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sábado, 17 de mayo de 2008

Aniversario I: Carton pintado

Otro aniversario


El cuento que sigue tiene (días más, días menos) veinte años. También es de la "época escolar", como El vuelo efímero y Pájaro, y fue esta época también cuando se dio a conocer: en esos concursos literarios que la Escuela Nacional Normal Superior "José M. Estrada" de Cañuelas hacía, y en el que, dado que salió en no me acuerdo en qué pole position, por ese magno motivo fue editado en la revista "Leéme que te cuento".

Notarán, avezados/as lectores, que es muy, muy, muy cortazariano, puesto que en esa época ya me había divorciado de Borges y flirteaba con el gran Julio...



Qué susto. Yo no sabía que el cartón pintado se prendiera fuego. Por suerte no fueron todos y aquí estoy, casi diciendo vivito y coleando. Cuando sepan quién fue el gracioso, procederán ejemplarmente, esperamos. Pero paso a relatar el hecho, que fue sumamente simple.

Una tarde (a la hora de regreso a casa) tomé el colectivo a las siete y veinticinco. Iba cansado y dispuesto a dormir. Antes de eso observé las caras de los pasajeros que me acompañaban. Las había alegres, cansadas, también enamoradas, pensativas, indiferentes y repulsivas. Un señor gordo roncaba y los pocos pelos de la frente se le corrían y dejaban un evidente claro allí donde debían ocultar la calvicie. Un chico -pelo largo y arito- llevaba auriculares adosados a los oídos, y estudiaba con una carpeta de apuntes ligeros. Una señora muy elegante -pollera negra, blusa blanca, cartera y zapatos blancos con vivas y finas líneas negras, collar de perlas y aros blancos- se pintaba las uñas, todas de negro con un piquito en blanco. En los últimos asientos, una pareja -abrazos y besos- en la que no se sabía cuál era el hombre y cuál la mujer. En el medio yo, con mi manía de asfixia y la ventanilla abierta y el viento arremolinado alrededor de mí. Finalmente dormí, pero fue entonces cuando debía bajar.

Volví a tomar el 88, a las siete y veinticinco., el martes. Había caras conocidas y otras ausentes: la señora tablero de ajedrez en el segundo y los novios en los últimos. Faltaba el chico con arito. Pobre -pensé- seguro que lo perdió y quién sabe cuándo viene el otro y a qué horas llegará a su casa, y continué elaborando una disertación sobre el mal servicio de los colectivos, que terminé cuando me senté, en el mismo lugar (cuarta fila de los asientos dobles, lado de la ventanilla). Precisamente, lo primero que hice fue abrirla para respirar de la corriente de aire arremolinada. Cuando pude dormirme, tenía que bajar.

En Rivadavia y Boyacá subí, como todos los últimos días. Para ese entonces (era miércoles y ya habían pasado diez días desde la primera vez) tenía perfectamente bien identificados a los pasajeros: la señora, siempre igual; el gordo, un poco más peladito y la pareja, más enamorada. El del arito no subió por algunos días y, por lo que vi, estuvo resfriado. Por supuesto, me ubiqué en mi lugar y abrí la ventanilla, no fuera cosa que me asfixiara. Ya tenía también en mi memoria al conductor: bajito, de pelo oscuro y movimientos toscos, nariz grande y ojos chicos, camisa celeste. Olvidé decir que el gordo vistió siempre traje gris, el chico siempre remera verde y vaqueros azules y la pareja, pantalones y remeras blancas. Pasó por mi cabeza pensar que éramos cartón pintado, que estábamos y no estábamos allí. Luego me dormí, pero me desperté antes de bajar, porque el humo me estaba asfixiando. Algún gracioso había arrojado un fosforito y el gordo y la señora tablero de ajedrez ya eran un poco llamas, un poco cartón y el resto cenizas.

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