema educativo argentino.
Desde entonces, la educación sufrió cambios más o menos superficiales, más o menos cosméticos, aun cuando desde la década del '60 se comenzó a escuchar que la educación estaba en crisis. La mayoría de los cambios que cristalizó, en ese período, tuvo que ver con modificaciones en los planes de estudios y en los programas (actualizaciones de contenidos) y en los sistemas de evaluación. Fue en la década del '90 cuando se propuso, así declamada, la mayor reforma desde 1880. Aunque denominada transformación educativa, esta reforma supuso una puesta a punto entre el nuevo (y fatal) proyecto de país que se comenzó a fortalecer desde 1976, y el nuevo (y fatal) proyecto educativo, es decir: (1) el regreso a la economía primarizada; (2) la centralidad en la producción de bienes y servicios, de renta rápida, poca mano de obra intensiva y poca infraestructura, o muy tecnologizada; (3) la desarticulación y atomización de los factores de poder y de los colectivos sociales; (4) el abandono de cualquier proyecto de integración político-económica con Latinoamérica, ahora con la excusa de los procesos de globalización; y (5) la necesidad de calificación hiperespecializada de la mano de obra, concordante con la precarización y inestabilidad de esos saberes, en conjunción con un mercado laboral precarizado, inestable y -todos lo sabemos- escaso.
La diferencia entre aquel proyecto educativo, el de los '80 del siglo XIX, y el siguiente, de los '90 del siglo pasado, estuvo dada -creo- en la explicitación de los supuestos. En el XIX, lo que se decía que se esperaba de la educación era, más o menos, lo que se hacía; en el siglo XX, lo que se decía que se esperaba de la educación fue lo inverso de lo que en realidad se hizo y propició.
¿Por qué esta larga perorata histórica? Porque, a mi modo de ver, acá están los verdaderos "para qué" de la educación, los que todos, en tanto ciudadanos, tenemos que pensar y repensar. Cuando un alumno/a te pregunta, en clase, para qué aprendo esto, o para qué serviría en mi carrera, está -o debería estar- interpelando el proyecto educativo, que es lo mismo que decir el proyecto político.
La situación actual es que las acciones políticas de los '80 y los '90 llevaron a que la educación fuera percibida como el espacio simbólico en que la sociedad simplemente cumple con un requisito de acreditación, antes que cristalizar un proyecto (político) colectivo. Nadie se preguntaba por qué se estudiaba tal o cual contenido en -digamos- 1950, porque era obvio (estaba naturalizado) que eso que se estudiaba era el medio para. El vaciamiento del país, en toda dimensión posible en que pueda considerarse un saqueo, operado en la última década del siglo pasado implicó, en términos educativos, el borramiento de esa ilusión homogeneizadora, reparadora, igualizadora, de ascenso y movilidad social que tenía la educación: algo así como un no hay camino, macho, ahora mando yo y el juego es este: no sos nadie, ni valés nada; por lo tanto, no aprendés nada.
Pero, ¿es tan cierto esto? ¿Llegó a solidificarse ese proyecto de país en ese proyecto educativo? Las escuelas son como elefantes en un bazar, corriendo una carrera montado en una tortuga: los cambios son lentos, las macropolíticas se disuelven en la dinámica de lo cotidiano, y una sola década no llegó a garantizar que ese nuevo proyecto político-educativo se enraizara en lo concreto, en cada aula. A pesar de todo -y por suerte, a veces- las escuelas son espacios plagados de contradicciones donde las transformaciones diseñadas por los niveles centrales se cocinan a fuego muy lento, por lo que el proyecto neo-liberal no cuajó totalmente. A pesar de todo -y por suerte, a veces- las escuelas son resistentes a los cambios espasmódicos que en nuestro país pendulean cada diez o veinte años (la famosa falta de "políticas de estado") y son espacios muy poco porosos a estos cambios, aunque -paradójicamente- sí son permeables a las demandas sociales directas, sin las mediaciones de la burocracia educativa. A pesar de todo -y por suerte, a veces- las escuelas siguen siendo un espacio de contención en medio de una sociedad que fue compulsivamente rediseñada para el individualismo, para la no-contención, para la libre competencia (o sea, para el sálvese quien pueda y mátense entre todos,en definitiva). A pesar de todo -y por suerte, a veces- las escuelas quedan como el único refugio de la modernidad, en medio de una impronta postmoderna hipercomunicada, el espacio posible para los grandes relatos unificadores que -todavía- dan cuenta del mundo de la vida. A pesar de todo -y por suerte, a veces- los alumnos aprenden y los docentes enseñan, en un contexto de vaciamiento de sentido de la educación, que se intentó imponer y que casi entró (por suerte, nada más que la puntita, y como dolió nos resistimos). A pesar de todo -y por suerte, a veces- las escuelas sirven para algo, que no es algo menor: infiltrar proyectos macabros, contrarrestar sus efectos, seguir enseñando y aprendiendo.
¿No sirve para nada? Pensálo mejor: sirvió para mucho, aunque por fuera de esa lógica que a lo mejor compraste, lógica naturalizada que te dice que algo (la educación, por ejemplo) tiene que servirte a vos, solito/a (cagáte en el resto) y ya mismo (sabías que vas a vivir muchos, muchísimos años, ¿no?). La educación no es solamente que vos hayas (o no hayas) aprendido algo: es eso, pero fundamentalmente intervenir hoy, tomar decisiones hoy, acerca de futuros que involucran a tus hijos/as y tus nietos/as inclusive: es algo bien, pero bien, bien político. ¿Viste que de política entendés mucho? ¿Viste que decís boludeces cuando decís que la política no te interesa?
Alguna vez haremos la tercera parte...
En aquel entonces, ciertos lineamientos ideológicos de base dieron como resultado cierto sistema educativo: (1) que había que obturar las experiencias secesionistas previas a 1853; (2) que de algún modo debía ser acotado el poderío de Buenos Aires; (3) que el mal que aquejaba a la Argentina era la extensión, y por lo tanto se debía poblar la pampa (y, de paso cañazo, apropiarse de la renta de la agricultura); (4) que tanto gaucho e indio suelto eran obstáculos para esta apropiación; y (5) que por una puta mala suerte del destino, Argentina era un país europeo anclado en América. Más adelante, se sumó el problema de la inmigración y la contaminación del ser nacional que esa inmigración provocaba (y provoca actualmente: pensemos qué se piensa de bolivianos, chinos, etc.)
Ante este análisis, el sistema educativo de la Generación del '80 se propuso: (1) centralizar la administración de la educación (sobre todo, la educación media, que proveía al Estado de pequeños burócratas, intelectuales, científicos, etc. -tengamos en cuenta que con la primaria, en aquel entonces, estaba ya más que bien formada (alfabetizada) una persona) para evitar la intromisión de las provincias y sus bárbaros caudillos; (2) diseminar escuelas en todo el país, en relación con (1); (3) importar educadores con ideas modernas, que transplanten acá ideas europeas y erradiquen las culturas bárbaras (autóctonas); (4) ampliar la base de la población alfabetizada, como modo de ilustrar al ciudadano (obviamente, burgués: recordá que hasta 1916 no votó jamás un analfabeto, y sólo desde 1951 vota la mujer, alfabetizada o no); (5) considerar la educación como la materialidad de la identidad nacional, con su nosotros (la civilización) y su otros (el gaucho, el indio) y su simbología fundacional (los próceres padres de la patria, el himno, la bandera, etc.); (6) esmerilar el poder terrenal de la iglesia católica, muy presente en la política autóctona desde siempre, logrando una especie de dogma laico entrelazado con ese Estado fundacional (se recita la Oración a la Bandera hasta hoy, deificando colectivamente un símbolo tal como se le reza a una divinidad).
Así fue como se establecieron los lineamientos del sistema educativo secundario en Argentina, y fundamentalmente su currículum, es decir, los contenidos para enseñar efectivamente en las aulas, los programas de estudio, que implicaron el recorte por el cual se daba, lógicamente, el entronque de nuestra nación con la alta cultura occidental greco-romana (excluida la cultura española, porque era la Madre Patria, y encima venida a menos en el siglo XIX). Hay una pasmosa coherencia cuando uno revisa los planes de estudio de esa época, en los que se verifica una cuidadosa selección y operación de legitimación incluso hasta en las lecturas, y en los recortes de qué textos/autores se debía leer y estudiar, y qué textos/autores quedaban excluidos.
Todo esto funcionó, digamos, hasta entrada la década de 1940, cuando un retoque menor dentro de este vasto sistema supuso, a partir de una nueva concepción del país, más industrial, el establecimiento de la educación secundaria técnica, siempre dentro de la égida de la Nación, para un país compuesto por aproximadamente diez millones de habitantes, todavía bastante desparramados en todo el territorio y sus ciudades. En el plano curricular, la ampliación de la burguesía, de la clase media, supuso la reformulación de contenidos, ahora ligados ya no a un país en formación, sino un país en que se estableció su tradición y en que se disputaba ingresar en ese podio del canon (disputa social que, obviamente, se tradujo con sus contradicciones en los currículos de la educación secundaria) La incorporación de la educación técnica, polivalente, o como se la llamara, fue el último gran cambio en el sistema educativo argentino.
Desde entonces, la educación sufrió cambios más o menos superficiales, más o menos cosméticos, aun cuando desde la década del '60 se comenzó a escuchar que la educación estaba en crisis. La mayoría de los cambios que cristalizó, en ese período, tuvo que ver con modificaciones en los planes de estudios y en los programas (actualizaciones de contenidos) y en los sistemas de evaluación. Fue en la década del '90 cuando se propuso, así declamada, la mayor reforma desde 1880. Aunque denominada transformación educativa, esta reforma supuso una puesta a punto entre el nuevo (y fatal) proyecto de país que se comenzó a fortalecer desde 1976, y el nuevo (y fatal) proyecto educativo, es decir: (1) el regreso a la economía primarizada; (2) la centralidad en la producción de bienes y servicios, de renta rápida, poca mano de obra intensiva y poca infraestructura, o muy tecnologizada; (3) la desarticulación y atomización de los factores de poder y de los colectivos sociales; (4) el abandono de cualquier proyecto de integración político-económica con Latinoamérica, ahora con la excusa de los procesos de globalización; y (5) la necesidad de calificación hiperespecializada de la mano de obra, concordante con la precarización y inestabilidad de esos saberes, en conjunción con un mercado laboral precarizado, inestable y -todos lo sabemos- escaso.
La diferencia entre aquel proyecto educativo, el de los '80 del siglo XIX, y el siguiente, de los '90 del siglo pasado, estuvo dada -creo- en la explicitación de los supuestos. En el XIX, lo que se decía que se esperaba de la educación era, más o menos, lo que se hacía; en el siglo XX, lo que se decía que se esperaba de la educación fue lo inverso de lo que en realidad se hizo y propició.
¿Por qué esta larga perorata histórica? Porque, a mi modo de ver, acá están los verdaderos "para qué" de la educación, los que todos, en tanto ciudadanos, tenemos que pensar y repensar. Cuando un alumno/a te pregunta, en clase, para qué aprendo esto, o para qué serviría en mi carrera, está -o debería estar- interpelando el proyecto educativo, que es lo mismo que decir el proyecto político.
La situación actual es que las acciones políticas de los '80 y los '90 llevaron a que la educación fuera percibida como el espacio simbólico en que la sociedad simplemente cumple con un requisito de acreditación, antes que cristalizar un proyecto (político) colectivo. Nadie se preguntaba por qué se estudiaba tal o cual contenido en -digamos- 1950, porque era obvio (estaba naturalizado) que eso que se estudiaba era el medio para. El vaciamiento del país, en toda dimensión posible en que pueda considerarse un saqueo, operado en la última década del siglo pasado implicó, en términos educativos, el borramiento de esa ilusión homogeneizadora, reparadora, igualizadora, de ascenso y movilidad social que tenía la educación: algo así como un no hay camino, macho, ahora mando yo y el juego es este: no sos nadie, ni valés nada; por lo tanto, no aprendés nada.
Pero, ¿es tan cierto esto? ¿Llegó a solidificarse ese proyecto de país en ese proyecto educativo? Las escuelas son como elefantes en un bazar, corriendo una carrera montado en una tortuga: los cambios son lentos, las macropolíticas se disuelven en la dinámica de lo cotidiano, y una sola década no llegó a garantizar que ese nuevo proyecto político-educativo se enraizara en lo concreto, en cada aula. A pesar de todo -y por suerte, a veces- las escuelas son espacios plagados de contradicciones donde las transformaciones diseñadas por los niveles centrales se cocinan a fuego muy lento, por lo que el proyecto neo-liberal no cuajó totalmente. A pesar de todo -y por suerte, a veces- las escuelas son resistentes a los cambios espasmódicos que en nuestro país pendulean cada diez o veinte años (la famosa falta de "políticas de estado") y son espacios muy poco porosos a estos cambios, aunque -paradójicamente- sí son permeables a las demandas sociales directas, sin las mediaciones de la burocracia educativa. A pesar de todo -y por suerte, a veces- las escuelas siguen siendo un espacio de contención en medio de una sociedad que fue compulsivamente rediseñada para el individualismo, para la no-contención, para la libre competencia (o sea, para el sálvese quien pueda y mátense entre todos,en definitiva). A pesar de todo -y por suerte, a veces- las escuelas quedan como el único refugio de la modernidad, en medio de una impronta postmoderna hipercomunicada, el espacio posible para los grandes relatos unificadores que -todavía- dan cuenta del mundo de la vida. A pesar de todo -y por suerte, a veces- los alumnos aprenden y los docentes enseñan, en un contexto de vaciamiento de sentido de la educación, que se intentó imponer y que casi entró (por suerte, nada más que la puntita, y como dolió nos resistimos). A pesar de todo -y por suerte, a veces- las escuelas sirven para algo, que no es algo menor: infiltrar proyectos macabros, contrarrestar sus efectos, seguir enseñando y aprendiendo.
¿No sirve para nada? Pensálo mejor: sirvió para mucho, aunque por fuera de esa lógica que a lo mejor compraste, lógica naturalizada que te dice que algo (la educación, por ejemplo) tiene que servirte a vos, solito/a (cagáte en el resto) y ya mismo (sabías que vas a vivir muchos, muchísimos años, ¿no?). La educación no es solamente que vos hayas (o no hayas) aprendido algo: es eso, pero fundamentalmente intervenir hoy, tomar decisiones hoy, acerca de futuros que involucran a tus hijos/as y tus nietos/as inclusive: es algo bien, pero bien, bien político. ¿Viste que de política entendés mucho? ¿Viste que decís boludeces cuando decís que la política no te interesa?
Alguna vez haremos la tercera parte...
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